Godard dijo alguna vez que el montaje de plano y contraplano es fascista, una boutade (siempre hay que decir boutade cuando se habla de Godard) que al mudar de piel y ganar fuerza de tesis se convirtió al mismo tiempo en una tontería y en un hit crítico: una de esas frases que otorgan un aura de radicalidad a bajo costo y que tanto gustan a los espíritus académicos. (En este preciso momento, alguien escribe en un paper: sutura). En Nuestra música, Godard volvió sobre el tema a propósito de dos primeros planos de His Girl Friday, uno de Cary Grant mirando hacia la derecha y uno de Rosalind Russell mirando hacia la izquierda. El propio Godard explica (está en una conferencia): “Es lo mismo dos veces. Eso se debe a que el realizador es incapaz de ver la diferencia entre un hombre y una mujer”. Es un cuestionamiento, no un elogio, porque luego Godard dice: “Se pone peor cuando…” y pasa a hablar de Israel y Palestina, hasta llegar a una notable reflexión final, en la que 1948 significa para un pueblo (plano) el ingreso a la ficción y para el otro (contraplano) el ingreso al documental. Pero de todos modos, la premisa sobre la que se levanta el primer juicio está mal planteada. Para el Hollywood clásico, el plano-contraplano no es una cuestión de autor sino de sistema. Se lo respeta y burla como se respeta y burla todo: dentro de unos marcos que se doblan a menudo pero que casi nunca se rompen. Por lo tanto, ni Hawks, ni Mann, ni Walsh, ni Boetticher ni nadie son capaces de ver la diferencia que señala Godard, así como tampoco pueden ver la diferencia que existe entre adultos y niños, empleados y patrones, blancos y negros, policías y ladrones, también ellos puestos en relación por el montaje de plano-contraplano. Atribuir lo que pertenece al sistema al director y asignar una ideología a un procedimiento, como si el procedimiento existiera en algún cielo platónico y no en el juego de obediencia e incumplimiento que caracteriza al cine clásico (por seguir con Hawks) y en los juegos de tradición y ruptura de la historia del cine (por ser más amplios): es curioso que todavía estemos dispuestos a tomarnos en serio estas cosas, y a olvidar siempre, en el altar de las explicaciones simples y rutilantes, lo que realmente pasa en las películas. En un ensayo de 1981 (“Plano-contraplano. La expresión más importante de la ley del valor cinematográfico”), para considerar el funcionamiento y las implicancias del plano-contraplano, Farocki -que por supuesto recuerda la boutade de Godard- describió con detalle escenas de Vértigo, de Sin aliento, de Liebelei, de City of Fear e incluso de la serie Dallas. El resultado es sorprendente: parece que es posible conocer además de declamar. Y tiene moraleja: para ganarse el derecho a declamar (que es lo que un poco hace Farocki al final de su texto) primero hay que ser capaz de conocer, algo que no es posible repitiendo consignas. Nadie dijo, creo, que el plano medio es socialdemócrata y el plano general anarcosindicalista, o que la secuencia resumen es alienante porque su velocidad esconde el tiempo y el esfuerzo que demanda el pasaje de un estado a otro (bueno, tal vez alguien haya dicho esto último). Así de absurda es la frase de Godard, y más que la frase su reiteración. En la misma Nuestra música, en la escena en la que una periodista judía entrevista a un poeta palestino, Godard utiliza, de manera bien heterodoxa pero también clara, el montaje de plano-contraplano. Tal vez la escena dice: conozco, y quisiera no conocer, la diferencia que existe entre un judío y un palestino. En fin, aprovecho el tema y recuerdo tres de mis escenas de plano-contraplano preferidas. Mis tres glorias fascistas.

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1. Cuando era chico (me refiero a mí), en su programa de los domingos, Gerardo Sofovich hacía un juego que consistía en descubrir los errores de continuidad de las películas. Jamás encontré uno. En aquel tiempo pensaba que era falta de concentración. Con el paso de los años concluí (sé que falazmente) que era una incapacidad virtuosa, ya que de algún modo me predisponía a la creencia. Vi muchas veces El Padrino. Solo cuando la vi en DVD con el comentario de audio que lo señala descubrí el plano en el que una mujer entra en cuadro cuando no debe, y se retira con gesto culpable. Después me di cuenta de algunos errores clásicos: la altura de la bebida en los vasos, la posición de los cubiertos en la mesa. En la literatura también pasa. Ahí está la segunda parte del Quijote, en la que Cervantes hace que sus personajes respondan los señalamientos de los Sofovich del siglo XVII, que encontraron que el rucio que le roban a Sancho en un capítulo reaparece más adelante como por arte de magia y que los cien escudos que el mismo Sancho toma de una valija en Sierra Morena no vuelven a aparecer. Debe haber cientos de casos. Como el de “Psicodelia”, de Martín Rejtman, en el que el protagonista dice al principio que va a devolver unos vinilos y cuando llega a destino devuelve unos CDs. Por supuesto, nada de esto tiene importancia. Es mero anecdotario. El estatuto de los errores depende de las obras en las que aparecen. Si las obras son pobres, serán señales de apuro o incompetencia. Si tienen valor, no serán señales de nada. O de todo lo que se quiera, que es casi lo mismo. (Debe haber algo misterioso en el cuento de Rejtman alrededor de los soportes de audio). En Romeo + Julieta, la camisa de Di Caprio está abierta en un plano y cerrada en el siguiente. ¡Qué barbaridad! En la magistral Revolver, en la escena después del sexo, entre los planos y los contraplanos, la camisa de Oliver Reed se prende sola. ¿No es extraordinario? Tan generosa es la película de Sollima que hasta errores tiene, para estar todavía más cerca de nosotros, para que nos parezcamos a ella.
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2. Menuda, de aspecto frágil y expresión inocentona (que Allen quiso relacionar con Giulietta Massina en La rosa púrpura de El Cairo), siempre como a punto de romperse, Mia Farrow fue la protagonista perfecta para una serie de películas psicológicamente borders filmadas entre fines de los sesenta y fines de los setenta: la trilogía Veamos hasta dónde aguanta Mia, compuesta por El bebé de Rosemary, See No Evil y Full Circle. En la primera (Polansski, 1968) se las ve con el diablo y sus acólitos. En la última (Loncraine, 1977), con uno de los fantasmas más jodidos de la historia del cine. En la segunda (Fleisher, 1973), no se las ve con nadie porque es ciega, pero la pasa tan mal como en las otras dos, acechada esta vez por un asesino. En la escena final, el tipo trata de ahogarla en la bañadera y el montaje se entrega al plano-contraplano. Es el recurso obvio. Lo notable es que Fleisher lo lleva un paso más allá del límite y termina filmando unos maravillosos planos subjetivos subacuáticos de ciega.
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3. Sollima hizo magia del error. Fleisher incumplió con la regla obedeciéndola, y demostró de paso que la puesta en evidencia de un procedimiento, la desnaturalización de la que hablamos siempre con tanto gusto, puede encontrarse en el corazón mismo del sistema, en una película de temporada. Todo es Misterio. Ahí donde Godard vio fascismo, en El evangelio según San Mateo Pasolini vio un milagro.