Pero qué fino, Luchino (sobre tres planos de Grupo de familia), por José Miccio

“Los acordes son tan sencillos,

pero el bajo los mantiene activos y en movimiento.”

Rick Rubin sobre “A Little Help of My Friends”

McCartney 3, 2, 1

En un texto anterior repasé algunas escenas resueltas por medio del montaje de plano-contraplano, recurso al que Godard calificó alguna vez de fascista. Unos días después de publicarlo, todavía sensible al tema, vi Grupo de familia (1974), la anteúltima película de Luchino Visconti, y me topé con tres planos hermosos, sobre los que también me habría gustado escribir. Lo hago ahora, para no renegar del entusiasmo.

*

Primero algo obvio: el juego de planos y contraplanos es fundamentalmente un modo de poner en escena el diálogo (o de instituirlo retóricamente: en el comienzo de Western Union, el montaje pone en relación -hace dialogar- a Randolph Scott con un búfalo; en Vivir su vida, a la prostituta Nana con la santa Juana de Arco). Hay todo un conjunto de decisiones a tomar. Si la réplica va a calzar en el corte o no. Si el ritmo de intercambio de los planos va a ser irregular o va a seguir un criterio uniforme, como podría ser: dos líneas de diálogo por plano, o dos-una-dos, o una sola, que puede volver todo monótono pero también fluir con gracia infinita (como en Ozu) o volverse sensible por medio de pausas extendidas (como en Bresson). Si va a haber música en la escena. Si la música va a determinar los cortes. Y un largo etcétera, que incluye el vestuario, la escenografía, la iluminación y tantas otras cosas, que hacen variar (por supuesto dentro de ciertos límites) un procedimiento que en abstracto se presenta como siempre igual a sí mismo. Por supuesto, otra cosa a tener en cuenta son las acciones que los personajes van a realizar durante el diálogo, tan decisivas que a menudo depende de ellas el sentido general de la escena. Es lo que ocurre en Grupo de familia, en la que sin arriesgar nunca, manteniéndose siempre en línea, Visconti consiguió un sugerente juego de planos y contraplanos, que además de su interés particular permite volver sobre un tema siempre descuidado: por más instructivo que resulte, por más importantes que sean sus temas o refinadas sus formas, por más urgente que se nos haga la necesidad de compartirlo, no hay arte que trabaje meramente en favor de la cultura. Pocos cineastas lo supieron tan vívida y dramáticamente como Visconti.

Tal vez alguien recuerde: Burt Lancaster interpreta a un viejo profesor estadounidense de madre italiana, extremadamente solitario, que vive encerrado entre sus libros, su Mozart y su colección de conversation pieces, ese género de la pintura burguesa que representa a grupos de personas charlando, que dio nombre a una canción de Bowie y al que Mario Praz -en quien se inspira el profesor de Lancaster- había dedicado un libro poco antes de la realización de la película. Todo transcurre en interiores. El estudio del profesor, con sus paredes repletas, sus alfombras, cerámicas y estatuas, parece la sala de un museo. Lo mismo los pasillos y el comedor. Del exterior solo se ven unas cúpulas romanas que funcionan como fondo escenográfico, lo que contribuye a la sensación de estar encerrados en una representación, algo que con el paso de los minutos se hace más claro y agobiante. Un día, justo cuando unos marchands quieren convencer al profesor de que compre un cuadro para su colección, y como si hubiesen salido de la tela, una mujer y tres jóvenes en los veinte (su amante Konrad, su hija y el novio de su hija) aparecen en el estudio para pedirle que les alquile el piso superior de su palazzo. Es una familia grosera y vital en la que el profesor termina por ver lo que no tiene. Lo dice en un momento, mientras la cámara recorre los cuadros de su estudio: “Ustedes me han despertado bruscamente de un sueño profundo, insensible y sordo como la muerte”.

Los cuadros cumplen un papel central. Como son objeto de inspecciones con lupa, de diálogos y travellings, es posible apreciarlos en sus rasgos generales y entender cuán adecuados son para las paredes de la alta burguesía culturalmente ligada al siglo XIX, no solo por sus temas sino por su estilo, destinado a ofrecer una imagen de equilibrio y buen gusto. La nueva burguesía, con su marquesa con mantenido, su gran industrial y sus hijos de costumbres liberales (sexo grupal, drogas), prefiere otros adornos y otros cuadros, tal como se puede ver en el piso superior una vez que los inquilinos terminan sus reformas: mobiliario y objetos de diseño moderno, ambientes blancos, colores primarios, Rothko. Es como si las habitaciones del profesor pertenecieran a una novela decimonónica y las de la familia a un catálogo del siglo XX. Visconti -ese comunista curioso, más interesado en lo que termina que en lo que nace- sitúa el punto de vista cerca del profesor y de su universo cultural. Los dos títulos de la película lo señalan. El italiano, propio de un cuadro representativo, es Gruppo di famiglia in un interno. El de la distribución internacional, más directo, Conversation piece.

De todos modos, hay que decir que el vinculo del profesor con los cuadros no responde al criterio burgués que los hizo nacer. Al menos por dos razones. Primero, porque mantiene una distancia mayor de la esperable con pinturas como estas, destinadas a fortalecer una identidad: la casa no exhibe uno o varios cuadros como parte del decorado sino una colección, cuya misma existencia modifica la naturaleza de los objetos que la componen y la relación que tienen con su dueño. La otra razón es justo la contraria: el profesor mantiene con las pinturas un vínculo intimísimo, ya que le proporcionan las escenas familiares y las conversaciones que no tiene. Vive de rentas, tiene una empleada que le cocina y le mantiene la casa en orden desde hace veinticinco años y todo el tiempo a disposición. Pero fuera de sus pinturas, y de los recuerdos de su madre y de su esposa, que algunas noches lo visitan o asaltan, está completamente solo. De ahí que su fina mirada crítica, su análisis con lupa y su distancia intelectual no impidan cierto bovarismo. En una cena, les cuenta a sus inquilinos que tiene preferencias por algunos personajes de sus cuadros, que a otros les es infiel y que una vez se enojó con «la hija mayor de la familia Sitwell».

El profesor es una figura semejante al Von Aschenbach de Muerte en Venecia, con por lo menos dos ventajas: formar parte de una película mejor y estar interpretado por Lancaster y no por Bogarde. Los dos reciben la visita del pasado, los dos sienten que ya les queda poco tiempo por vivir, los dos tomaron decisiones (en el arte, en la vida) que hoy les pesan. Por eso, una misma imagen los despide: uno en la playa, el otro en su habitación, estiran las manos hacia algo inalcanzable y un segundo después, mueren.

El Konrad de Helmut Berger, por su parte, es un Tadzio crecido y pos 68, lo que determina unas cuantas diferencias con el efebo alemán. Primero, su naturaleza como personaje: no es solo una superficie sobre la que un hombre proyecta sus anhelos sino alguien que interactúa, responde y disputa; como un hijo, que es la manera en la que firma la carta con la que se despide del profesor. Después, la caracterización: Konrad no parece salido de un cuadro de Botticelli sino de una revista porno gay. Visconti, tal vez influido por la imagen de Terence Stamp en Teorema, lo muestra como un chongo: el jean bien apretado, la camiseta blanca, el pelo rubio peinado hacia atrás. Es agresivo, dominante, ajeno a la cortesía que gobierna la conducta del profesor. Dice palabras como “rompebolas”, prende el cigarrillo con una vela, pone las piernas en el apoyabrazos del sillón y los pies en la mesa ratona, se mueve como quien conquista el espacio que recorre, y reconoce por lo tanto que no le pertenece. Es alguien de otra clase. El único personaje que está en un lugar lejano a su cuna, metido por la ventana en un mundo de ricos. Su origen social plebeyo está acompañado de una cultura que su amante y la hija y el novio de su amante no tienen. Estudió historia del arte, conoce de música, le enseñó a la joven un poema de Auden (que tiene muchas chances de ser apócrifo), tuvo participación política en las revueltas del 68 y al final denuncia un complot fascista para asesinar a doce diputados de izquierda. Como la de Von Aschenbach por Tadzio, la atracción del profesor por Konrad es ambigua: mezcla la fantasía de protección paterna y el deseo sexual.

En Venecia, Bogarde llena a su personaje de amaneramientos que no tiene en los flashbacks que lo muestran como esposo y padre. Lancaster mantiene siempre su máscara cansada y viril. Por eso es más notable la manera en la que en ocasiones mira a Konrad. Cuando lo ve por primera vez, cuando descubre en una charla que es inteligente, cuando lo encuentra en la ducha, y sobre todo esa tarde en la que el profesor y sus inquilinos pican algo en la cocina. Los jóvenes están apurados, tienen hambre y el viejo guarda en su almacén un tesoro de pan, queso, salame y vino que comparte con gusto, como viviendo por unos minutos lo que sucede en sus cuadros. Visconti planifica la escena de manera clásica. Un espacio amplio presentado con planos generales, personajes bien distribuidos y un montaje claro, sostenido todo en el raccord de miradas. Los tres planos que me interesan -uno del profesor, uno de Konrad, uno del profesor- son extremadamente simples y podrían calificarse de rutinarios si no fuera por dos cosas: porque Visconti hace que los diálogos calcen justo para que en ellos se entienda algo más que lo que dicen las palabras y por las acciones que los acompañan. Esta doble operación hace chirriar el sistema convencional y elegante (digámoslo: académico) que en principio determina y contiene los tres planos.

En el primer plano, el profesor habla sobre el mar, y justo cuando llega el contraplano de Konrad, que toma un trago de vino y mira como un Adonis desafiante lo escuchamos decir: “Jamás he comprendido cómo los artistas griegos han podido concentrarse y dar forma a tantas maravillas teniendo siempre ante los ojos…”. En el contraplano correspondiente, concluye la frase: “…un espectáculo tan fascinante como encantador”. Mientras dice esto, el profesor come pedacitos de un salame que tiene un tamaño de fantasía masculina. Apenas mira a Konrad y apenas termina su frase (con la palabra “encantador”) se le queda atrapado algo en la muela, lo que lo obliga a recorrer su boca con la lengua y estirar hacia afuera el cachete. Cuando el profesor habla de los griegos, habla de sí mismo (por eso el plano vuelve a él en el momento en que lo hace). Cuando habla del mar, habla de Konrad (cuyos ojos lo citan). Cuando se saca un resto de salame de una muela, se regodea en el deseo. Por un instante, el noble profesor se convierte en un viejo baboso, y la luz deja entrever en la escena una filigrana porno.

Los artistas griegos, el salame-falo. O en El Gatopardo: la aristocrática altivez de Lancaster, la carcajada vulgar de la Cardinale. Eso es Visconti. Un tipo difícil de domesticar. Incluso en sus obras menores. Basta pensar en lo que sucede en Muerte en Venecia, cuyo mejor momento es el show de canciones populares que termina con un músico enfáticamente grosero (groseramente grosero), de maquillaje imposible y dentadura incompleta, sacándole la lengua a toda la gente fina del hotel, y sobre todo -en tanto la historia nos permite entenderlo así- al pobre Von Aschenbach, artista falsamente apolíneo, a quien en los flashbacks vemos recibir las críticas de un discípulo por su música académica.

Las películas bienintencionadas recurren a justificaciones de tipo “estético”, psicológico o social porque son débiles o porque tienen el culo sucio. Esto no es solo una película, dicen: fíjense cómo tiene también Belleza, Complejidad y Compromiso. Manny Farber llamaba gimp a este mecanismo de legitimación, como el ingenio que usaban las mujeres victorianas para jugar al golf, y que les permitía levantar sus vestidos para dar su golpe sin dejar de cubrir sus piernas. Un pedido de respeto en los términos del respeto. O en otras palabras: un renuncio, una defección estética. Con Visconti pasa lo contrario. No es un director que busque distinción porque es justamente en el territorio de la distinción donde se mueve. Es decir, ahí donde el riesgo mayor es el academicismo, y donde no se necesita ningún gimp porque los vestidos ya vienen con un pliegue especial, conseguido gracias a años de sastrería fina. Así que, en lugar de elevar el nivel mendigando prestigio, Visconti se protegió del prestigio con un exceso estético que los años vuelven más y más notable, y que muy a menudo se alimentó de aquello de lo que huyen los cineastas con culpa, y que se encuentra (esto es lo maravilloso) disperso por todos los niveles culturales. El melodrama, la ópera, la intensidad alucinada de los personajes de Dostoievski protegieron su refinamiento de cualquier sombra académica. En algunas ocasiones (las dos horas y media demenciales de La caída de los dioses) durante todo el metraje. En otras, como esta Grupo de familia, por lo menos durante tres planos que valen la película entera.

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