1. Las películas que hizo Godard en los años 60 muestran, entre tantas otras cosas, que amaba un cine del que se sentía irremediablemente separado. En este punto, su película fundamental es El desprecio, que pone en relación a un maestro y a un discípulo manso, derrotado casi, cuyo drama no es el de la traición y el parricidio sino el de la línea de transmisión quebrada. El maestro (Fritz Lang) puede filmar La Odisea porque todavía tiene conexión con el mundo clásico. El discípulo (Michel Piccoli) se mueve entre las neurosis propias de la novela moderna de medio pelo (tal vez por eso la película adapte a Moravia), lejos de la integridad del sentido que aseguraría Homero pero también de las aventuras más arriesgadas de su crisis, se llamen Ulises o Sin aliento. Un burgués pequeño pequeño, eso es Piccoli. Un pobre tipo. Lo notable es que Godard deja unas cuantas pistas para que imaginemos que se trata de una proyección de sí mismo: los gustos cinematográficos, la crisis matrimonial que enfrenta y pretende trasladar a La Odisea (esa sería la razón por la cual Ulises demora su retorno), la Bardot con el pelo de Anna Karina. Un canto a la autodenigración: ese boludo soy.
2. Pero claro, el cine separa drásticamente lo que el argumento juega a reunir: hay demasiada imaginación, demasiado capricho, demasiadas cosas en plan de hacerse en El desprecio y en las otras películas que Godard hizo en los años 60 como para que Piccoli pueda contenerlo. De hecho, lo que para el personaje es una imposibilidad (recién al final vuelve a pensar en escribir) para Godard es una imposibilidad y un desafío permanente, que a veces adquiere un tono más bien dramático, como en esta ocasión o en Alphaville, a veces un tono más bien farsesco, como en Una mujer es una mujer, y en general una mezcla nunca equilibrada de uno y otro, lo que en parte explica el carácter inestable y resbaladizo de estas películas, que pasan de lo alto a lo bajo, de la tontería a la honda reflexión y de Bach al chiste de culos con una velocidad y un descaro aún sorprendentes.


3. Un cartel de Masculino, femenino dice: “El filósofo y el cineasta tienen en común una cierta manera de ser, una cierta mirada sobre el mundo, que es la de una generación”. Pobre destino el que semejante declaración anuncia: ser un mero fenómeno histórico, una más entre las cosas que darán testimonio de su tiempo en lugar de resistirlo o sacarlo de eje. Pero lo cierto es que Godard no se parece mucho a sus compañeros de la Nouvelle Vague y al modo de ser joven en una metrópoli de los años 60. No es que no estén las señales más obvias de esto último, para hacer cuadritos y poner en la pantalla del celular. Lo que no está es su fortaleza identitaria. Godard le debe poco al cartel de Masculino, femenino, así como le debe poco a tantos otros carteles, que lo ignoran o lo contradicen. De hecho, antes del salto a la identidad (siempre con reservas) que supuso su breve periodo como cineasta maoísta, es difícil saber qué piensa puntualmente Godard sobre los temas de los que habla en sus películas, cuáles de las cientos de declaraciones que hacen los personajes, la voz en off y los carteles pueden ser tomadas como propias, se trate de la política, de las mujeres, de la juventud, de los métodos anticonceptivos, del periodismo gráfico, de la filosofía, o merezcan el calificativo de misóginas, feministas, existencialistas, francfurtianas, antiimperialistas, homofóbicas, eurocéntricas, izquierdistas, derechistas o cínicas. El único tema que no acepta juegos de máscaras y de contradicción es el cine. Ahí las cosas son claras, como si no hubiera otra firmeza: no se pronuncian los nombres de Lang o Ray en vano, y el personaje más penoso de todos los que Godard imaginó en aquellos tiempos es sin dudas el productor americano de Jack Palance en El desprecio, apenas un comerciante.
Por todo esto, el cine de Godard en los 60 ofrece una multitud de caminos que se anuncian adecuados para recorrerlo pero que en algún momento chocan con otros que también lo son. De ahí que bien pueda afirmarse, siguiendo con la cartelería: decime cuál es tu cartel-guía y te diré qué Godard te corresponde. Uno mejor que el de la generación, uno más generoso, es este de La chinoise, célebre y desatendido: “Una película en proceso de hacerse”. Convertido (hasta donde se pueda, hasta que también él estalle) en declaración no sobre la película sino sobre la obra (con minúscula obligatoria y feliz), el cartel ofrece de Godard una comprensión opuesta a la que ofrece el de Masculino, femenino. Si este último se entrega sin pelear a las humanidades y autoriza el ingreso prepotente de los grandes fantasmones (Cine Moderno, Historia, Obra), el otro asume la contradicción, la eventualidad, el ruido y el tropiezo. Uno construye monumentos. El otro saltos, colisiones y desvíos. El modo de leer estos carteles es también un modo de relacionarse con lo que el tiempo y el persistente trabajo de las instituciones insiste en convertir en mera cultura. Quien se detiene en un lugar después de atravesar pueblos polvorientos, playas y ciudades calurosas puede bañarse y escribir: llegué a destino. O puede pegar fotos, fragmentos sonoros y ocurrencias, y si decide bañarse, bañarse luego, para que el viaje guarde su real tesoro: la contingencia feroz y luminosa de la vida. Esto último hizo Godard, aunque desde hace décadas un ejércitos de taxidermistas insista en lo contrario. Otro cartel, de Weekend: “Una película hallada en la chatarra”.


4. Así que, como El desprecio muestra inmejorablemente, el corte que Godard reconoce y en parte instituye en la historia del cine es el que le da impulso a su primera etapa, que puede verse también como un conjunto de intentos por mantenerse en contacto con aquello que quedó del otro lado. Los géneros, las estrellas, los directores de estudio, la misma idea de público: una cierta lengua común que Godard percibe en proceso de disgregación. Cuando en Sin aliento Belmondo imita a Bogart señala al mismo tiempo el vínculo y la distancia. Cuando Anna Karina llora en Vivir su vida lo hace frente a la Falconetti, que llora en La pasión de Juana de Arco, como si Godard solo fuera capaz de filmar lágrimas de segundo grado, o tuviera que inventar una historia entera para que ocurran por primera vez, que es lo que hace en Alphaville. Cuando en Pierrot el loco hay que definir el cine como “emoción”, tiene que hacerlo un cineasta americano. El tema aparece en todos los niveles, menores o mayores, por usar un lenguaje que no le queda bien a estas películas (¿cómo establecer la jerarquía si los instrumentos de medición están en crisis?). La imposibilidad de acceder a Ítaca es también la imposibilidad de entender algo más que un fragmento, del cual ni siquiera se puede evaluar su carácter más o menos representativo. .Alpha 60 dice en Alphaville algo que Godard dice en su cine (¿a alguien extraña que una idea propia aparezca en la voz del adversario?): “Una palabra aislada o el detalle de un dibujo pueden ser comprendidos, pero el sentido general se escapa”. Y es que el cine que llamamos moderno es para Godard no solo el entusiasmo infantil de la invención (ni toda esa mala literatura moral de la que estas películas irresponsables se burlan) sino también la pesadilla de desconexión de Alphaville. Por eso solo una figura ajena a ese mundo puede rescatar a la chica, y por eso la chica recién puede llorar y decir “Te amo” cuando escapa en un auto conducido por Lemmy Caution, héroe duro del serial, íntegro en el entramado textual que le da vida. Misión-clase B: salvar al cine moderno de sus propias imposibilidades (alimentándolas).

5. Pierrot el loco es una versión (sin héroe) de la narrativa negra americana, con su dinero, su individualismo, sus traiciones y sus mujeres complicadas. Peo el tiempo que pasan Belmondo y Anna Karina fuera de la sociedad puede verse también en relación con el que pasan Henry Fonda y Sylvia Sidney en You Only Live Once. En Lang ese tiempo está amenazado por la ley. En Godard por su propia duración, por el aburrimiento burgués con el que los personajes cargan y por un destino de incomprensión producido por diferencias que se presentan como irreconciliables: una es la división entre trabajo intelectual y trabajo manual; otra la división entre varón y mujer, que en la película implica una más, en parte caricaturizada: la división entre razón y sentimientos. Belmondo lee, escribe, piensa. Anna Karina pesca, da vueltas, se aburre y distrae al hombre de sus estudios, en parte porque ese hombre es otra vez un pobre tipo, y otra vez tiene bastante de Godard (la novela en plan moderno que imagina es fácilmente análoga a la propia película). En la escena del muelle, cuando intercambian preferencias, ella dice cosas concretas: “Las flores, los animales, el azul del cielo, el ruido de la música”. Él, en cambio, se enreda en abstracciones: “La ambición, la esperanza, el movimiento de las cosas, los accidentes”. Un poco antes, ella dijo: “Hay ideas en los sentimientos”, y él contestó (pobre Pierrot): “Hablemos en serio”. Si en la película de Lang la casa que pierde la pareja de fugitivos puede sublimarse en el hecho de estar juntos (“Nuestra casa es el auto, la ruta, el bosque”, dice ella en un momento genial), en la película de Godard tal sublimación es imposible porque imposible es también el vínculo de amor absoluto que une a Fonda y a Sidney, y que es propiamente la casa. A los personajes de Lang los mata la policía. Los de Godard mueren a manos del propio Pierrot, que asesina a la mujer por traidora (Anna Karina continúa a la Jean Seberg de Sin aliento) y se suicida después, sin convicción, sin pathos, envuelto en unas dinamitas de cómic.
6. De los intentos de Godard por conectar con lo que quedó del otro lado del corte, el más absurdo está en Una mujer es una mujer, que ofrece una versión del slapstick. Como los personajes no pueden tirarse tortazos hacen la guerra que pueden: se tiran títulos de libros. En esta trama, no deja de tener su emoción.

7. Lo más notable de El desprecio es lo que se desprende del vínculo Lang-Piccoli, y que se extiende al vínculo Lang-Godard no solo por el solapamiento entre director y personaje sino por la emisión televisiva El dinosaurio y el bebé, parte de la serie Cineastas de nuestro tiempo, en la que el viejo maestro y el joven y aventajado discípulo conversan acerca del cine, de los pocos directores que quedan de su gran pasado y de la relación que tienen con el público. Lang habla como quien no puede sino seguir una marcha que comenzó hace décadas. Godard como si asistiera a las últimas funciones de lo que supo ser un mundo («más acorde a nuestros deseos»), y como si aceptara que no podrá llevar la antorcha de sus mayores si no es soplándola a cada paso, boicoteando la historia más que extendiéndola, porque se sabe capaz de filmar solo después de la discontinuidad, al mismo tiempo como si todo estuviera por hacerse y como si el cine hubiese dado ya todo de sí y no quedara mas que levantar ruinas nuevas sobre las ruinas de su historia.
El dinosaurio (Lang) es el joven. El bebé (Godard), el viejo. Es lo que El desprecio sugiere, a fin de cuentas: que Godard es un renovador más bien extraño, que lo que entiende es que llegó tarde, no pronto, y que por lo tanto no es un pionero, que no puede serlo porque el tiempo de los Lang, de los Gance y de los Dreyer terminó o está terminando. De ahí que la ruptura no exprese solo la felicidad y la arrogancia inevitable de lo que empieza sino también la pena de no poder continuar. El curioso caso del vanguardista melancólico. De hecho, en medio de un cine de indudable afán renovador, Godard tira dos anclas como quien se ahorca gritando: “¡Qué bello es vivir!”. La primera, en Los carabineros, por medio de Borges, protagonista de otro cartel con su intuición acerca de las metáforas necesarias, como las que identifican la muerte y el sueño o las estrellas y los ojos, es decir, las que se reiteran desde hace siglos y se seguirán reiterando, mas allá de todos las apuestas en favor de la ruptura. La segunda, en Banda aparte, por medio de Eliot, a quien Anna Karina cita en la clase de inglés después de que la docente escriba en el pizarrón la fórmula “clásico = moderno”: “Todo lo que es nuevo se vuelve inmediatamente tradicional”.
Estas declaraciones tan modernamente antimodernas (y tan sabias, aunque para los momentos álgidos de las vanguardias suenen a astucia de conservadores) no dicen tanto lo que Godard hace como lo que le gustaría hacer. O mejor: señalan un criterio en relación con el cual también quisiera ser entendido. El desprecio es la película que concentra todo esto, que lo extrae de la libreta de apuntes y recortes (¿no es eso el cine de Godard?, ¿no es esa también su gloria?) y lo convierte en tema de reflexión. Para Lang hay Ítaca (incluso si no hay Penélope). Para Godard hay relatos de quien conoció Ítaca y la actitud admirada del que escucha sobre un lugar extraordinario que no conocerá jamás, y que ya acepta como ajeno. Tan ajeno (y tan querido) como los padres que le hablan de él. No es un tema entre otros. Tiene tanto alcance y tantas caras que arrastra también a los que venían de antes, como ocurre siempre que lo nuevo triunfa. Cuando Nicholas Ray -citado en El desprecio y en Pierrot el loco, objeto de dedicatoria junto a Fuller en Made in USA– decidió actuar como hijo de su hijo y se propuso hacer una película declaradamente moderna la llamó: No podemos volver a casa. O sea: entre Lang y Godard, yo. El que regresa siempre a Ítaca, el que nunca estuvo pero conoce sus historias, el que estuvo y perdió toda chance de volver. Los tres nos hablan ahora mismo, por fuera de los criterios lineales del tiempo y de sus astucias dialécticas, en igualdad de condiciones. Basta no hacer tanto ruido, y escuchar.
