Anticoncepción
Serge Gainsbourg filma su chanson más caliente como si fuera un blues de París, Texas. Je t´aime moi non plus (1976) es basural melancólico, road movie rayada, pornopop de Genet. Dos camioneros putos, Depardieu a caballo, un viejo pedorro. Corazones solitarios y culos rotos. El de Birkin, infinitamente abierto en un grito de placer y dolor. Moteles de mala muerte ferrerianos, striptises grotescos y la belleza exiliada de una estación de servicio para nadie. Su poesía es la de pensar en todas las conchas que se apoyaron sobre un bidet desahuciado, una lluvia dorada de tallarines como devolución amorosa de un amante despechado, la cara lívida de una mujer en una bolsa de plástico, las argollas desgarradas de una cortina de baño, dos amantes que se bañan desnudos con su perro en una cantera inundada, un careta colgando del extremo superior de un volquete, una mina cagando a metros de un Bedford (¿o de un Deutz? ¡Mon dieu las vértebras flexibles de Birkin, sublime esqueleto arqueado, huesito dulce de roer!). Je t´aime moi non plus es una sucesión de petits morts: la menos física es la que más duele. Johnny (Birkin) es una chica y Joe Dallessandro, la mierda (Krassy) que se encajeta al verla de espaldas, el culo prieto y sin tetas. Ella se enamora en cuanto ve su sonrisa de McGregor en camiseta reflejada en el espejo de un bar. El tercero celoso padecerá su desplazamiento hasta el delirio y el crimen. Depardieu es un jinete ubicuo que se niega a consolarlo para no acabar otra vez en la cárcel: la tiene tan grande que rompe todo lo que cabecea. Gainsbourg hizo una película parada (alto en el camino, derrape en la banquina, lomo de burro de envergadura) como pocas. Otra que cinturón ecológico de castidad.
Nacimiento
Nueve meses (Mészáros, 1976) es una fragua. Empieza con imágenes de una siderúrgica y termina con otra del más alto horno conocido por la humanidad. La URSS y el cine de los países bajo su dominio han legado la más grandiosa combinación de industria pesada y lirismo (Cimino se la apropia en los setenta). Mészáros es húngara y Nueve meses no asume punto de vista oficial alguno, las relaciones entre hombres y mujeres que la prohíjan distan de ser permanentes o seguras y así conciben aleaciones alucinantes. El fondo llameante inicial que ilumina la cara del capataz nos predispone a pensar en el héroe soviético clásico. Pero Mészáros hace la gran Damiani en La esposa más bella, cuyos iniciales entornos sicilianos y códigos gangsteriles se ven subvertidos por la aparición de mujeres que toman el volante de ambas películas después de haber sido seducidas. Gracias a la ciencia-ficción del cine que honra el registro en crudo pero no lo supone garantía de nada moralmente superior, Nueve meses nos teletransporta al inconsciente de una época. Buena parte de la puesta en escena de Mészáros consiste en mínimas modulaciones del primer plano, a menudo compartido, a través de la dirección de miradas y el foco. Cercanías amorosas -vale decir dolorosas- de los cuerpos. No hay representación eficaz del cariño sin una medida aunque más no sea mínima de aspereza o de fricción: distancia inexorable entre el sujeto y la sociedad tanto como expresión de la de uno consigo mismo. La intimidad -que es uno de los nombres de lo sagrado- suele ser terreno minado. Acaso porque la protagonista de Adopción (Mészáros, 1975) quiere tener un hijo a los 42 años se me ocurre pensar en esos explosivos que detonan varias décadas después del fin de una guerra. ¿Qué hace que los gestos se vuelvan tan significativamente considerados, como todo lo cotidiano o doméstico, en esta película? Una especie de focalización sonora que elimina la aleatoriedad del sonido ambiente, ya sea porque el mundo era más silencioso o por ausencia de sonido directo, lo que le da al campo sonoro una dimensión ceremonial -a falta de mejor palabra- indirecta que no implica exclusivamente gravedad: ya desde los títulos Mészáros rockea la revolución (bolchevique o feminista).
Desgracia
El primero de los dos largos dirigidos por Nino Manfredi desorienta de tal modo que, como espectadores con las expectativas propias de quien se pone a ver una película protagonizada por él, experimentamos lo mismo que su protagonista ante la vida. El relato se despliega sobre una situación límite e inestable: la operación quirúrgica que trata de salvarle la vida al hombre con traumatismo craneal y pélvico que acaba de llegar a un sanatorio. Todos los flashbacks de la película, entonces, serán un método de conocimiento pero sobre todo una extensión de ese punto de partida inicial entre la vida y la muerte, tensando aún más la identificación tópica de ese movimiento llamado “comedia a la italiana” con el primero de los términos, entendido como género ligero que acumula gags con la intención de divertir. Incluso la dimensión de crítica social que se le reconoce ampliamente con justicia y que acá tampoco está ausente deja paso a una mayor. Ver en Por gracia recibida (Manfredi, 1971) una denuncia de la alienación religiosa, católica para el caso, sería ver poco y mal, reducir su planteo existencial, tan desesperado como los morales y metafísicos de Kierkegaard y Nietzche, a pragmatismo de autoayuda y sociología progresista. La media hora que Manfredi tarda en aparecer como actor es suficiente prueba de audacia estructural, tanto como el de un gag en que el remate se boicotea a sí mismo con su torsión –merced a la puesta de cámara, que nos identifica repentinamente con uno de los personajes, rompiendo la distancia cómica de la escena- hacia el más terrible realismo dramático. Sucederá más de una vez y de diversos modos a partir de esa escena que pende como amenaza latente de quiebre durante todo el metraje hasta un zoom final que anticipa el horror de El inquilino aunque sus códigos nunca sean netamente terroríficos como los de Polanski. Alguna vez Cortázar –en Imagen de John Keats o vaya a saber dónde- dijo algo así como que el siglo –y eso fue en el XX- temía a Kierkegaard. Bien hará el espectador en temerle a la película de Manfredi con el temor sagrado que nuestro siglo supone superado, siempre y cuando no vea en ella sólo una película de tesis liberal. Como en La hora de (la) religión de Bellocchio el cine, que es vértigo o no será nada, marea toda tesitura, en tanto que titánico trayecto pautado, y lo arroja al Maelström donde naufraga toda suficiente seguridad. Cuando más allá es más adentro no hay bote salvavidas que alcance y que no haga agua. A Manfredi le basta con el sentido que el sistema dominante de entonces no neutralizaba –la falla del sistema en Embriagado de amor, pero sin comedia romántica posible- para detectar lo que huele mal. Ferreri dijo que había que hacer y ver películas con la barriga. Nino propuso criticarlas con la nariz.
Muerte
El rayo verde que aparece al final de la película de Roihmer no sólo es un milagro sino uno compartido. Hombre y mujer coinciden en la visión, no importa si se trata de un fenómeno físico o de una alucinación. Lo terrible del final de Il male oscuro (Monicelli, 1990) no es que el protagonista vea en la más completa soledad aquello que quiere ver sino que durante un instante crea verlo acompañado de su mujer y de su hija. Lo visto, por otra parte, está siempre a la vista de todos y al protagonista no lo libera ni lo enciende de asombro. Ya lejos de su tiempo de gloria, que duró más de dos décadas largas, Monicelli filma una neurosis trágica largamente disimulada por el humor, por Giancarlo Giannini -guionista hipocondríaco de una industria cinematográfica en decadencia (si pensamos en Moretti, la farsa freudiana une a padres e hijos del cine italiano agonizante) que jamás habrá de escribir la novela proyectada desde su juventud- y por la carne fresca de Emanuelle Seigner. Nada de caligrafía psicoanalítica ni de ironías aptas para la burguesía intelectual neoyorquina. Frente a las costas de Sicilia colapsa todo simulacro cultural y hasta la mirada del protagonista, que nunca pisa la isla en toda la película pero termina hipnotizado por ella. Que no aparezca un solo cura, siquiera para que Monicelli lo corra por una izquierda igualmente desaparecida, puede ser parte del problema, por mucho que el psicoanalista sea un padre. Si el mal es incurable en este mundo, que en el de esta película ya sin utopía es el único, todo rayo verde brilla por su ausencia. Il male oscuro es una del Bergman nihilista treinta años después y meditarránea, con pesadillas que se parecen a bromas literalmente pesadas del inconsciente y con el más agudo dolor existencial de barriga. El estrecho de Mesina es más que un accidente geográfico: allí está la brecha cultural entre el padre carabinero que se hace comerciante para que el hijo pueda estudiar y la actualidad de éste, frustrado intelectual y emocionalmente para siempre. La esterilidad de su situación, que trucos dignos de Méliès no mitigan, queda expuesta en un diálogo brutal -además de funcional al desarrollo de la escena- entre el protagonista y su ex esposa y su hija cuando se le aparecen en el promontorio al que se ha retirado como el caminante entre las nubes de Friedrich. «No me gusta estar con gente», afirma cuando ellas se compadecen de su soledad. «Entonces tampoco te gusta estar con nosotras», le reclaman, a lo que él retruca: «Ustedes son parte de mí». Cul de sac.
Resurrección
Alas (Shepitko, 1966) permanece eternamente suspendida en las epifanías vitales de su protagonista. Yuliya fue piloto condecorado en la Gran Guerra Patria, dirige una escuela en la URSS del deshielo, tiene una hija casada y moderna que la subestima, ama irremediablemente a un piloto muerto, es tan tierna como tristemente pretendida por un funcionario del museo donde ella figura como una reliquia más para los pibes en gira colegial, todo su cuerpo delata raíces campesinas que hasta en los sesenta soviéticos la hacen sentir fuera de lugar y pasada de moda, ya no vuela, camina por la ciudad repentinamente asolada por un chubasco extemporáneo. En el acto inicial expulsa a un pibe que le pega un sopapo a la chica que le gusta y después se pasa media película buscándolo. Nadie olvida su pasado de gloria, pero el presente no tiene la autonomía de vuelo de su memoria. Yuliya planea entre el cielo y un hangar que a esta altura de su vida se parece cada vez más a un mausoleo. Shepitko hace loops con el alma de esa mujer y no precisa ni la duración ni el via crucis de su posterior Ascensión para filmar lo sagrado. Lo hace cuando recupera la sonrisa piloteando nuevamente un caza, cuando lava en el chorro de una canilla las frutas que acaba de comprar y que desatan un viaje en el tiempo, cuando baila con la dueña del bar después de haberse tomado unas cervezas juntas mientras un puñado de hombres –¿el pueblo otrora victorioso naufragado en el deshielo?- la mira con la ñata contra el vidrio, como se mira la alegría escasa.