A las nueve y media de la noche cortaron la luz. Son las cuatro y todavía no volvió. A medianoche, después de una botella de tinto compartida con mi viejo en su casa, volví a la mía y me dormí. Había ido a buscar velas. Mi vieja estaba preparando un guiso de mondongo. Hablamos del corte, de una película con Capusotto, de hierbas medicinales, de Sinatra y de mi abuelo José, que cumplió la mayoría de edad -22 años por entonces- y se fue a vivir solo el día después de la muerte de Gardel. Anoche encontré una sola referencia al tango en los cuentos completos de Manauta. Me desperté un poco embotado, como siempre que me duermo por efecto del alcohol y contrarío mis horarios habituales. Junto a las esquinas del libro de asientos contables recogido hace varios años en las calles de Belgrano en el que escribo hay dos velas. Una está adentro de una copa rota que aún no tiré a la basura por falta de papel o de cartón para envolverla. La otra, en un vaso para sahumerios decorado con flores que transparentan el interior del recipiente parcialmente oculto por tres bandas de colores: violeta, azul y verde. Más allá el tabaco, la pipa, el cenicero, tres cupones con descuentos, un ticket de supermercado, el celular ya sin carga que me impide saber la hora exacta y contactarme con el exterior, una botellita de alcohol en gel pringoso que me regalaron y no uso, el gorro de lana que compré para mi luna de miel en Bariloche, siete años antes de mi divorcio, un líquido limpiavidrios que uso para los vinilos que están extremadamente sucios, una libreta artesanal rosa con la cara de Favio dibujada en la tapa y unas cuantas hojas con apuntes esparcidas sobre la mesa. Todo indica que el amanecer me encontrará despierto, semanas después de dormir entre las ocho de la mañana y las cuatro de la tarde. La estufa de tiro balanceado mantiene cálido el ambiente. Los días más fríos no se sienten adentro de la casa. Temía lo contrario antes de mudarme. Los únicos sonidos que llegan desde afuera son los de los autos que pasan por Ruta 9. Previamente oí el ruido del tren[1], cuando estaba en la cama, lo que me permitió deducir que debían ser no mucho más de la 1. De vez en cuando algún perro se desvela. Fifi, por ahora, no me acompaña. Prefirió quedarse en la cama, junto a la almohada. No es una gata cinéfila, pero anoche le prestó atención a una escena de Primavera tardía. Durante un lapso inusualmente largo de entre dos y tres minutos no apartó la vista de la pantalla. Como estaba de espaldas, tuvo que dar vuelta la cabeza y mantenerla todo el tiempo en esa posición desde la que difícilmente viera mucho, por lo que deduzco que fue la banda sonora lo que le atrajo. La protagonista de la película y su padre asistían a una representación de teatro Noh. El recitado y la percusión rituales organizan y dominan la secuencia a la que Fifi atendió como en trance. Antes de que terminara, se alzó sobre sus patas delanteras y comenzó a lamerse uno de los flancos.
La vela se ha puesto a titilar. En cualquier momento voy a llenar la pava con agua y ponerla a calentar. ¿Me decidiré a ir hasta la panadería para acompañar los mates con facturas o, mejor pero más lejos, hasta el puente del ramal donde venden tortillas con chicharrón junto a las paradas de los colectivos? La pipa que estoy usando tiene aproximadamente cuarenta años. Me la regaló un amigo justo antes de que me mudara. Era de su padre, ya fallecido, que la usó apenas una o dos veces. Se la ve impecable. Hace no más de una semana se rompió la de marihuana que compré cuando decretaron la primera cuarentena. Fue la única que pude conseguir en el barrio. Las clases se habían suspendido y no podía seguir pagando los habanos. Esta pipa es marrón y tiene la boquilla negra. Recién se obstruyó por primera vez y ofreció resistencia cuando intenté destaparla. Lo conseguí con ayuda de unos accesorios también suministrados por su antiguo dueño: una cerda trenzada que combina flexibilidad y rigidez gracias al fino alambre que le sirve de esqueleto y unos trocitos de sorbetes cuidadosamente cortados. La otra pipa que me regaló, cuya boquilla también es negra, tiene la boca de color caoba intenso. El humo que exhalo acaricia las llamas de las velas que lo iluminan. Ambas están a punto de consumirse. Se acerca la hora (¿cinco, cinco y media?) de reemplazarlas. Hace un par de días que no salgo a regar la planta de morrones que crece en el lote contiguo. El tabaco me está dando hambre. Ya reemplacé la vela que está a mi derecha. Un perro empezó a ladrar. ¿Habrá pasado alguien por la calle rumbo al trabajo? Mientras estuve en lo de mis viejos, justo después del apagón y antes de dormirme, recordé por qué me gustaban tanto los cortes de luz cuando era chico: los dos interrumpían sus labores y entonces la existencia volvía momentáneamente a concentrarse en nosotros mismos. Se parecía al tiempo que pasábamos con mis abuelos en Polvaredas, sin energía eléctrica mucho más a menudo que nosotros. Sol de noche de la reminiscencia, fogoncito prenatal.
Inauguro una nueva página impar del libro de actas contable y el bolígrafo se desliza sobre el papel. Mi único temor es el de quedarme sin tinta. La vela que está a mi izquierda parpadea más intensamente que la otra, cuya llama se mantiene estable. ¿Una corriente de aire aislada que amenaza solamente a una de las velas, separada de la otra por menos de treinta centímetros, o la inminencia de su final? La cera consumida se acumula en el fondo cóncavo de la copa, rajada con forma de herradura en uno de los lados superiores. Cada vez que se cortaba la luz cuando era chico, leer era más placentero que nunca. El color de la llama de una vela se parece al de las páginas, porosas y ásperas, de los libros usados. Ocre el color de la lectura, lejos de la blancura intacta del libro recién publicado y de la nitidez insana de la pantalla digital. Que se acabaran los fósforos antes de que claree sería tan catastrófico como quedarme sin birome, ahora que la escritura ha querido objetivarse sin más pretensiones. La sirena de un patrullero se deja oír a lo lejos. El sonido de los neumáticos sobre el asfalto es semejante al de la lluvia, ausente a esta cita no sé si desvelada, amanecida o limpiamente matutina. Hace un rato la luna era un tajo de claridad en el dormitorio, entre uno de los bordes de la ventana y la cortina apenas corrida para la desconcentración del humo. La luz se cortó mientras estaba dando una clase por zoom, lo que me permite fumar además de beber.
Como pasa siempre que atardece o amanece, el frío se intensifica. Asciende desde las plantas de los pies, que agradecen el calor de los amargos aún más que la garganta. La vela que está a mi izquierda ya se consumió y la bocina del tren, distante a unas quince cuadras de mi casa hacia el noreste, solicita el reemplazo. Voy a ponerme un par de medias sobre los zoquetes para sentir algo de calor arriba de los tobillos. Si regularizo mi sueño al menos durante algunos días gracias a estas cuatro horas que dormí a contratiempo, el domingo voy a salir a buscar discos. Ni bien abran los negocios compraré un par de quilos de «Nobleza gaucha». La semana pasada me enteré de que su nombre se debe al éxito de la película de 1917. Un estornudo me revela que Fifi estuvo todo el tiempo conmigo, recostada sobre la silla que está a mi derecha, oculta por la mesa y las sombras.
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¿En qué momento dejamos de escuchar el ruido que emite el motor de la heladera? ¿Cuándo recuperamos la conciencia del ronroneo de una gata? Vaya a saber uno si verdaderamente importa algo fuera de ese súbito pasaje sonoro. Para mi sorpresa, después del claro frío de ayer ha llovido durante toda la noche y buena parte del día.
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Cuando me desperté a las diez y media de la mañana y quise encender la computadora me di cuenta de que habían cortado de nuevo la luz, menos de una semana después del corte anterior. Calculo que debe ser cerca de la una de la tarde. Intenté vacunarme en Maschwitz, aprovechando la campaña del 9 y 10 de julio, pero todavía no hice el cambio de domicilio. El sábado es fresco y espléndido, después del veraniego calor de ayer. La batería del celular está completamente descargada y no llegué a consultar mis mails. Mientras almorzaba me puse a leer las notas de una edición en vinilo que conmemoraba los cuarenta y cinco años de la orquesta de Pugliese y de repente empecé a escuchar el sordo señorío de un tango abriéndose paso entre corrientes de aire y casas varias. Una radio vieja, seguramente a pilas, lo propagaba. Nuevamente el corte de luz es un viaje irredento a la evocación, sirena feroz, tierna medusa, dulce Gorgona.
Un salero transparente con tapa amarilla permanece sobre la mesa. A su lado, una Bols de medio litro casi vacía. Dos cajas de fósforos Ranchera acentúan el tradicionalismo de la casual instalación. En el portavelas redondo descansan los restos que sobrevivieron al corte anterior, nocturno y redundante. Una mosca diminuta, ni mosquito común ni mosquito mariposa, se confunde con los filamentos de ceniza no del todo consumida que suben desde la pipa. Los mates matutinos fueron pocos, entibiados por la sorpresa de la desconexión virtual y desplazados de la centralidad sensitiva por la decisión de vacunarme. Tampoco el almuerzo fue una experiencia en sí misma, como me pasa siempre que no cocino. Hace cosa de una hora vi pasar a las inquilinas de la casa del fondo. Esta noche planean celebrarle el cumpleaños a la hija de una de ellas pero el corte amenaza estropear el festejo. Una de las chicas, que llevaba la torta en sus manos a la ida, acaba de volver sola. Otra heladera resguardará su forma hasta la hora de la celebración, dondequiera que ocurra.
Un cantor que no alcanzo a identificar, acompañado de una guitarra, acaricia El día que me quieras mientras el coro de perros de la cuadra le hace la segunda voz a la radio. A lo lejos, tiemblan las ramas podadas de un árbol. Un batir de manos, porque acá son muchas las casas que no tienen timbre, añade su percusión al tango. Entregan empanadas en la casa de al lado, donde una mujer con el pelo completamente encanecido sale todos los días a caminar por el jardín con ayuda de un andador. Sigo fumando para que el aire circule por los intestinos, pero en el baño no me espera un libro que prolongue el estímulo. Ya se acabaron los cuentos de Manauta y el de teoría cinematográfica que está apoyado sobre la mochila del inodoro. Aunque inusualmente ameno, no emparda a la ficción ni a la poesía. Si hasta el ensayo de Stendhal sobre el amor fue incapaz de ocupar el trono durante algo más que un par de días. Tengo que encontrar en mi biblioteca algo que preferiblemente no sea traducción. Incluso en el caso de que lo consiga, no hay luz en el baño, que tampoco tiene ventanas ni tragaluz, lo que es aún más grave que una obstrucción intestinal.
Los vecinos de han reunido en el jardín delantero de la casa alrededor de una mesa cubierta por una señal de tránsito: 40 kilómetros de máxima velocidad. Los morrones crecen alentados por el agua con que los riego diariamente. Hormigas avanzan en doble mano por la autopista que trazaron delante de la verja de mi casa. Fifi duerme sobre la silla que está a mi derecha. Escribo sentado a la cabecera de una mesa innecesariamente grande. Dentro de una hora la selección juega la final contra Brasil y la luz todavía no volvió.
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Somos campeones otra vez. Las trompetas, saxos y batería de los hermanos Brecker suenan a todo volumen. Los Bee Gees ya brillaron en el tocadiscos tanto como el sol de este domingo posterior al corte. Messi todavía está en el aire, tocado por el Diego. Una sombra acaba de pasar a mis espaldas, del otro lado de la ventana (¿algún querido fantasma de Lewton, de Harvey, de Kiyoshi, de Petzold?). Salgo y no hay nada más que luz, nadie llama. Los morrones ya tienen agua, doran al sol su verdor evidente y su rojizo potencial. Julio quiere ser Octubre. En el baño me aguarda La octava maravilla de Vlady Kociancich: “He pensado mucho sobre el amor –qué otra cosa, cuando uno está demasiado solo y sin amores- y la única conclusión expresable a la que llego es compararlo con la calle Pernambuco en Villa del Parque, en el estado en que se hallaba antes del asfalto, un lujo de mi infancia que yo recorría en bicicleta.”
[1] Hace más de diez años, en otra casa de este mismo terreno y a propósito de otra gata escribí: “Ya son las dos de la mañana. El último tren acaba de pasar a tres o cuatro kilómetros de mis oídos y de mis anginas. A la gata no parece importarle. Ovillada sobre sí misma, ignora todo lo que no sea apetito, sed, temperatura. Cuando apague la estufa comenzará su lento, cauteloso traslado desde los pies de la cama hasta el borde de mi cuerpo, que para ella no más que otra fuente de calor. Mientras tanto imagino una sucesión efímera de marcos amarillos sobre fondo negro. No otra cosa es para mí ese tren que acaba de pasar por andenes dormidos.”