Sam Peckinpah: diez disparos, por José Miccio

1. Archivado en esa memoria espuria en la que se convirtió el autorismo bajo etiquetas fáciles como “Western crepuscular” o “Violencia y ralenti en abundancia”, a las que con suerte se suma alguna otra igual de muda y cierta como “Pobres tipos y masculinidad”, Sam Peckinpah construyó en los veinte años en los que se dedicó al cine, y entre tropiezos de todo tipo, un admirable álbum de películas-baladas en honor de los perdedores, de aquellos a los que el poder señala como prescindibles y de los ídolos de escala chica en sus esfuerzos últimos. Una verdadera poética de los que quedan en el camino. Un romanticismo de la derrota y la retirada. En Junior Bonner el padre le dice a Steve McQueen: “Si este mundo es para los ganadores, ¿para los perdedores qué queda?”. Y McQueen contesta: “Bueno, alguien tiene que sujetar los caballos”. Pero claro, también podría haber dicho: “El cine del que participamos ahora mismo. El cine de Peckinpah”.

2. Peckinpah filmó siempre la misma historia sin que sus personajes se convirtieran nunca en ejemplos o en tipos porque entendía que los triunfos pueden seguir ciertos patrones pero las derrotas y las retiradas son siempre singulares. Militares o ladrones, pioneros u hombres del rodeo, camioneros o sicarios: ahí donde se dibuja una transición, ahí donde se nota el desajuste entre un hombre (viejo, adulto, joven: lo que cuenta es si tiene experiencia) y el tiempo nuevo, ahí donde ya se lee lo irremediable hay un tipo al que Peckinpah le dedica una película. Es así casi desde el principio, porque si bien su debut, The Deadly Companions (1961), no tiene todavía su impronta, su segunda película, Ride the High Country (1962), la tiene ya en su máxima expresión. Basta ver el comienzo. Un hombre viejo llega a un pueblo en el que parece que los habitantes lo reciben como a alguien famoso. Se sorprende, y devuelve los saludos con gestos menores que dejan entrever también orgullo. Pero en realidad nadie sabe quién es, y a nadie le importa su llegada: lo que quieren es que se corra porque justo por donde él avanza lentamente pasará en un instante la carrera en la que un camello compite contra unos caballos. Es uno de los comienzos más precisos de Peckinpah. A esto conduce la victoria sobre los indígenas y el territorio. Para diversiones como esta corrió tanta sangre. Esta farsa es lo que algunos llaman progreso.

Esos algunos son los ganadores de la Historia. Los que se quedaron con la tierra, los que pusieron su nombre a los bancos, los dueños del ferrocarril. En resumen: los que capitalizan la violencia que condenan en su vida respetable. ¿Qué lugar tienen dos hombres antiguos como los que interpretan Joel McCrea y Randolph Scott en un mundo por el que ya pasan autos y en el que se puede tener paciencia con una mina de oro que rinde lento, si total el dominio del Oeste es irreversible? Ninguno, claro. El tipo del banco lo dice enseguida: “La época de los buscadores de oro pasó, los días del hombre de negocios han llegado”. Es lo mismo que sucede en Junior Bonner (1972), aunque en otras circunstancias. Steve McQueen es un héroe del rodeo golpeado, dos veces campeón en su pueblo, con poco futuro. Su personaje se define en relación con otros dos, que apuestan por una vida distinta: su padre, que todavía quiere vivir según los viejos códigos y proyecta ir a buscar oro a Australia, y su hermano, que quiere hacer negocios vendiendo tierra para casas de fabricación veloz. Todo Peckinpah está en este reparto de caracteres: el pasado, la retirada, el futuro horrible de los asientos contables.

Esta es la doble temporalidad de Peckinpah: la historia de Ride the High Country es la del pionero que en el último y excepcional plano muere ante nosotros, casi abandonando el cuadro; la de Junior Bonner, la del hombre que ya en una época sin pioneros se hace de fama en un espectáculo que los invoca (el rodeo se llama “Los tiempos de la frontera”) y en el que sus participantes pagan un tributo de legitimidad poniendo el cuerpo: montan toros bravos, capturan ganado en segundos, cargan con una historia de golpes y caídas. McCrea y Randolph Scott ofrecen a Ride the High Country su propia condición de estrellas de un tiempo que se va. En Junior Bonner McQueen asume ese tiempo como representación, y por eso su figura expresa la de Peckinpah, que trata de mantenerse digno en un mundo que ya pertenece a los especuladores, sean estos empresarios, mafiosos o productores de Hollywood.

3. Hay un argumento clásico para contar cómo un tiempo histórico triunfante somete a quienes supieron destacarse en el tiempo histórico anterior: hacer que un personaje o un grupo de personajes enfrenten un problema nuevo con códigos que conocen bien pero que están ahora en retirada. El resultado es siempre el mismo porque toda historia de este tipo es una despedida. Pero sus formas son dos: o bien una victoria que cuesta demasiado cara y que se entiende como última, o bien una derrota definitiva. Dos modos de clausurar un tiempo que, a partir de entonces, queda instituido como pasado.

Un desarrollo para este argumento: el enfrentamiento (o el contraste, si se quiere, para los casos menos belicosos) entre dos personajes, uno situado a cada lado del umbral histórico que los pone en relación y los separa. Es lo que sucede en Targets, en Últimos días de la víctima, en Taza, Son of Cochise, en Enemigos públicos, en El Gatopardo, en El desprecio y por supuesto en unas cuantas películas de Ford y de Ozu. Peckinpah conocía bien esta matriz narrativa, algo lógico ya que estaba obsesionado con los periodos de transición y con lo que implican para quienes asumen determinados roles en el movimiento de la historia. Una clave de su cine es que el personaje que trabaja a favor de los tiempos nacientes no pertenece a ellos sino a los que están en vías de desaparición. Esto dibuja dos figuras: si asume que sus códigos ya no pueden ser defendidos, la retirada; si asume que debe defender los códigos nuevos contra quienes fueron sus compañeros y continúan aferrados a los antiguos, la traición. Las dos películas fundamentales en este punto son Major Dundee (1964) y Pat Garret y Billy the Kid (1973). Ambas tratan del enfrentamiento entre dos hombres que en el pasado fueron amigos y ambas le otorgan a ese enfrentamiento alcances históricos. En Major Dundee todo sucede entre el antes y el después de la Guerra Civil. En Pat Garret y Billy the Kid, entre el antes y el después del tiempo de los forajidos, los vagabundos y demás personajes fuera de la ley, inaceptables para la nueva racionalidad económica. La resolución de las películas respeta lo que quedó establecido como Historia. En un caso, sobrevive el hombre del Norte y muere el del Sur. En el otro, sobrevive el sheriff y muere el bandido. Pero claro, esto en los papeles. En la mera contabilidad de los hechos narrados. Porque el cine es un dios de voces múltiples, y las vidas que ofrece o quita tienen otras carnaduras.

Peckinpah subordina la historia a la balada y a la leyenda. La historia es el marco: un conjunto de elementos fáciles de reconocer, ya ordenados, portadores de un sentido básico y maleable. La balada y la leyenda son el corazón mismo de las películas. De ahí que Peckinpah les dé a los perdedores un triunfo dramático y a sus adversarios un porvenir que se adivina melancólico. En Major Dundee el confederado muere peleando como un héroe y un suicida contra los franceses en México y el triunfador regresa a Estados Unidos solo, sin la mujer con la que podría haber tenido una vida por fuera de las armas. A pesar de su rango y carácter, que le dan autoridad, lo que dice de otros lo dice también de sí mismo: “La verdad es que (la guerra) es fácil. Olvidás tus problemas, tus responsabilidades, dejás que alguien te alimente y te diga qué tenés que hacer”. Por eso, cuando más adelante le sugiere a la mujer la posibilidad de un futuro compartido, ya que “la guerra no será eterna”, la mujer lo mira con tristeza y lástima y le contesta: “Para vos, sí”. Aún más complejo y hermoso es el final de Pat Garret y Billy the Kid. El bandido muere sin hacer ni un ademán de defenderse, como entregándose a una ceremonia histórica, con el revolver en la mano derecha, un churrasco en la izquierda y un balazo en el cuello del que apenas sale sangre, lo que distingue su muerte de las otras muertes de la película, bañadas todas de abundante rojo. Si hasta sonríe, tal vez porque intuye el destino que le guarda la balada. Después de matarlo, de disparar contra su propia imagen en el espejo (que le devuelve su elección y su mancha) y de velarlo solo, el sheriff se retira al amanecer, victorioso y hundido. Dos cosas señalan la diferencia ente la que será su memoria oral y la que será la memoria oral de Billy: un niño le tira piedras y una canción de Bob Dylan deja escuchar versos como: ”Billy, they don’t like you to be so free”.

Así, en la memoria popular el perdedor encuentra un triunfo y el triunfador una derrota. Es, podría decirse, un proceder revisionista: la inversión de los roles decididos por el relato oficial de los hechos. Pero para que esto sea posible en los términos de Peckinpah -para que la retirada y la traición no sean meras faltas- es fundamental que los personajes enfrentados se sitúen en una relativa igualdad de condiciones, y sobre todo que tengan cierta dignidad, que no estén solo manchados. El sureño de Major Dundee no es un sucio racista como alguno de sus compañeros, y en varios diálogos es capaz de oponer razones de enorme vigor dramático a las razones de su amigo-enemigo, que no puede esgrimir solo motivos nobles para justificar su papel en la historia, y cuya obsesión por ir tras el apache Sierra Charriba recuerda más de una vez la obsesión de Ahab por Moby Dick. Por su parte, el sheriff de Pat Garret y Billy the Kid no es un mero chupamedias de los terratenientes que le pagan por cazar a Billy, ante quienes se sienta sin rendirles pleitesía y les dice que hasta que cumpla con su trabajo se metan la plata en el culo. Es ante su conciencia y sus más cercanos que Garret debe comparecer (su esposa se avergüenza de él, no deja que la toque, le dice que está muerto por dentro). Y es el relato oral el que lo juzga, no los historiadores, a quienes Peckinpah debía considerar no tan distintos de los pulcros jefes de oficina.

4. Los protagonistas de Peckinpah ocupan siempre posiciones intermedias, lo que les permite distinguirse tanto de los poderosos como de los rastreros, porque incluso en la traición son más que mero cálculo y rapiña. Tienen un drama, un conflicto interior, una tensión entre fidelidad y conveniencia: todas cosas que los demás no conocen. Es el caso de James Coburn en Pat Garret y Billy the Kid, de Robert Duvall en The Killer Elite (1975) y de Robert Ryan en La pandilla salvaje (1969): tres tipos que se enfrentan a quienes fueron sus compañeros, por diferentes razones, y que merecen un tratamiento dramático diferencial. O en menos palabras: merecen una conciencia. La que lleva a Duvall a disparar contra el codo y la rodilla de su compañero en lugar de a matarlo. La que pesa sobre Coburn desde que decidió hacerse sheriff («Este país está envejeciendo y yo quiero envejecer con él») y sobre todo desde la mañana en la que abandona entre piedrazos el pueblo en el que mata a Billy. La que Ryan carga durante toda la película porque elige perseguir a sus viejos compañeros a cambio de no volver a la cárcel.

A un lado de los antihéroes y de sus antagonistas están los hombres del poder: los dueños de las grandes granjas, los banqueros, los capos del ferrocarril. En resumen: los principales beneficiarios del capitalismo estadounidense. Una colección de canallas como hay pocas en el cine. Del otro lado, también indignos pero inclinados a ciertas costumbres arcaicas, no al progreso, están los carroñeros: la comunidad grotesca formada alrededor de la mina en Ride the High Country y la banda de forajidos sin leyenda que corre a saquear a los muertos de La pandilla salvaje y que intenta cortarle el dedo a Billy en Pat Garrett y Billy the Kid, sin que el sheriff lo permita. Peckinpah mira a estos últimos sin tanta furia como a los primeros porque su barbarie le resulta evidentemente menos hipócrita que la civilización que los otros dicen expresar, y a la que las películas presentan como rapiña organizada. La miseria de los rastreros es la brutalidad, la obediencia sin conflicto y cierto carácter perruno e infiel, que los hace actuar en función de las recompensas que les da el amo que en cada ocasión les toque. La miseria de los poderosos es infinitamente mayor porque cada acción que ejecutan está en función de un cálculo. En la zona que le importa a Peckinpah pesa la moral manchada de su cine, que gira alrededor del cumplimiento o el incumplimiento de lo que dice William Holden en un momento genial de La pandilla salvaje: “Cuando estás con alguien, te quedás con él. Si no, sos un animal”.

5. Cada vez que Peckinpah fustiga a un banquero, a un industrial o a un delincuente de alta gama, de algún modo se venga de los productores de sus películas, que más de una vez las masacraron. “Vos hacés el trabajo, yo dirijo el show”, le dice Ben Johnson al ladrón que interpreta Steve McQueen en La fuga (1972), para que quede claro quién manda. Peckinpah mira desde el punto de vista de este último porque ahí está su hombre en retirada (en la más plena de las retiradas que filmó nunca) pero también porque el otro ocupa una posición jerárquica en el engranaje del poder. Johnson es uno de esos tipos con llegada a las altas esferas: se viste bien, come en buenos restaurantes, tiene una oficina lujosa y hasta puede pasar por alguien respetable. Dicho de otro modo: es uno de esos tipos a los que Peckinpah detesta. Es fácil reconocerlos. Son los que se mueven en el lujo y la elegancia y no tienen ninguna pasión que los arrastre, por más baja que sea. Se trata de una desconfianza radical: hay algo podrido en los eufemismos, en la vajilla abundante, en los modales difíciles de aprender. Cierta sobrecarga de cultura (de cultura respetable, quiero decir: de distinción, de fineza) expresa en Peckinpah un doblez: no hay que confiar nunca en alguien que tiene la camisa demasiado bien planchada y muestra en su oficina muebles y lámparas de diseño. Vale incluso para la guerra, tal como lo deja en claro un diálogo de Major Dundee. Dice el rastreador, sobre la crueldad del ejército francés en México: “Los apaches son misioneros al lado de estos chicos con sombreros bonitos”. Y el sureño completa: “Nunca subestimes el valor de la educación europea”. En este punto, las escenas más furiosas del cine de Peckinpah están en Traigan la cabeza de Alfredo García (1974). Son esas en las que Warren Oates habla con los hombres importantes en una habitación de hotel sobrecargada de garbo y en la que al final el jefe aparece con dos mujeres que le lavan los pies y una revista Time con Nixon en la tapa. Las carnicerías de La pandilla salvaje son poco en comparación con este teatro del desprecio. Por supuesto, también existe un poder de otro estilo. Es el que encarna el Indio Fernández en Traigan la cabeza de Alfredo García y en La pandilla salvaje. Un poder más primitivo. Más feroz, incluso. Pero cuyo carácter brutal es para Peckinpah menos infame que la fría racionalidad de los señores. O bien porque su motor es una pasión antigua como la venganza. O bien porque se expresa por fuera de todo cálculo, como derroche, en un grotesco de comida, alcohol, sexo y violencia.

6. Si los jefes y los empleados finos y sin pasiones son el punto de ataque de Peckinpah, su punto de referencia son el individuo o el grupo chico obligados a tratar con ellos. Unos expresan el poder frío de la contabilidad y el lucro. Los otros una fuerza de oscura dignidad que no desmorona ni siquiera la avidez con la que persiguen el dinero. En el final de La fuga, los prófugos le dan más dólares de los necesarios al hombre que los cruza a México, esa tierra de barro y pus que para Peckinpah expresa la última posibilidad de una vida verdadera. En La pandilla salvaje, cuando se dan cuenta de que para disfrutar la plata que consiguieron con sangre propia y ajena tienen que abandonar a uno, los cuatro hombres que quedan se lanzan a una acción de la que saben perfectamente que no saldrán con vida.

El impulso anarco de todas estas figuras tiene en las organizaciones jerárquicas (legales o no) su contracara. Ahí, bien arriba, se acomodan los delincuentes grandes, los empresarios y los políticos profesionales, es decir, los que mandan desde sus oficinas. Convoy (1979) es bien clara en este punto. Tanto que se vuelve discursiva. La historia enfrenta al camionero de Kris Kristoferson y a quienes se asocian con él en la ruta (ante un hecho puntual, no por aspiraciones sindicales) contra el policía de Ernest Borgnine, cuya miseria es menor a la de los políticos por compartir al menos el conocimiento del territorio y un culto de la enemistad que excede al cálculo. Son figuras en retirada también ellas, últimas encarnaciones del cowboy y el sheriff. Peckinpah aprovecha para que sus personajes declaren ante los periodistas algunas quejas que también son suyas: contra Vietnam, contra el racismo, contra el sistema, contra Nixon, contra los políticos preocupados solo por alimentar su imagen, y que aparecen salvajemente parodiados. Entre la contracultura y el cualunquismo: así se mueve Convoy. Es algo inherente al plebeyismo radical que Peckinpah sostiene, y que al no tener cauce político (al presentarse así de anómico) habilita al mismo tiempo discursos de izquierda y de derecha.

7. Cruz de hierro (1976) puede verse como la respuesta pesimista a La gran ilusión, como si después de la Segunda Guerra, con la reiteración y el perfeccionamiento de la carnicería, no quedara en Peckinpah más que la sospecha de que el desastre encontrará siempre la forma de empezar de nuevo. De hecho, la violencia tiene en Peckinpah una doble cara. Por un lado, es parte de la naturaleza humana: algo con lo que hay que aprender a convivir porque su completa eliminación es imposible (Perros de paja es al respecto su película de tesis). Por otro, y sobre todo en la escala que la guerra de masas pone en juego, es parte de un tipo de sociedad que la estimula en lugar de controlarla. La escena en la que la enfermera le dice a James Coburn: “La violencia debe cesar” y como respuesta James Coburn se ríe, cínico y resignado, responde al primer criterio. Todo lo demás responde al segundo, desde las escenas con el niño ruso hasta el soldado sin brazos al que un general pretende saludar (un gran pase de comedia amarga). Y además está la coda, que incluye imágenes de guerras posteriores y una frase de Brecht (de La increíble ascensión de Arturo Ui): “Hombres, no se regocijen con su derrota. Porque aunque el mundo se puso de pie y detuvo al bastardo, la puta que lo parió está en celo otra vez”.

Este pesimismo radical no le impide a Peckinpah dejar en claro que las responsabilidades de los que toman decisiones no se licuan en ninguna condición violenta general. Como siempre, están los de arriba y los de abajo. Arriba, además de los grandes nombres y los grandes intereses, que por supuesto no tocan el campo de batalla, están los que se creyeron el cuento de la gloria: es el caso del personaje de Maximilian Shell, un aristócrata convencido de su superioridad que va detrás de una Cruz de Hierro porque sin ella se sentiría indigno de la pequeña sociedad a la que pertenece y dentro de la cual aprendió la falopa del coraje. Abajo están los personajes de Peckinpah. La carne de cañón.

Como los hombres del rodeo, como los ladrones, como los camioneros, como ciertos sicarios, los soldados no pertenecen a una oficina sino al territorio, y se oponen por ello a los jefes y a su buena apariencia, que descansa en el trabajo que otros hacen para ellos. Es algo que varias veces Peckinpah declara en los diálogos de sus películas. En La pandilla salvaje Robert Ryan le dice al hombre del ferrocarril: “¿Qué se siente cuando le pagan por eso? ¿Por cruzarse de brazos y contratar asesinos amparado por la ley?” En The Killer Elite, uno de sus compañeros de equipo le dice al sicario de James Caan: “Estás tan ocupado haciendo su trabajo sucio que no ves quienes son los tipos malos. (…) Todos los malditos poderes. Todos los jefes y los comerciantes en la cima, con su gin y sus bebidas llenas de burbujas. Vos te hacés cargo de la carnicería mientras ellos dan discursos sobre la libertad y el progreso. Son unos mentirosos de mierda”. En The Osterman Weekend (1983), otro sicario dice, hablando del director de la CIA: “Él mató a mi esposa dos años atrás. No con sus propias manos, claro, pues los Danforth de este mundo no matan de ese modo. Hacen llamados, escriben memorandos. usan jerga como ‘finalizar’ y ‘eliminar’ para que sus bocas no tengan que tocar palabras como ‘asesinar’ o ‘matar’”. Más sintético, en Cruz de Hierro Coburn declara: “Odio a todos los oficiales”.

Esto último es decisivo por dos razones. Primero, porque señala una diferencia drástica respecto de La gran ilusión. Aunque no se parezcan mucho, es fácil relacionar al personaje de James Coburn con el de Jean Gabin, en tanto los dos sostienen un punto de vista plebeyo que es también el de las películas. En cambio, el vínculo entre el personaje de Von Stroheim y el de Maximilan Schell es imposible: algo se rompió en la cadena de transmisión. Son eslabones sueltos. Renoir le concede a su aristócrata un cuerpo lastimado y una planta que cuidar. Peckinpah no tiene para darle al suyo nada que redima la banalidad de su objetivo y las bajezas que comete en pos de alcanzarlo. La dignidad dramática con la que se retira de escena Von Stroheim se opone a la incursión demencial de Schell en el campo de batalla, obligado por el soldado a conocer el lugar en el que crecen sus tan deseadas cruces de hierro. La segunda razón por la cual esa declaración de odio a los oficiales es tan importante es porque implica una declaración contraria. Cruz de hierro es más que una película de camaradería soldadesca: es una película de amor ente tipos que llevan el uniforme sin orgullo y cuya convicción última es la sobrevivencia, un canto antipatriótico repleto de parlamentos contra el nazismo, contra Alemania, contra las jerarquías, contra todo lo que produce y sostiene la realidad enloquecida que la película muestra con criterios que vienen de Fuller (Casco de acero) y a Fuller conducen (The Big Red One).

8. La pandilla salvaje termina con la banda de William Holden entregada a una comunión suicida, igual que Traigan la cabeza de Alfredo García, solo que en esta última el que desata el tiroteo al que sabe bien que no podrá sobrevivir es un solitario Warren Oates. La fuga termina con Steve McQueen y Ali MacGraw en México, listos para la vida, y The Killer Elite con James Caan y lo que queda de su equipo en un barco, alejándose de los jefes, de las familias y de todo lo que tenga relación con la vida que conocieron, como si fueran nuevos Robinsones pero justo en la otra punta de la historia: si el personaje de Defoe funda una civilización, los de Peckinpah la rechazan. Niegan el sistema que promueven y aprovechan los señores. Es algo que ocurre por fuera de toda idea de clase y de sindicato, y que por eso solo puede involucrar a individuos o grupos pequeños: una persona en Traigan la cabeza de Alfredo García, dos en La fuga, tres en The Killer Elite, cuatro en La pandilla salvaje, algunas más en Convoy. ¿El afuera del sistema? México o la muerte.

9. Los soldados de Cruz de hierro no son muy distintos de los ladrones de La pandilla salvaje, también ellos hundidos en una violencia de la que no hay retorno y en última instancia, aunque sin uniforme ni organicidad, fieles al grupo, dentro del cual estallan cada tanto unas carcajadas sin fondo. Son muecas de extraña complicidad, para nada contagiosas. Como en busca de otra risa -más tierna, más ligada a la piedad-, después de La pandilla salvaje Peckinpah filmó la notable La balada de Cable Hogue (1970), una versión de su mundo de siempre pero visto con ojos de comediante, lo que en parte explica por qué se trata de la más sorprendente de sus películas. No es poco lo que le debe a Jason Robards, que da el tono justo para su personaje: un tipo que enfrenta el mundo con la actitud entre sorprendida y aquiescente de quien comprende, aunque no tenga una reflexión para hacer al respecto, que no hay nada humano que no participe del absurdo. Es cierto: el cine de Peckinpah no es ajeno a este sentir. Basta pensar en la secuencia final de Cruz de hierro, en la que el soldado conduce al comandante por el campo de batalla del que se mantuvo siempre alejado para que obtenga la medalla que tanto quiere. O en la escena de La pandilla salvaje en la que William Holden le dice a Ernest Borgnine que quiere dar un último golpe y retirarse, Borgnine le contesta: “¿Retirarte para qué?», y Holden, en un primer plano terrible y vacío, se queda callado, incapaz de responder. Pero la comedia ofrece una comprensión distinta de las cosas, y por eso las pasiones tienen en La balada de Cable Hogue una realidad diferente de la que tienen en las otras películas de su director. Y no es que sean menores: hablamos de la venganza, de la ambición, del amor, de la conciencia del fin de una época y de la conciencia de la muerte. Lo que ocurre es que todo en la película está pasado por el mismo tamiz: son cosas que pasan. En un momento, Hogue declara no haber tenido nunca una pasión. El predicador le responde, con el lenguaje florido que usa siempre y que se opone a las palabras simples (pero nunca banales) de su amigo: “¿Cómo llamás entonces a esa venganza que te corroe el alma, y que alimentará las flores sobre tu tumba?” Y Hogue concluye: “Taggart y Bowen me abandonaron para que muriera. Mientras mis pies no se enfríen y mis pernas me sostengan voy a querer matarlos. Yo no llamo a eso una pasión”. No es falta de inteligencia lo que muestran estas palabras sino un modo singular de comprender la vida. De hecho, cuando llega la oportunidad de cumplirla, la venganza resulta no tener importancia. Hogue mata a uno de sus excompañeros por obligación y perdona al otro sin dar muchas vueltas. Y no solo eso: por salvarlo, muere. El momento que mejor define su carácter es ese en el que después de ver un auto atravesar el desierto concluye: “Bueno, esto será un problema algún día”.

Así ocurre todo para Cable Hogue: como sin ansiedad. Es algo que se vuelve especialmente notable porque lo que está en juego -el amor, la venganza, el lucro, el fin de una época- merece en general historias arrebatadas. Peckinpah cambia desborde (reitero: esta es la película que sigue a La pandilla salvaje) por una extraña y hermosa mezcla de picardía e imperturbabilidad. También una ética, opuesta a la de la gente respetable, nace de esta combinación. Cuando la prostituta Hildy, recién echada de la ciudad, le pregunta a Hogue si no le molesta lo que ella es, Hogue contesta: “¿Y qué sos? Un ser humano, hacés lo que podés, cada uno tiene su manera de vivir.” Frente a la virtud, cuya defensa asumen los hipócritas, Hogue ofrece una comprensión general del vicio. Puede hacerlo porque está donde está: en el medio del desierto, en relaciones de igualdad o de muy menor jerarquía. Los problemas empiezan en Peckinpah cuando unos pocos acumulan capital y poder. Hogue no quiere eso. Encuentra agua (tal vez porque Dios lo escucha: es la única película de Peckinpah en la que algo así es posible), defiende el lugar, compra una hectárea, pide un préstamo de cien dólares, levanta con sus manos la casa y el negocio. Eso le alcanza. Es un pionero anarco, no un soldado del capital. De ahí que nunca muestre voluntad de expandirse, y que el tiempo le dé otra cosa en lugar de riqueza y dominio: una calma indudablemente filosófica, una sonrisa ante la muerte.

Por todo esto, Cable Hogue es un personaje único en la filmografía de Peckinpah. El más cercano es Junior Bornner, que sabe aceptar su retirada, y el más lejano el Bennie de Warren Oates en Traigan la cabeza de Alfredo García, que sobre todo después de la muerte de la mujer que ama (también prostituta, como Hildy) se convierte en un carácter shakespereano, algo que lo emparenta con el Charlon Heston de Major Dundee. Pero el personaje más dificultosamente integrado en la filmografía de Peckinpah no es Cable Hogue sino el protagonista de su última película, The Osterman Weekend, una mezcla de intento comercial ochentoso, espectro tecnológico de Perros de paja y declaración de guerra contra la televisión. ¿Qué distingue al periodista de Rutger Hauer de los demás hombres de Peckinpah? Muchas cosas, pero ante todo esta: es el único que cría un hijo.

10. Antes de filmar The Daedly Companions, Peckinpah escribió y dirigió algunos capítulos de series para la pantalla chica. A pesar de eso (o en consecuencia) en sus películas de ambiente contemporáneo se encarga de dejar en claro su desprecio por la televisión. En La fuga, un conjunto de televisores denuncia la identidad de McQueen en un negocio. En Traigan la cabeza de Alfredo García, en el tiroteo que tiene lugar en la lujosa habitación de hotel, la primera víctima es un televisor. En The Osterman Weekend, en una entrevista que gira alrededor de los rusos, el espionaje y la seguridad nacional, el director de la CIA (Burt Lancaster, nada menos) le dice a Rutger Hauer: “Suponga que le digo que nuestros enemigos son capaces de impedir el pensamiento racional, de desmantelar nuestra disposición a defendernos y de separar a sociedades enteras de sus sistemas de valores”. Y Rutger Hauer contesta: “¿Quiere decir que también tienen televisión?” Así queda el carnet: delatora, baleable, embrutecedora y alienante. En una palabra: enemiga.

La diferencia entre The Osterman Weekend y las otras dos películas es que el que cuestiona la televisión trabaja en la televisión. Y no solo eso, sino que es el único personaje que puede aducir nobleza. El hombre que quiere vengarse porque la CIA mató a su esposa está pasado de odio y es capaz de poner en peligro a una familia inocente para cumplir con lo único que lo mantiene con vida (es el anti Cable Hogue). El periodista tiene todavía una convicción limpia que le permite enfrentar a los poderosos desde una posición que es única en el cine de Peckinpah… Pero entonces, ¿se puede trabajar en la televisión sin ser su cómplice? Tal vez. Pero como en el rodeo o en el camión (como en el cine), hay que pararse frente al poder. O como se dice: hay que poner el cuerpo, porque solo así se accede a la legitimidad y al destino de autodestrucción que la acecha. Por eso el programa periodístico se llama Cara a cara. Por eso cuando la película termina, su conductor pide que apaguemos la tele.

Además de ser la última película de Peckinpah (lo que debería bastar para sacarla del olvido), The Osterman Weekend es la última puesta en escena de su propia condición de cineasta en una industria a la que despreciaba y necesitaba, y en la cual estaba ya muy débilmente integrado. El protagonista, la relación con su familia, la música de Lalo Schifrin, cierta entereza discursiva: todo eso concede Peckinpah, como si quisiera demostrar que puede seguir filmando en un tiempo que le es todavía más ajeno que aquel que fustigó en sus años mejores. De hecho, es notable la búsqueda de contemporaneidad, justo lo contrario de lo que ocurre en Traigan la cabeza de Alfredo García, que trata de filmar un presente que parezca antiguo. Todo está cubierto de televisores, de islas de edición, de cámaras de vigilancia, de música de viedeojuegos. Las calles, las oficinas, los ambientes de las casas (incluido el baño). Un paisaje hostil y ultratecnológico. Casi un mundo de ciencia ficción para un cineasta como Peckinpah. Es en este escenario de falso progreso, más peligroso que las sierras de Ride the High Country o el desierto de La balada de Cable Hogue, y a su modo tan violento como el campo de batalla de Cruz de hierro, en el que el último hombre de Peckinpah -ya integrado, ya burgués, ya jefe de familia- libra su batalla. No termina en México ni en la muerte sino en la reunión con su esposa y su hijo, porque es otro código el que presiona por imponer sus criterios. Pero libra una batalla, y eso no es poco. Que Peckinpah haya terminado así, en territorio enemigo, rodeado de lo que más odiaba, tratando, con cierta torpeza, de drenar una forma de lo que tiende a terminar con ella, que haya terminado así, digo, peleando, no tras una medalla sino tras unas imágenes capaces de imponerse como verdaderas, y que haya perdido sin entregarse nunca por completo, como tantos de sus personajes: ¿no es, después de todo, un gran final?

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