El lugar sin límites, por José Miccio

Empiezo con dos historias. No puedo prometer que serán interesantes pero sí que la segunda será corta.

1) Tengo la suerte de trabajar en una escuela progresista. Entre otras cosas, para mí esto significa que no debo dar explicaciones sobre por qué el paro es una medida de protesta legítima, por qué no se puede resolver todo con sanciones y por qué está bueno estimular la colaboración y no la competencia entre los pibes. El problema es que doy Literatura, y la literatura no se lleva bien con la moral progresista. Podemos darle vueltas y vueltas al asunto, meter aunques, quizás y sin embargos, citar gente seria y erudita, pedirle ayuda al pobre Brecht, condenado al olvido por su vulgata infame. Pero en un momento Kafka nos toca el hombro y nos dice: “Ya está bien”. Lo peor que la escuela puede hacer es eso que la escuela hace a menudo: pedirle a un libro que eleve la conciencia social, que nos ofrezca temas de conversación profundos, que defienda causas justas y que envuelva sus mensajes en imbéciles metáforas bonitas. En resumen, que sea o pueda ser un libro de Galeano o algún otro matarife. Está todo mal con eso. Para el que escribe y para el que lee no hay más que un Dios, y ese Dios se llama Literatura. Si lo honra, tendrá el resto. Si no, no tendrá nada. Pasa lo mismo con el cine. Un día, distraído, durante el recreo, se me ocurrió celebrar que una película se permitiera poner a Lincoln a matar zombis. Un compañero me dijo que eso era banalizar la Historia y que no contribuía a la formación crítica. En pocas palabras: que era una reverenda pelotudez. Esa misma tarde, como poseído por el espíritu de Céline o cuanto menos de Guebel, decidí escribir una novela que me ganara la furia de los buenos. Le puse de nombre El Dami. Imaginé capítulos cortos, relativamente independientes. Pensé que El camello o El caballero que cayó al mar podían servirme de modelo. Escribí el comienzo: “El Dami empezó la escuela en abril, tres semanas después que sus compañeros. Durante el tiempo que no concurrió a clases, la directora y los profesores prepararon a los chicos para el recibimiento del Dami, al que se referían indefectiblemente como alguien muy especial. Porque en efecto, el Dami era mogólico”. Después tracé el plan general. Hilaría capítulos breves, cada uno destinado a una situación: la elección del nombre de la escuela, la selección de libros para la biblioteca, la lectura crítica de un cuento tradicional, una reunión de padres. El final sucedería en un acto escolar típico convertido en un caos como el de Carrie pero sin sangre. Un eructo del Dami cerraría la novela. Me parecía perfecto. Dami encarnaba la comedia anarquista. Era mi Cantinflas, mi Stan Laurel, mi Jerry Lewis. No escribí más que unos párrafos. Eran horribles. 2) Amo a Johnnie To, mago y comediante. Hace poco, en una cena de gente inteligente a la que fui invitado por error, se me ocurrió celebrar que en Three un tipo llevara clavado un cuchillo en el culo durante media hora de película. También recordé los chistes de pedos de Breaking News. Recibí como respuesta el desprecio por la escatología y una cita de Rancière.

Puede que decore y exagere. Pero todo pasó así. Tampoco es que sea raro. Vivimos bajo dos presiones: la del buen pensar y la de la elegancia entendida como cualidad del burgués cultivado. El resultado es un cine anémico. Primero (o segundo), porque no se anima a reír sin pensar en los consensos progresistas y acata sus criterios por miedo a que lo metan en una misma bolsa con los fachitos cool que tanto abundan. Después (o antes), porque apuesta por el medio tono, la atenuación, la simetría, la persecución de todo lo que huela a gratuito (es decir, que no pueda ser justificado) y la higiene moral y orgánica. Tenemos (¡somos!) un cuerpo. Cagamos, comemos, eructamos, sudamos, eyaculamos, las enfermedades nos degradan, la muerte nos pinta de amarillo. Pero es como si el cine tuviera que olvidarlo o exiliarlo en el fuera de campo. Lo que no puede traducirse en ideas nos resulta pobre o inaceptable. Sobre todo si es asqueroso. Pero también si es sensual. En La gran comilona Piccoli muere entre su propia mierda. En El imperio de los sentidos Eiko Matsuda saborea en primer plano el semen de su amante. Para admirar adecuadamente estas dos películas geniales hay que buscar una idea que redima el universo material del que nunca se avergüenzan. Decir, por ejemplo: en el lago de mierda hay una crítica de la burguesía y en el semen un comentario sobre el Japón imperial. No digo que no haya. Puede ser. Lo que digo es que lo que hay antes que nada es mierda y semen, y que borrarlos con vaguedades es negar las películas que tan gustosamente los exhiben.

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Este modo de entender las cosas es tristemente común. Adornado con citas de Didi-Huberman, de Farocki o Comolli suma puntos fáciles en la kermés de ese oxímoron famoso llamado pensamiento respetable. Para el culto de la elegancia, Ferreri y Oshima son demasiado sacados. Para la moral progresista, que es siempre edificante, demasiado anárquicos y destructivos. Los curas no quieren sexo sin fines reproductivos ni películas que se basten a sí mismas. Se coge para poblar la tierra y se filma para sacar conclusiones sobre los temas que importan (entre los que no está el cine, obviamente). En su diario, Gombrowicz describe la novela de Virgilio Piñera La carne de René como una obra en la que “la carne humana aparece sin posibilidad de redención, como servida en un plato, como algo totalmente carente de cielo”. Lo mismo se puede decir de La gran comilona y El imperio de los sentidos siempre y cuando quede claro que no hay nada triste en eso, que no hay falta alguna, que solo los puritanos necesitan cielo, idea o comentario crítico ofendido, es decir, algo (cualquier cosa) que les permita escapar de la vergüenza que les da el cuerpo humano, su declive y su placer.

Tengo dos equipos de once para presentar contra esta carcoma. El primero: Ferreri, Buñuel, Fellini, Verhoeven, Tarantino, Corbucci, Favio, Bava, Cronenberg, Imamura y Oshima. El segundo: Bo, Russ Meyer, Zulawski, Pasolini, Berlanga, Bellocchio, Ferrara, Fuller, Herzog, Tsai y Suzuki. Creo que me quedé corto. Pongo un once más: Polanski, Pialat, Cassavetes, Leone, Fulci, Glauber, Friedkin, Scorsese, Fassbinder, Corman y Waters. Hay algo en lo que todos estos tipos inconciliables se parecen (no siempre, pero sí con respetable frecuencia): desatienden o llevan al extremo las reglas de cualquier decoro, cultivan el grotesco, filman o filmaron películas inestables, desproporcionadas, muchas veces desprolijas, llenas de caprichos, reacias a toda doctrina, atravesadas por un humor anárquico, pegadas al cuerpo, ultramateriales. A menudo me sorprende encontrar en uno rastros de otro. A veces son detalles. Hay un plano nocturno de auto con edificios modernos al fondo en El futuro es mujer que no puedo dejar de ver en otro de Robocop. Otras veces son asuntos de indudable peso. El trabajo con el color, por ejemplo, que parece reunir a Bava y a Suzuki. O la representación del pueblo en las películas de Favio y Pasolini. O el fin de la historia, la imagen del mar y el lugar de la mujer en Ferreri y en Bellocchio. O el tema de la carne, que aparece en tantos títulos (La carne de Ferreri, Carne de Bo, Susana, carne y demonio de Buñuel, Flesh and Blood de Verhoeven) y en conceptos como el de nueva carne que Cronenberg presenta en Videodrome.

La última vez que varios de estos nombres se reunieron en mi cabeza fue hace unos días, cuando vi Gate of Flesh (¡de nuevo la carne!) de Seijun Suzuki. Trata de cuatro putas que sobreviven a la posguerra en un barrio miserable de Tokio. En una escena se pelean con otras que se acuestan con soldados yanquis y una dice la palabra ocupación, pero no hay en la película ningún discurso a sostener. La bandera de Estados Unidos ondea y la de Japón termina en el agua sucia. Ninguna merece nada. Son mortajas. En Keetje Tippel Verhoeven hace lo mismo con la bandera de Holanda que alguien le ofrece a su maravillosa protagonista en un desfile. “Una bandera no, quiero comer”, contesta ella, un poco antes de robar pan y no tan lejos de la moribunda de Nazarín, que al consuelo divino que le ofrece el cura responde: “No cielo, Juan”. Ni Estado ni Dios. Lo que pasa, pasa bien en la tierra. Entre colores dignos de Mario Bava y olores acres (de verdad que se sienten), las putas de Suzuki se rascan, se abanican el culo, se perfuman la argolla y las piernas porque hace un calor infernal. Nada de esto las afea o las degrada. Por el contrario. Lo bajo no condena la existencia: la afirma ahí donde parece que no hay nada, incluso bajo la forma tortuosa que implica el desprecio del amor. Lo que queda en el desastre es lo que entiende el cuerpo. Un ex soldado lo dice así: “La vida es sexo y comida. Las palabras más bellas no significan nada sin eso”. No es un comentario suelto. Poco después un tipo come un plato de guiso, mastica algo que no debería estar ahí y se saca un forro de la boca. En otra escena, una de las putas dice que el kilo de carne sale lo mismo que ellas; al rato un plano que reúne vaca y mujer literaliza la metáfora, exactamente como Ferreri en La carne, que para hacer que sus protagonistas cojan como perros los mete en una cucha.

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Estos cineastas del desborde sacuden el clasicismo con mayor virulencia que los cineastas modernos bien educados. No digo que sean mejores (bueno, en parte sí). Digo que siguen caminos distintos, por más que la Historia los quiera juntos. Basta armar algunas parejas para darse cuenta. Favio y Torre Nilsson, Bellocchio y Bertolucci, Herzog y Wenders, Zulawski y Wajda. Hay una fuerza en los primeros que los segundos desconocen. Una fuerza que no asegura nada pero que si triunfa es capaz de renovar el cine entero. Por eso amo a todos estos tipos. Pueden ser brillantes o insoportablemente estúpidos, pero nunca (o casi nunca) medianitos y académicos. Son borders. La clavan en el ángulo o matan a tres en la tribuna. Basta pensar en Zulawski. Lo importante es amar y Posesión son dos golazos. La mujer pública es un crimen. O incluso en Marco Ferreri, que con La gran comilona hizo una de las más grandes películas de la historia y tropezó feo con la igualmente sacada No tocar a la mujer blanca. Puede resultar extraño (no debería) pero con Antonioni pasa lo mismo. No solo entre películas sino también dentro de ellas. La aventura es descomunal. Identificación de una mujer es un desastre. El eclipse es al mismo tiempo la boludísima escena de las tres mujeres en el departamento, solas entre máscaras africanas, y la excepcional secuencia de cierre, gélida y conmovedora. Hay cineastas que pasan de la gloria al desastre sin anuncios. Pregúntenle a Godard si no. Es la suerte terrible y maravillosa de los inventores. Descubren algo que no son capaces de manejar completamente. Saltan y tropiezan, porque caminar no pueden. Y sobre todo: no siempre saben lo que hacen, a pesar de que insistamos en decir que sí, que todo obedece a cierto plan y que su conciencia es absoluta. Es el tanteo y la incertidumbre lo que los vuelve bellos, no un presunto programa que sus películas ilustrarían. Esa es la venganza de la Historia, que no quiere la vida sino la claridad y el orden, y lima las contingencias hasta convertir todo en caso o en ejemplo, y ofrecer a cambio su patética legibilidad. Es contra la Historia que las películas trabajan, no a su favor. Puede que ninguna gane la pelea, pero las que no la dan se mueren fácil.

Los cineastas del desborde son la contracara de los maestros tranquilos. Los que conocen todo sin esfuerzo, los que viven en la gracia. En sus cartas sobre Cézanne (y después en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, casi con las mismas palabras) Rilke hace la mejor descripción que conozco de estos directores. Los nombro rápido: Ford, Keaton, Ozu, Renoir, Dreyer, Ophuls, Mizoguchi, Chaplin, Bresson, Naruse, Kiarostami, Lubitsch, Tourneur, Murnau, Rohmer y alguno más que olvido ahora. Es exactamente esto (que Rilke escribe el 12 de octubre de 1907 en París) lo que pasa en sus películas, basta cambiar la palabra días por la palabra cineastas y hacer un par de ajustes gramaticales:

Hay días en que todo a nuestro alrededor es claro, leve, apenas insinuado en el aire luminoso y transparente, y sin embargo nítido; lo cercano tiene ya matices de lejanía, está retirado, mostrado solamente, no puesto allí como siempre; y lo que tiene relaciones con lo lejano: el río, los puentes, las calles largas y las plazas profusas, todo ello ha acaparado esa lejanía, la retiene, está pintado sobre ella como sobre seda. Sientes lo que entonces puede ser un carruaje verde claro en el Pont Neuf, o un rojo que no puede durar, o un cartel, sencillamente, en la pared medianera de un grupo de casas gris perla. Todo aparece simplificado, reducido a unos pocos planos claros y precisos, como el rostro en un retrato de Manet. Y nada es insignificante ni superfluo. Los buquinistas junto al Quai abren sus cajas y el amarillo fresco o marchito de los libros, el marrón violáceo de las encuadernaciones, el verde de un cartapacio; todo concuerda, todo vale, participa y armoniza en la unidad de las claras relaciones”.

Que la descripción de un día diga tan bien el arte de algunos cineastas (y de algunos escritores, pintores y músicos) explica en parte esa sensación de haber sido hechas sin esfuerzo que producen sus películas. (La asociación es caprichosa pero no inédita: Truffaut escribió en un ensayo sobre Bergman que el sueco filmaba: “películas admirables, simples como el día”). Algunos títulos en los que noto esta plenitud: Una partie de campagne, La rodilla de Clara, Una mujer sube la escalera, La señorita Oyu, El sabor del arroz con té verde, Rio Grande, La quimera del oro, Yo caminé con un zombi, Pickpocket, El cameraman, Detrás de los olivos, Madame De…, El pecado de Cluny Brown, Amanecer, La novia de Glomdal. Podría sumar muchos más: Il tempo si è fermato de Olmi, La noche de San Lorenzo de los Taviani, Tres camaradas de Borzage, Make Way for Tomorrow de McCarey. La mayor parte de estas películas es de una sencillez casi obscena, al punto que su tema puede decirse completo con un lugar común: el tiempo pasa y eso puede ser difícil, padres e hijos no siempre consiguen entenderse, los caminos del Señor son misteriosos, la vida continúa. De eso tratan.

Todo lo que dice Rilke sobre el día en París es lo que los cineastas de los que hablo rechazan. Punto por punto. A la pincelada oponen el brochazo, a la seda la piel curtida, a los colores delicados los colores firmes e irreales, al equilibrio la desproporción. Los maestros tranquilos no se equivocan nunca; tienen el secreto. Los bárbaros yerran a menudo: no pueden pulir una forma porque están ocupados haciéndola mutar, a ver qué pasa.

*

Hago un paréntesis.

Si bien es cierto que quienes eligen el camino del exceso no son muchos, también es cierto que su excepcionalidad es paradójica. El desborde no es privativo de los cineastas que lo abrazan. Es una opción que tienta incluso a quienes no quieren salirse de los marcos más o menos amplios que otorgan el equilibrio y la unidad de estilo. Todavía más: el desborde es una cuestión de grados. Es la ley, no la excepción. Ningún código ha conseguido jamás detenerlo. El cine clásico es la prueba mayor: todo el tiempo está a punto de naufragio. Gombrowicz lo dijo con las palabras justas: “Hay que ir en pleno mediodía a contemplar la más clásica de las Venus para encontrar en ella la noche más oscura”.

Lo que pasa con el clasicismo pasa también con ciertos modos de la modernidad, de Dreyer a Rohmer, y de Rohmer a Hong. Más allá de los lugares comunes, no hay muchas películas más salvajes que La pasión de Juana de Arco, increíblemente calificada de austera todavía hoy, tal vez porque hay muchas paredes blancas. Los maravillosos encuadres retorcidos, la cámara desatada, los travellings desde el cielo y desde el suelo, el vaivén hacia la cara de uno de los acusadores (como el de Bava hacia el cuerpo de Edwige Fenech en 5 muñecas para la luna de agosto) y ese plano desde la posición del que dispara el cañón contra el pueblo, que escandalizaría a los inspectores de la abyección si los inspectores de la abyección no fueran tan obedientes. Todo habla de exceso. La pasión es una película infinita como su protagonista y tiene los mismos enemigos: los carceleros que condenan a Juana al pan del dolor y al agua de la angustia, y que cuando hablan de cine suelen repetir con orgullo y confianza doctrinaria palabras como ascetismo y rigor.

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Gertrud (Carl Theodor Dreyer, 1964)

Dreyer es un buen ejemplo justamente porque se supone que su nombre (sin dudas santo) no tiene que estar cerca de nada que no sea etéreo. Imagino que habrá quienes piensen que el brindis que el esposo de Getrud le dedica a un poeta que no se deja arrastrar por los sentimientos y “nunca escribe una palabra de más” es autorreferencial, como el comentario sobre la actuación distanciada en Una mujer dulce de Bresson o el discurso que da David Hemmings al comienzo de Rojo profundo para recordarles a los miembros de su banda de jazz que la música que tocan es plebeya y necesita más que elegancia y notas justas. Pero en realidad el brindis no dice el cine de Dreyer, por lo menos no totalmente, y ni siquiera dice la misma Gertrud, que sí es sentimental, y cuya distancia no es en absoluto fría. Por el contrario, es la condición para que su calor perdure. A su servicio está. Cuando en el final ya no es posible mantenerse a salvo, y un poema (el de la misma Getrud) nos sacude para siempre, nos damos cuenta de que Dreyer talló lentamente la emoción en nuestro espíritu para que la descubramos ya completa e imbatible. No es en los versos del poeta laureado donde está Dreyer sino en las tres estrofas simples y sentimentales de la propia Gertrud. “Mírame / ¿Soy bella? / No / pero he amado // Mírame / ¿Soy joven? No / pero he amado // Mírame / ¿Estoy viva? No / pero he amado”. Gertrud llama a esto su Evangelio de amor. La película es eso mismo. Dreyer hace todo con un sillón, un jarrón y un cuadro. No necesita más. El cine es eso, y dos personajes hablando. Pero la deliberada pobreza del escenario, el ritmo lento, las miradas perdidas están muy lejos de cualquier languidez. Dreyer se despidió del cine legándole una de sus películas capitales. Nadie está entero si no pasó por Gertrud. Si no escuchó cómo los hombres pronuncian ese nombre de mujer una y otra vez, como si fuera al mismo tiempo una diosa y un refugio. Su poquedad es tramposa, como la del Visconti de Ossessione, por poner un ejemplo que se me ocurre lejano. En contra de la frialdad de David (odiaba su Marat), Cézanne dijo que se podía ser a la vez pasional y sereno. Gertrud es el desborde en reposo.

*

Retomo.

Tengo debilidad por cierto montaje grosero y peleador. El campeón mundial es Russ Meyer, que en Supervixens hace todas esas cosas que quien aspira al respeto sabe que no deben hacerse, como filmar mujeres tetonas, desoír la verosimilitud y batir el récord de subrayados fálicos. Díganme hijo sano del patriarcado o puto mal, pero lo que más me gusta (junto a la banda sonora) es esto último. Velones, taladros, postes, cactus, habanos,  dinamitas, macanas policiales, mangueras de surtidor: todo le sirve a Meyer para pintar Príapos. Supervixens es un fresco ordinario y genial. Una verdadera obra de arte trash que no quiere que sus materiales consigan dignidad sino poder de fuego para demoler toda dignidad que se les cruce, no importa cuán indiscutible sea. Solo Showgirls alcanza su gloria infame.

Pero los ejemplos que quiero reunir son diferentes. No se trata de elementos que forman un sistema como en Meyer sino de momentos de ruido, brochazos metidos en obras de pincel grueso o delicado. En El vengador del futuro (Verhoeven, siempre) pasamos de besos y caricias en la cama, preliminares indudables de un mañanero, a Arnold revolviendo leche o algo con leche para el desayuno. En Boogie Nights el equipo de filmación se prepara a grabar un plano de eyaculación y en el plano siguiente un chanpagne recién descorchado deja correr un chorro por el pico de la botella. En Insólito destino, caliente como una pipa, la burguesa interpretada por Mariangela Melato ve cómo las olas empujan un barro vaginal. En Il roso segno della follia Bava monta el humo de una chimenea que se lleva el cuerpo de una mujer con el humo de la tostadora que chamusca los panes del desayuno de su asesino. En La mujer en la arena Teshigahara hace que al primer contacto sexual sigan unos chorros de arena viscosa deslizándose hacia abajo. En el Drácula de Coppola al vuelo de una cabeza sigue un churrasco jugosísimo en el plato de Van Helsing. En Les nouces rouges de Chabrol los amantes nuevos y calientes interpretados por Piccoli y Stephane Audran se quedan a pasar la noche en un castillo-museo. “¿Te excita curtir en una cama histórica?”, pregunta él (permítanme decir curtir). “Me excitás vos”, contesta ella. En la escena siguiente Piccoli tiene un chanpagne entre las piernas y por corte directo el cuadro de un rey recibe un chorro como eyaculado, anuncio y blasón grosero del sexo que Chabrol elide. Mi ejemplo preferido, porque es el más inesperado, está en Quai des orfevres. En el cine de estudios francés, en 1947, Clouzot (que era bravo, es cierto) clava esta obra maestra en tres planos: primero muestra la cara de “Te como” de un tipo, después la cara de “Comeme, yo también” de su esposa y por último la leche que hierve olvidada en la cocina.

El montaje groseroqueda claro- no tiene por qué aparecer en una película-reviente. Es libre de dejar su marca en cualquier lado, y esa marca puede ser maravillosa porque no es el sentido lo que apuntala (como el deplorable montaje grosero-fino que tanto gusta a la gente seria, y cuya función es el juicio y el énfasis) sino el humor y un tipo de autoconciencia que bien podría ser calificada de inmadura. No puedo ser del todo seria, parece decir la película que se permite un recurso tan obviamente desajustado, y que mi colección vincula siempre al sexo y a la muerte (en tono de humor negro).

Borges decía que la buena literatura es harto común. Hace un tiempo, en un programa de box conducido por Walter Nelson, un pibe de la villa con historia de cárcel y falopa (un pibe que se supone no debería decir más que gato, paco, rati, como en Elefante blanco de Trapero) explicó así lo que significaba el deporte en su vida: “El boxeo me deshabita de todo”. El espíritu sopla donde quiere. Su aparición ahí donde se supone imposible tiene la fuerza del milagro. No me refiero al villero sino a Alan Pauls, que también escribió alguna frase digna de memoria. El soplo de la grosería es igual de contundente. También es una intervención divina, solo que no huele bien. Un eructo de dios. Escucharlo es tan importante como leer a Deleuze (por citar a un grande maltratado por la obediencia): protege a las películas (y a nosotros mismos) de la infatuación y la pérdida de aliento vital que amenaza a todo aquello que se conforma con las ideas y se olvida del cuerpo y los sentidos. Recuerdo ahora algunas escenas de los últimos años. Casanova caga largo y ríe a carcajadas en Historia de mi muerte. Una mujer le chupa a otra la pierna enferma durante un par de minutos gloriosos en Cemetery of Splendour. Y este par: la Huppert toca en Elle el semen que su violador le dejó en las sábanas. Yang Kuei-mei toca en The Hole el vómito de su vecino. Ninguna sabe qué es eso que tiene adelante hasta un segundo después de tenerlo en los dedos. Tocan, entonces entienden. El cine es eso. Ferreri lo sabía mejor que nadie. Por eso dijo que las películas se miran con la barriga.

*

Termino con otras dos historias, porque ante todo la simetría.

1) Una vez Charly García contó que le pidió a Maradona un gol como prueba de amistad. No uno cualquiera: un gol diseñado. Charly hizo el dibujo y Diego lo puso en escena. Pasó (porque tiene que haber pasado) en los años 90, cuando Charly entró en su etapa Say No More y Diego volvió a Boca con una franja amarilla en el pelo. La historia es perfecta así. Pero hay algo más que la vuelve sublime. Charly dijo también que Diego podría haber hecho otros goles en ese partido pero decidió esperar el momento en que fuera posible hacer el que él le había pedido. El gol es una prueba de amistad. La amistad es no haberlo incluido en un conteo. Esperarlo. Dibujar en la cabeza su posibilidad, durante vaya uno a saber cuántos minutos y descartar otras, porque no es cierto que todos los goles valgan lo mismo. Esta historia no tiene nada que ver con todo lo que dije antes. Pero es hermosa, y confío en que eso basta. 2) Hace poco tiré algunos apuntes de mis años universitarios, sin pena ni rencor. En una hoja cuadriculada encontré fragmentos de El placer del texto y unos signos de interrogación gigantes. Se ve que lo leí y no cacé una. Cuando terminé con la limpieza agarré el libro y me puse a hojearlo, solo para curiosear; un par de horas después estaba todo marcado, lleno de señales de entusiasmo. Entenderlo me llevó veinte años. Los cinéfilos deberíamos memorizar algunos párrafos (y corregir de paso su sintaxis engolada) por si el mundo se convierte en Fahrenheit 451. Son esos que hablan de la filia, de la banda o la tribu. Transcribo uno: “Sociedad de Amigos del Texto: sus miembros no tendrían en común (pues no hay forzosamente acuerdo sobre los textos de placer), más que sus enemigos: inoportunos de toda especie que decretan la forclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultural, por racionalismo intransigente (sospechando una «mística» de la literatura), sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo verbal. Tal sociedad no tendría ubicación, no podría moverse más que en plena atopía”. Es un párrafo hermoso. Rinde tributo a la pasión, que es lo que más importa. Pero mi momento preferido es otro: ese en el que un Barthes punk escribe que el texto es (o debería ser) “esa persona audaz que le muestra el culo al Padre Político”. (No dice culo, claro. Pero culo le hace más justicia a la frase que “trasero”, por más que trasero sea una traducción mejor del original, que dice derrière y no cul). Hay quienes no gustan de este tipo de declaraciones por considerarlas cosas de pendejos. El erudito italiano Claudio Magris, por ejemplo, que en El Danubio dice que el Wiener Gruppe (una agrupación de escritores austríacos de vanguardia nacida en los 50) se caracterizaba por “esa arrogante ingenuidad de quien cree transgredir la ley paterna quitándose los pantalones”. A toda radicalidad la esperan los programas de estudio y el ánimo perdonavidas del que está siempre más allá del resto. Pero también una vida nueva en algún rulo de la Historia. Hoy, la frase punk de Barthes es más actual que nunca. Basta abrir la barriga para ver qué cómodos se sienten los padres en este tiempo que no deja de cuestionarlos. Están en todos lados. Y piden lo que piden siempre: responsabilidad, humanismo, rigor, atención por las cosas importantes, elegancia, retraimiento, ligereza, buen decir. ¿No es claro? Los enemigos del cine son todos esos moralistas que quieren convertirlo en un arte elevado o cool, en un servicio a la comunidad, en una rama de la pedagogía, en un canal de transmisión de discursos edificantes, en una máquina para hacer crecer conciencias. Es decir, en un mundo sin humor y sin Mal. Contra los buenos y contra los finos existe hoy la cinefilia. Lo demás es obediencia y cálculo.

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