Crítica y lágrimas, por José Miccio

Todo empezó con Haneke, hace un par de meses. Encontré Happy End en Mirá de Todo, puse play e increíblemente la vi completa, supongo que por morbo. La película es una pavada, como casi todas las que filmó el austríaco. Ahí están sus monstruitos de la alta burguesía, sus planos fijos, sus escenas presuntamente agudas y sus énfasis ridículos. Happy End es un destilado de moralismo y crueldad. No le queda lejos la burda indignación del panelista televisivo. Dicho con menos palabras: Happy End es una película de Haneke. Está perfectamente integrada en su filmografía. Los planos grabados con un celular, el chat lleno de sexo (¡oh!) y el video del youtuber son modos de presentar los vínculos con las redes sociales tan bobos como el televisor ensangrentado de Funny Games. La nena es una prima del pibe de El video de Benny. La chelista, una hermana de la Huppert de La profesora de piano. Trintignant es otra vez el de Amor. Las relaciones familiares son las de todas y cada una de las películas de Haneke. Incluso si se quiere pensar en la inmigración como un tema que recorre su obra (o su trabajo, o como quieran llamar a esta larga desventura), Happy End tiene conexiones directas con Caché y Código desconocido. Se puede decir que es mejor o peor que La cinta blanca  o la película que sea. Pero la cosmovisión no varía. En Haneke hay repetición, monotonía e insistencia. Es decir, los pecados de lo mismo cuando lo mismo no triunfa. Me gustaría decir: cuando lo mismo no es Ramones. Por eso me llamó la atención que su última película fuera mal recibida por quienes hasta su estreno aplaudían estas ficciones rengas, pura tesis y laboratorio. De repente, Haneke es un cineasta cruel, un predicador, un boludazo. De repente, Haneke es culpable de ser Haneke… Así pensaba, y así pienso todavía. Pero en un momento dudé: ¿y si Happy End era de verdad otra cosa? ¿Si la continuidad que yo veía era falsa, y había que ir detrás de las rupturas? Cada uno tiene las aventuras que es capaz de concebir. Las mías son pobres y bibliográficas. Así que me propuse revisar las películas de Haneke para ver si había algo en ellas que explicara su caída en desgracia. Fracasé (es un decir). No duré mucho. Me mantuve un tiempo en su órbita, sin embargo, porque encontré un hilo, tiré hasta donde pude y al final lo abandoné. Este es el registro de dos meses dando vueltas alrededor de algo que nunca supe bien qué era.

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Vi El séptimo continente, una colección de secuencias de agobio burgués. Hay una familia: un hombre, una mujer y una hija de más o menos diez años. O mejor dicho: hay algo que la convención obliga a llamar familia, porque no queda ni un lazo que los reúna. Son criaturas gastadas, se supone que por el consumo y la comodidad. Viven en un departamento lleno de cosas. La heladera tiene mucha comida, la nena muchos juguetes y los adultos mucha ropa. Pero por supuesto, ninguno tiene nada. Haneke trabaja con secuencias de cierta independencia punteadas por segundos de pantalla en negro, una coquetería que queda bien traducir por distanciamiento. Pobre Brecht. También vi El video de Benny, que me ayudó a dar por terminado mi recorrido por la filmografía del austríaco. La vida es corta ya.

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Haneke le presta mucha atención al dinero, lo que está perfecto porque el killer de los significantes aparece muy poco en pantalla. Su lugar más obvio es el del intercambio: permite alquilar un video o pasa de mano en mano en el coro de la escuela para conseguir unas pastillas, justo mientras los pibes entonan una ópera que habla de un mundo en ruinas en el que alguien dice que seguirá cantando (Haneke borra de su cine a ese personaje porque odia el melodrama). Pero además de algo que puede cambiarse por esto y por aquello, el dinero es un tótem. Su destrucción voluntaria es una imagen bien a la mano del sinsentido. Tengo en la memoria estos ejemplos. 1) Piglia le hace decir a alguien en Plata quemada que los chorros que incendian el botín son caníbales. 2) En El secreto de vivir los que encierran al desprendido Gary Cooper piensan algo parecido: donar todo el dinero es como quemarlo. 3) Borges escribe en Emma Zunz: “Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan”. 4) En El honor de los Prizzi, una historia de amor entre asesinos con fondo de mafia cínica, todo señala con tanto esmero la guita que es imposible no pensar que Huston filmó unos mafiosos sin grandeza para la era Reagan. Un diálogo: “¿Y qué es un poco de honor comparado con setenta millones de dólares?” Otro, todavía mejor: “Antes comernos a nuestros hijos que desprendernos del dinero”. 5) El Guasón quema una torre de guita en Batman: el caballero de la noche. Es el modo más contundente que una película de Hollywood puede encontrar para establecer el puro poder de aniquilación de un personaje. En El séptimo continente todo es tan opaco, la exposición es tan analítica y la existencia tan vacía que hay más drama en el inodoro que se traga los billetes que en la vida que se traga a sí misma.

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El séptimo continente (1989) / El video de Benny (1993)

Haneke retira los motivos. No sabemos por qué la familia se suicida y el chico mata. Tal vez piense que presentar una explicación tranquilice a los espectadores, no les dé chance de pensar por sí mismos o algún otro lugar común. De Benny sabemos todo y no sabemos nada. Ese es el juego. Permanece siempre inexplicado. Haneke hace así. Primero dice: Benny mata. Y después empieza. ¿Será porque sus padres no le prestan la suficiente atención? ¿Será por no tener necesidades ni proyectos, por ser víctima de la opulencia? ¿Será por ver películas violentas? ¿Será por ir a un colegio privado, ordenado, excelente? La respuesta a todas estas preguntas es la misma: no es posible saber. Suena bien. Incluso podemos pensar que el Buñuel de El ángel exterminador inspira el método. El problema es que Haneke, aun cuando gambetea, siempre tiene algo para decir. Es tan previsible como Saturno, aquel delantero de Huracán y Boca, cuya bicicleta se hizo célebre por su falta de efectividad. El video de Benny y Funny Games son sus bicicletas más elaboradas. Sus películas teóricas, sus metagambetas. Te ofrezco una explicación y la retiro, te ofrezco otra y la hago chocar contra una tercera, y a esta contra una cuarta, y así hasta desactivarlas. Es un método muy coherente pero que en sus manos no funciona. Lo que Haneke reclama es menos el esfuerzo del concepto que el índice del moralista. Podemos dudar acerca de a qué lugar debemos dirigir el dedo pero no que debemos estirarlo. Brecht pedía que la sala se convirtiera en tribunal. Haneke es un brechtiano frívolo: le alcanza con tener acusadores.

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No seguí con Haneke pero El video de Benny me permitió armar un conjunto de películas curioso. Tiene que ver con la causalidad, y también con el énfasis, una palabra que estoy diciendo mucho últimamente, y que desde que me topé con el desodorante de La niña santa no puedo dejar de asociar con Martel, aunque claramente no es en sus películas que sucede lo peor. A ver si me entiendo. El énfasis es una búsqueda de nitidez, una apuesta por la comprensión. O mejor: un modo de instituir y contener el sentido. En La flor del mal Chabrol obliga a la cámara a moverse tortuosamente para encuadrar a su protagonista detrás de una jaula y decir así lo que la película ya dice: que la mujer está atrapada, que no se mueve libremente. Planos como pancartas: hay miles de ejemplos parecidos. Los peores pertenecen a películas que se pretenden finas. El nivel de énfasis del cine clásico es alto pero está ultracodificado, de manera que el mismo sistema tiende a reducir su daño. El cine moderno (o mejor: el que se conocía en un tiempo como de arte y ensayo), que se quiere independiente de esas codificaciones, propone sin embargo decenas de énfasis, y como no cuenta con la protección de los géneros, de los que abjura, resultan especialmente enojosos, y envejecen más rápido.

Pero además de un recurso premeditado, el énfasis es también un destino al que se enfrentan incluso quienes tratan de mantenerse lejos de su influencia. Es como si no hubiera escapatoria: siempre hay algo en el interior de una película que dice un poco más de lo deseado. No me refiero tanto a esas inscripciones involuntarias que informan sobre lo reprimido, la falsa conciencia, la autoría o la época, a veces por medio de hermenéuticas calamitosas, sino a cuestiones más superficiales (y por lo tanto más decisivas) como la sobrecarga semántica de algunos encuadres o de algunos cortes. No todo es controlable. Lo saben incluso quienes piensan detenidamente cada plano, le asignan una función, pueden explicar su vínculo con esto y con aquello, y en caso de que los espectadores se muestren insensibles a sus pobres simetrías los acusan de no haber prestado suficiente atención. Nos pasa en nuestra vida cotidiana. El modo más sencillo de comprobar la insistencia del énfasis es atender a las veces en que la percibimos y -un poco paranoicos ante la posibilidad de que se le atribuya importancia a algo que queremos mantener en calma- nos adelantamos a la interpretación para clausurarla. El fantasma del énfasis se conjura señalándolo. Todos conocemos la fórmula: Con esto no quiero decir que. Hay películas que hacen de esta devaluación un programa. Por ejemplo, suspendiendo declaradamente la interpretación por causalidad. Es lo que me recordó El video de Benny.

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Elephant (Gus Van Sant, 2003)

Se trata de un recurso que aparece en películas muy distintas entre sí, y que por eso mismo llama tanto la atención. En Ruleta rusa Fassbinder se burla de la causalidad psicológica incorporándola en una ficción que incluye una niña tullida, unos padres adúlteros y el intento desestimado de explicar una cosa por la otra. Tarantino hace lo mismo en Death Proof, riéndose de la impotencia que sublimaría Kurt Russell asesinando chicas en la ruta. En Elephant Gus Van Sant muestra las imágenes nazis que ven sin ningún interés los pibes que matan a sus compañeros en Columbine, y también a uno jugando un video juego. Incluso Batman, el caballero de la noche juega cartas similares: el Guasón ofrece de sí mismo dos versiones distintas (un ataque del padre, un acto de amor por su esposa: las dos obviamente traumáticas), cuya vulgaridad y superposición no hacen sino anular su poder explicativo. Como dije antes, Haneke aporta al grupo El video de Benny, que es la más programática de todas estas películas (y la peor). El pibe asesino aparece rodeado de todos los signos que podrían invocarse para entender su conducta sin que ninguno de ellos esté en condiciones de incluir a los otros en una jerarquía o participar cómodamente de alguna explicación multicausal. Benny no mata por la influencia del audiovisual y el heavy metal, los pibes de Columbine no acribillan a sus compañeros debido a sus videos nazis, el Guasón no tiene un trauma por su jeta, los padres de Ruleta rusa no se traicionan como un trámite psíquico impulsado por el accidente de su hija, el asesino rutero de Tarantino no usa su auto porque no puede usar su chota. Para evitar estas interpretaciones las películas las incorporan y las rechazan. Con esto no quiero decir que, dicen. O mejor: ¿Serías capaz después de esto de ponerte a interpretar?

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En estos días se me ocurrió una comparación obvia e ilustrativa. El retiro de la causalidad tiene el mérito indudable de poner bruma entre las cosas y las explicaciones sencillas y tranquilizadoras que tanto les gustan a los programas periodísticos y a las escuelas. Comparar Elephant con Bowling for Columbine es suficiente como para recordar algunas cosas importantes. Una exige la participación de un director de cine. La otra puede nacer de cualquier panel biempensante de la televisión. Por supuesto, la diferencia no la hace solo el retiro de la causalidad. Elephant es excelente no tanto porque Van Sant evite las explicaciones sino porque convierte los pasillos de la universidad y los cuerpos de sus estudiantes en laberintos de belleza prontos a desaparecer. Bowling for Columbine es pueril porque Moore no tiene para dar otra cosa que opiniones correctas y un fondo con la cara de Charlton Heston para que brillen como verdades necesarias. Para Van Sant, Columbine es una Pompeya prerrafaelita. Para Moore, una nota aparecida en el periódico y una excusa para la amonestación.

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Van Sant es un cineasta y Moore un póster en la oficina de Telenoche Investiga o algún programa por el estilo. Pero más allá de Elephant, que como regla no sirve, tengo la impresión de que para una parte del cine contemporáneo la opacidad de los motivos terminó por convertirse en un truco para atrapar incautos. Un lugar común que no combate a las almas bellas sino que les guiña un ojo a los fondos de producción internacional, a los festivales y a los críticos que dicen cosas como las que acabo de escribir (y en las que creo). Es decir: a ese conjunto de lugares comunes que en una época constituye la opinión y que actúa en el mundo del cine como ciertos negocios en el de la economía: llama a la inversión durante un tiempo, pierde pronto su interés y no deja en la memoria más que un par de anécdotas y la sensación de haber dedicado energía a cosas que no valían la pena. De ahí que últimamente haya tantas películas como canchas de paddle o pistas de patín sobre hielo (son los ejemplos que me ofrecen Mar del Plata y mi edad). Así que bueno, me puse a pensar en ejemplos de la tendencia contraria: la que en lugar de opacar busca esclarecer o crear las condiciones dentro de las cuales el esclarecimiento sería posible, y en lugar de dejar en pie una roca resistente al sentido se pregunta por los modos mejores de atraparlo en su complejidad y devenir. El primer título que se me ocurrió es Northern Lights, que va perfecto. Los otros no me resultaron tan mansos. Pero (por eso) me dieron una idea.

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Northern Lights (Rob Nilsson y John Hanson, 1978)

No sé si alguien se acuerda de Northern Lights y de Cine Manifest, su autor colectivo. Sospecho que no, así que acá van unas líneas de presentación, wikipedianas. Cine Manifest fue un colectivo de izquierda integrado por seis hombres y una mujer. Los hombres: Gene Corr, Peter Gessner, John Hanson, Stephen Ligthill, Rob Wilson y Steve Wax. La mujer: Judy Irola. Se formó en 1972 con el objetivo de realizar un cine político que evitara tanto la tentación de la industria como la de la elite. La consigna era esta: “No le daremos más películas populares a Hollywood”. Cada miembro de Cine Manifest hacía una parte del trabajo (dirigir, fotografiar, editar) pero no se adoptaban, al menos en teoría, criterios de propiedad. En un texto escrito para la revista Jump Cut en 1974, Gene Corr y Peter Gessner declaraban: “Sentimos que es esencial rechazar la idea del artista autónomo separado de la comunidad”. Esta crítica del modelo de artista burgués (de un modelo de artista burgués, en realidad, porque hay muchos otros, empezando por el del artista comprometido) tenía como fundamento una crítica del modelo de vida burgués. Los integrantes de Cine Manifest vivían en comunidad y repartían equitativamente los ingresos. Su filosofía reunía tres fuentes, en una combinación muy de su tiempo. Del marxismo tomaba el modo de entender los temas sociales y el cuadro de Lenin que aparecía en sus fotos; de la experiencia de la contracultura sixtie, la vida comunitaria, y del psicoanálisis más politizado, la necesidad de analizarse de manera grupal y permanente. Cine Manifest filmó varios cortos y dos largos. El primero se llama Over-Under, Sideways-Down. El segundo, Northern Lights, es una obra maestra. El grupo se separó en 1978.

Northern Lights es menos una historia de época que una historia modelo. Posee una fuente documental -el proceso de formación de la Non-Partisan League, un movimiento fundado por pequeños propietarios para resistir la presión de los bancos y la especulación de las grandes compañías– pero su estructura profunda es móvil y permite actualizaciones múltiples. Básicamente, es una historia de iniciación: la de cómo un hombre accede después de muchas dudas a la vida política. Estamos en 1915. Ray Sorenson, su familia y los granjeros de Dakota del Norte –muchos de origen sueco y noruego, como algún personaje de Duelo en Alta Sierra– trabajan la tierra y viven de sus cosechas. Es una existencia dura pero sostenida por una ética que la vuelve digna. La presión de los bancos y la especulación en torno de los precios del grano hace que su proyecto entre en crisis. De manera muy básica, los núcleos dramáticos de la película son tres. 1) Presentación de grupos sociales separados por su lugar en la economía: los granjeros y los dueños de las tecnologías y las finanzas. 2) Conflicto de intereses y enfrentamiento de la crisis. Primer periodo, descendente: el fracaso es inevitable. Segundo periodo, ascendente: algo se puede hacer. 3) Solución ejemplar: unión de los granjeros y participación política. Northern lights recupera dos tradiciones. Por una parte, el cine nórdico, sobre todo el de Bergman, de quien toma criterios de fotografía y el sonido del viento. Por otra, el cine social estadounidense: King Vidor, el documentalismo del New Deal y sobre todo el John Ford de Viñas de ira. Visualmente, la película es maravillosa, y su contrapunto entre primeros planos y planos generales tiene que ver con su decisión de representar no solo espacios, no solo personajes, sino (y sobre todo) relaciones. Pocas veces el marxismo fue tan lírico como en esta película.

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Me acordé de las lágrimas de tres mujeres. En los finales de La noche y Viva el amor (Tsai hace un cover de Antonioni, sin dudas, aunque muy a su estilo, y con mujer sola) las protagonistas lloran desconsoladamente, agarradas del cuello por una desazón inexplicable. ¿Qué les pasa? Nada. Lo que eriza nos, diría Vallejo. El matrimonio de María Braun es muy diferente. Fassbinder (¡tan distinto al de Ruleta rusa!) filma su historia como para darle lugar y explicación a un parlamento de su protagonista. “Estoy llorando y no sé por qué”, dice la Mata Hari del milagro alemán, tal como María se llama a sí misma. Un poco por detrás, un poco al lado, en la línea de los melodramas, Fassbinder hace las cosas como acotando, brechtiano bien, con pathos, que es como mejor funciona el cine: tal vez para ella no sea claro en este momento, pero todos debemos saber que no se trata del desaire o el odio de Dios sino de un llanto histórico, sociológicamente situado, que puede decirnos algo sobre Alemania y el capital sin por ello dejar de conmovernos.

Una versión más dura de esta diferencia en el modo de entender el llanto (luckacsiana en el peor sentido de la palabra, esto es, en el que deriva de El asalto a la razón) es la que propone Aristarco en Novela y antinovela a propósito de la soledad y la incomunicación en los personajes de Fellini, poco después del estreno y el escándalo de La dolce vita. Mientras en Fassbinder no hay doctrina y el melodrama funciona como marco, en Aristarco todo responde a un criterio firme, que sirve como patrón para medir cualquier película, exista o no. Gelsomina, Zampanó, Augusto, Cabiria y Marcello se inscriben, dice Aristarco, “en el contexto de la soledad ontológica. Es decir, de una condición humana considerada inmutable y eterna, diametralmente opuesta a la soledad momentánea, contingente, dialéctica, que es propia del realismo crítico, de la gran narrativa francesa del siglo XIX –desde Balzac hasta Stendhal-, de Cervantes, Scott, Tolstoi: antitéticas la una a la otra como motivos dominantes de la vida y del arte. La primera, sin otra perspectiva que la mística; la segunda, en lucha por una solución humana y racional”. (Una reedición del libro debería ajustar la puntuación).

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A pesar de su monotonía y su ortodoxia, Aristarco era un tipo inteligente, que podía describir con agudeza aquello que demolía por no ajustarse a las obligaciones que él mismo le había asignado (el caso más obvio es el de Antonioni). Leerlo no es perder el tiempo, como dicen quienes no lo leen. Pero hay algo irremediablemente lastimoso en su manera de entender el cine. Aristarco medía la distancia de cada película respecto de unas ideas fijas, moral y políticamente afinadas con la versión oficial del materialismo histórico que sostenía el PCI, y juzgaba su calidad a partir de esa distancia, y de criterios como el compromiso, el progresismo y demás Padres estéticos. Así, Fellini y Antonioni tenían la culpa de no ser Visconti, y el mismo Visconti tenía a veces la culpa de no ser el Visconti correcto.

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Fassbinder busca historizar las lágrimas de María igual que Aristarco el desamparo de Marcello. Pero elige el melodrama, no el realismo crítico, y esa diferencia es todo. Una lágrima merece tanto respeto como un tratado de filosofía. Y más todavía en el cine. Fassbinder lo tenía claro porque conocía a Douglas Sirk, y por eso sabía que una película hecha para secar los ojos de Maria Braun era una pérdida de tiempo, solo basura ilustrada. Su arte es mucho más complejo: consiste en intentar comprender las lágrimas mientras acompaña y reconoce la pasión de la que llora. Ruiz hace algo parecido.

Como Fassbinder, Ruiz filma crítica y lágrimas en Palomita blanca, cuyo maravilloso final no tiene nada que ver con la denuncia de las telenovelas. Ruiz presenta su historia de clase –una chica del pueblo, un muchacho burgués- como contraste de la que ofrece la televisión: no hay nada más allá de las situaciones sociales que determinan nuestra existencia cotidiana y aquello que podemos imaginar para nosotros (los proyectos, el futuro, la vida buena). Pero el conmovedor monólogo de la chica frente al televisor, pidiendo por una historia telenovelesca para su vida, carece de toda mezquindad dramática. No señala una alienación sin dotar a quien la sufre de un aura sublime que nadie más tiene. Dicho con una fórmula: no es un mal Brecht, es un buen Puig. La falsa conciencia no basta para borrar lágrimas verdaderas. Ni Fassbinder ni Ruiz filman ilustraciones de tesis, muñecos para despertar espectadores.

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Lo anterior vale también para la escena de La terra trema en la que Lucía le cuenta a su hermanita cómo un príncipe la viene a buscar a Aci Treza. El lenguaje propio de los cuentos tradicionales (que otro comunista, Italo Calvino, compiló en unos libros hermosos) es más bello que el de la telenovela, pero la posición de las mujeres es la misma, y la grandeza de Visconti está en escuchar esas palabras sin someterlas a la pedagogía que su película asume con orgullo pero en la que no se quema, y a la que no le faltan momentos maravillosos como este:

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Vi Rocco y sus hermanos porque recordé que terminaba con un discurso pedagógico y quería ver cómo funcionaba en la totalidad de la película. Primero lo primero: es cine del grande. No me gusta el montaje paralelo entre la pelea de Delon y el asesinato de Renato Salvatori, ya en el final, pero más allá de esta y otras objeciones posibles (que a nadie le importan) es notable cómo Visconti rebalsa los límites del realismo socialista con la intensidad melodramática de sus secuencias. Delon es el que se sacrifica y Salvatori el que se aprovecha: dos posiciones igual de falsas. El que está en la posición correcta y por eso cierra la película con una explicación al menor de todos los hermanos (que es a la vez el espectador) es el que se convierte en obrero de la Alfa Romeo, estudiante nocturno y novio responsable, toda una imagen del obrero serio que propiciaba el comunismo. Pero lo que hace de Rocco y sus hermanos una película extraordinaria no es el cumplimiento de ciertas ideas sino la intensidad alucinada de sus secuencias y sus personajes. Es decir, Delon y Salvatori. El héroe positivo está tan desdibujado que resulta indigno de memoria.

Moraleja viscontiana. Las mejores películas que promueven la crítica y la conciencia enfrentan un problema: lo que permiten observar del mundo que ponen en escena termina más temprano que tarde borroneado por aquello que las mantiene en pie y nos hace querer verlas: un vigor cinematográfico que las empuja hacia las formas sensuales o a un exceso pasional hostil al esclarecimiento. Pasa incluso con Straub, que se supone tan bravo, atrapado desde hace décadas por Pavese y por la luz. El propio Aristarco tuvo que reconocer que buena parte del interés de Rocco y sus hermanos nacía del carácter dostoievskiano de sus personajes, tan poco afín a las tradiciones narrativas que él mismo menciona como ejemplares. La bondad enferma de Rocco, la caída estrepitosa de Simone: nada de eso responde a la norma historizadora del PCI y el luckacsismo. El discurso final -una verdadera colección de lugares comunes– dice todo lo que se debe decir y no difiere mucho de los planos que Ford le dedica a la caballería cuando termina Fuerte Apache, tan fácilmente desatendibles.

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Revisando Las bellas banderas encontré que en 1961 Pasolini escribió sobre La noche palabras muy propias de Aristarco (las barras señalan cambio de párrafo): “Para Antonioni, el mundo en el que acontecen hechos y sentimientos como los de su película es un mundo fijo, un sistema inmodificable, absoluto, incluso algo sagrado. La angustia actúa sin conocerse, como ocurre en todos los mundos naturales: la abeja no sabe que es una abeja, la rosa no sabe que es una rosa, el salvaje no sabe que es un salvaje. / Los mundos de la abeja, de la rosa y del salvaje están fuera de la historia, son eternos en sí mismos y sin perspectivas, a excepción de la profundidad sensible. / Los personajes de Antonioni no saben que son personajes angustiados; no se han planteado el problema de la angustia sino a través de la pura sensibilidad: sufren de una enfermedad que no saben cuál es. Sufren y nada más. (…) Así como sus personajes se limitan a sufrir de angustia sin saber qué es, Antonioni se limita a describirla sin saber tampoco qué es”. Pasolini no tiene nada que ver con Aristarco, pero son varios los textos que escribió siguiendo la cultura oficial del PCI. Este es uno de los más notables. Incluso distingue el tratamiento incorrecto que hace La noche de la soledad del hombre moderno del tratamiento correcto que hace La noia (el texto, de 1961, se llama «Moravia y Antonioni»). Pero si hay algo que Pasolini no fue es un intelectual orgánico. Cuatro años después celebrará El desierto rojo, que responde punto por punto a lo que le objeta a La noche y que para su previo reclamo de historicidad es todavía más inaceptable, porque uno de los personajes tomados por la angustia es obrero y lo que le pasa no es diferente de lo que le pasa a la burguesa interpretada por Monica Vitti, por no hablar del claro olor a fin de la historia que circula por la película, un tema que aparece no solo en Antonioni sino en varios directores de la época (Ferreri, Bellocchio, Godard, Straub), mucho antes de que se convirtiera en la consigna preferida de la derecha petulante y forreadora que vivió de fiesta después de la caída del muro. Por lo demás, y como siempre hay un historicista más poronga, unos años después Pasolini recibió de la prensa de la izquierda extraparlamentaria los mismos cuestionamientos que él le hizo a Antonioni. En la crítica de Las mil y una noches que publicó en 1974 La vecchia talpa (con este título y estas comillas: La ceguera del «marxista» Pasolini), el autor no identificado escribe: «¿Qué vida es esta que se alza más allá de las connotaciones económicas, políticas y culturales con las que los hombres se vuelven concretos en la historia? / Es el mundo de los instintos elementales, de la libertad de las inhibiciones, del gusto de la existencia, del pleno acuerdo entre hombre y naturaleza (…) / Pero este mundo primitivo no es tan primitivo como para que no se filtre una precisa realidad social, que es la de una durísima opresión feudal: y es cuanto menos sorprendente ver como Pasolini ubica sus mitos de felicidad y plenitud vital en las condiciones menos propicias».

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La representación contemporánea de la soledad y el malestar procede de acuerdo con dos criterios solidarios. Por una parte, la asunción de la opacidad de los sujetos. Por otra, y debido a que estos no pueden encontrarse completamente aislados, las ideas de deriva y azar, el debilitamiento de los lazos sociales y la renuncia al establecimiento de relaciones claras de causalidad. Tres claves. 1) La palabra comodín (y probablemente inadecuada) para dar cuenta de esta manera de andar por el mundo es alienación. 2) El espacio privilegiado de esta experiencia (o de su falta) es la ciudad ultramoderna. 3) El nombre propio capaz de expresar todo esto de manera sintética es Antonioni. Platform, Barren Illusions, El río, Viva el amor, el último episodio de Three Times: todas estas películas responden bastante bien a las tres claves. El tema es que cuando las veo juntas el marco que me permitió reunirlas se deshace. Hou y Jia son más sensibles a la Historia. El deambular de sus personajes está en función de un tiempo largo, que se puede percibir por los episodios previos (en el caso de Hou) o por las ruinas que los acompañan (en el caso de Jia). No me queda claro qué pasa con Kiyoshi Kurosawa porque vi sus películas de manera salteada, y las que más recuerdo son Kairo y Cure, que se mueven dentro y alrededor de los géneros. Tsai es otra cosa. Es el más opaco sociológicamente hablando y el más táctil de todos. Sus películas son admirables porque incluyen escenas como esa de El río, digna de Tati, en la que el padre desvía la lluvia que cae en su cuarto y riega una planta, o esa en que sus manos hacen de cuello ortopédico para que el hijo mantenga el equilibrio en la moto. Hay mucho amor en el mundo terrible de Tsai. Me importa esto: no se trata -como en Tarr, en Bartas y en Kelemen, en quienes también es posible encontrar alienación, ciudad y puede que Antonioni– de un mundo del que Dios parece haberse retirado. Es un mundo en el que Dios no estuvo nunca. Sus personajes no son fruto de ninguna caída y no aguardan ninguna redención (aunque puedan reencarnar). Si se parecen a las cucarachas no es porque sean bichos lamentables sino porque son capaces de sobrevivir a una explosión nuclear. No hay muchas películas en las que el deseo se sienta tanto, se huela casi, como I Don’t Wanna Sleep Alone. Es un lugar común hablar del agua en Tsai. Pero sus fluidos son también el sudor, el semen, las lágrimas, el pis. Cada vez que dos personajes se tocan hay acontecimiento. El final de The Hole me produce más euforia que el de las comedias románticas. Buscar la mano del otro en el fin del mundo. Hablame de amor.

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The Hole (Tsai Ming-liang, 1998)

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Visconti me llevó a Rocha. Vi Barravento, Dios y el diablo en la tierra del sol y Tierra en trance. Lo que se dice un saque. También repasé unos textos de La revolución es una eztetika. Sin las películas en el horizonte, el libro es un destacado testimonio de su época. Un conjunto de intervenciones feroces domadas por el tiempo. Con ellas, es algo mucho más importante: la revoltosa (y mutante) ars poetica de un director arrebatado. El Tercer Modelo del que habla Rocha en algunos de sus ensayos comparte con el Tercer Cine de Cine Liberación la exigencia histórica antiimperialista pero se distingue en su realización por su tensión interna. Hoy por hoy, La hora de los hornos necesita la ayuda de un aparato filológico para recuperar la coherencia que sostiene el conjunto de autores citados. Rocha es muy distinto. En Tierra en trance, que es su obra más radical, la coexistencia de la dimensión política y la dimensión poética es imposible y necesaria, y de esa contradicción nace lo que vibra en la película: una resistencia a su tiempo que la incorpora a él de una manera especial, turbulenta.

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El esclarecimiento ocupa un lugar central en el primer Glauber. Pero sus películas se hacen más apasionantes a medida que sus formas siempre en tensión borronean sus intenciones críticas. Barravento declama su modernidad de manera atropellada. Como la posterior Dios y el diablo en la tierra del sol (pero sin su alucinante intensidad) su tesis es más clara que su desarrollo y se impone, antes que por la evolución de una historia y una conciencia, por declaraciones y arrebatos. En este caso, su cartel de apertura ayuda a distinguir de entre todas las ideas que se enuncian la que la película considera adecuada: los pescadores de Bahía no se salvarán por la diosa primitiva a la que adoran sino por su propia fuerza. Como los pescadores de La terra tremaBarravento es un catálogo de ceremonias -samba, capoeira, canciones de ocio y trabajo, un ritual candomble -registrado con paciencia y sin la neutralidad presunta del etnólogo. Es también una película algo tibia, si se tienen en cuenta los ardores que vendrán. Entre sus imágenes se encuentra la de una bomba bahiana muy parecida a la Loren de La mujer del río y la Magnano de Arroz amargo, una concesión que Rocha no repetirá (tal vez lamentablemente).

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Barravento (Glauber Rocha, 1962)

La consigna de Barravento era clara: hacer uso de la expresión popular sin rendirle tributo a su ideología. O en otras palabras: elaborar una crítica que no fuera totalmente exterior al grupo social representado.

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Rocha fue cruel con el cine comercial y con el cine vanguardista, a los que acusó de obstáculos para un verdadero cine popular y formalmente innovador. La experiencia en Brasil de un Hollywood en San Pablo y una modernidad cosmopolita le parecieron soluciones falsas para el problema real y acuciante del cine en el subdesarrollo. En su lenguaje, “el populismo comercial” remedaba a Hollywood y el “vanguardismo revisionista” daba la espalda a las necesidades de expresión del pueblo hambreado. La misión del Cinema Novo debía ser elaborar una síntesis superadora, una tarea coherente con las intenciones críticas de las películas que lo fundaron. Pero –a pesar de su propio programa- Rocha no es la voz de esa reconciliación sino de la enemistad perpetua. Se nota perfectamente en Dios y el diablo, que permite observar cómo su cine tropieza con el mismo proyecto que lo impulsa. Rocha continúa en el camino de la crítica: el santón y el bandolero son salidas erróneas para el oprimido, así como Hollywood y la modernidad europea lo son para el cine brasileño (y el santo Rocco y el chanta Simone para Visconti). Por eso los dos mueren a manos de Antonio das Mortes, un personaje de dimensiones trágicas, el partero de la historia, que despeja con su violencia los obstáculos que desvían o demoran el enfrentamiento que convertirá el sertón en mar y el mar en sertón. Como en Barravento, Rocha afirma la voluntad de los hombres en contra del destino, la religión y los modos de rebelión primitivos, y usa formas populares para cuestionar ideas apegadas a esas mismas formas.

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En su modo más tradicional la crítica exige una evidencia falsa que ella misma se encargará de demoler. Está la historia y está el mito, y una debe vencer al otro, porque su triunfo permite interpretar el mundo como modificable y por lo tanto cambiarlo. Esta visión, que sostiene toda política progresista, tiene consecuencias profundas (y en general negativas) para el cine, porque su propia lógica estimula las formas tímidas, el ahorro, el rigor, el ascetismo y el miedo a las pasiones. Lo notable en Rocha es que a pesar de incorporarlos, sus películas no responden a estos criterios. Muy por el contrario: ganan interés cuando son menos estables, y su presunto ascetismo no es tal. Dios y el diablo está compuesta por planos en apariencia tan pobres como la tierra que registran, pero posee una riqueza cinematográfica singular, un sinnúmero de coreografías mínimas que convierten el hambre en recurso de estilo a la vez que cuestiona la legitimidad teórica de esa operación en el nivel de los contenidos. No hay bien en la pobreza, pero el cine que realmente quiera dar cuenta de ella debe ser pobre, no en sus formas sino en su producción. En Rocha hay una estética del hambre en lugar de un sobrecargado despojo místico como el de Dreyer, a quien el brasileño recuerda en más de una oportunidad. Dios y el diablo es una película tensa, siempre en conflicto consigo misma. Hay en ella arrebato y razón. Magia y esclarecimiento. Su inestabilidad permite la disputa ideológica y una emoción estética singularísima, furiosa y antiacadémica, que la sostiene en pie todavía hoy y constituye su verdad.

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Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (Glauber Rocha, 1964)

Puede que la correcta visión política asegure determinados aplausos y simpatías, pero definitivamente no asegura el valor de una película, ni su persistencia. En Dios y el diablo hay una apelación a la conciencia que da la espalda al personaje en trance, como si todavía existiera una obligación con el espectador, a quien no se puede dejar abandonado a la misma carrera loca con la que la película termina. Existe una voluntad didáctica en Rocha. Es clarísimo. Incluso se habla en un momento de lección. Lo que debemos aprender como espectadores es que la tierra no es del Diablo ni de Dios sino del hombre, y que en manos del hombre está su destino. Pero en la carrera que emprende el personaje al final, y que resulta mucho más atractiva que la lección, no hay conciencia sino arrebato, no hay razón sino impulso místico, y sobre todo una energía cinematográfica alucinante, que ofrece mucho más que la enseñanza que podemos llevarnos, y que por eso mismo la borronea.

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Sigo metido en el mismo mambo. Junto a Oshima, Rocha es el más díscolo de los herederos de Godard. Pero si hay un cineasta europeo al que lo acerca su labor como intelectual caliente, ese cineasta es Pasolini. Como Pasolini –cuya obra no esconde nunca la tensión entre marxismo y cristianismo– Rocha trabaja con fuentes filosóficas encontradas. En su primera época (la de la estética del hambre) hay un conflicto entre la razón y su función de esclarecimiento y el mito y su presunta verdad tercermundista. De ahí que su proyecto consista en una doble operación: recuperar y cuestionar las tradiciones populares brasileñas y capturar y reconvertir la modernidad europea. El resultado es un extraño y excitante irracionalismo crítico, que pretende la locura de las formas y la claridad del concepto. El trance y la conciencia. Como decía antes, en Barravento la división entre mito e historia es clara, y en Dios y el diablo , confusa pero todavía observable. En Tierra en trance -su tercer largometraje y su obra maestra- todo es nervio: el pueblo es horrible, el esclarecimiento pierde su lugar y la violencia es recusada de modo aún más extravagante que cuando era evocada como única solución a los problemas del hambre.

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Tierra en trance (Glauber Rocha, 1967)

Tierra en trance es el monólogo desesperado de Martins, un intelectual que quiere participar de la política y que no puede dejar de comprender todo desde dos puntos de vista simultáneos y excluyentes. El diálogo que resume el conflicto es el siguiente: “La política y la poesía son demasiado para un solo hombre”. Martins recuerda a Fabrizio, el protagonista de Antes de la revolución de Bertolucci, inquieto por motivos similares. Pero su tormenta existencial es más severa. Esta diferencia de tono entre lo que le sucede a un intelectual europeo y lo que le sucede a un intelectual latinoamericano es fundamental en Rocha, porque tiene que ver con el subdesarrollo y con la manera adecuada de situarse frente a él. En Tierra en trance no hay nada semejante al PCI de Antes de la revolución, que funciona como una referencia clara, incluso paternal. La política tiene otros actores. De un lado, trabaja el dictador futuro, del otro el líder populista. Ambos encarnan falsas soluciones para los problemas de Brasil, así como el santo y el bandolero lo hacían en Dios y el diablo en la tierra del sol.

La diferencia profunda es que en esta última hay una crítica del mito, aun cuando esta ocurre a espaldas del personaje principal, arrebatado por la borrasca entre mística e histórica que nunca se detiene. En Tierra en trance no hay ya un doble nivel, y la confusión de su protagonista es también la de la narración. En sus dos primeras películas –tan diferentes entre sí– Rocha anuncia y reclama la violencia: la tormenta (el barravento) como revolución y la inversión de la jerarquía existente (el mar será sertón y el sertón mar). En Tierra en trance todo ocurre en el momento anterior a la muerte: la película es un espacio mental alocado en el que coinciden diferentes tiempos, niveles culturales, geografías, proyectos políticos y estados de conciencia. En medio de todo eso, el escritor comprometido, arrastrado hacia un lado y otro, puesto frente a sí mismo, delibera interiormente. La película es una obra maestra del desequilibrio, un anti Qué hacer. Rocha encarna como nadie las aporías del cine crítico. Cuando más apasionantes son sus películas, más difícil es salir de ellas con algo en claro. Alguna vez quiso resolver este problema cambiando el sentido de la palabra hechizo. No sería ya un modo de perder la conciencia y olvidar las injusticias sino justo lo contrario: embrujados por el cine, los espectadores no querríamos seguir en el mundo que conocemos, y buscaríamos cambiarlo.

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Agua, tierra, cielo: el plano general lejano en Barravento, Dios y el Diablo en la Tierra del SolTierra en trance.

Después de Tierra en trance Rocha asumirá más plenamente su irracionalismo, propondrá una estética del sueño en lugar de una estética del hambre y filmará películas poseídas, dignas de memoria pero más autocentradas en su delirio, sin la dramaticidad de sus primeras obras.

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Resumo ideas porque esto es ya un desorden. Una cierta modernidad puritana elaboró una vez un argumento ridículo a espaldas de sus héroes: en la emoción el espectador se pierde, no mira. Fassbinder y Ruíz se mueven en su periferia, sacándoles la lengua a los cultores de la distancia crítica por medio del melodrama o el absurdo. Rocha entra y sale, enloqueciendo las formas y las ideas, confundiéndose a sí mismo. No esclarecen sin ofrecer al mismo tiempo lágrimas, risas o (en el caso de Rocha) una furia indomesticable, que lleva al cine más cerca de Céline que de Brecht. Porque así como hay un mal bobarismo, que apunta a la alienación y olvida lo sublime, hay también un brechtismo idiota, que reduce a su héroe al pobre papel de concientizador de espectadores y desconoce todo lo que Brecht escribió en favor del entretenimiento, todo el pathos y la sensualidad que hay en sus obras maestras y que las sostienen en pie todavía hoy, cuando sus razones políticas se han debilitado. Es cierto que en El alma buena de Se Chuan hay un impulso historizador y que sus postulados no son muy distintos de los que llevan a Aristarco a cuestionar a Fellini (y a Pasolini a cuestionar a Antonioni, y a La vecchia talpa a cuestionar a Pasolini). Pero también es cierto que El alma buena de Se Chuan es un cuento de hadas, y que el Fassbinder de La angustia correo el alma está mucho más cerca de su grandeza que el Kluge de Anita G o Trabajo ocasional de una esclava, mucho más serio, nada melodramático, siempre distante.

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No tengo más tema desde hace rato. Tengo, sí, esta idea, que la ya lejana (y borroneada en la memoria) Happy End terminó por sugerirme después de tantos desvíos. Si hay un cine que hace mal –en el sentido que sea- es el que puede pasar por importante. Haneke es más pernicioso que (por decir) Michael Bay. Michael Bay hace películas imbéciles y torpes. Haneke también, pero pretende un lugar en el arte. Por eso las urgencias que promueve cada uno son distintas. A Michael Bay hay que sacarle pantallas. La pelea que hay que dar al escribir es contra Haneke. O contra el que sea que filme para cantarnos la posta acerca del mundo, y regalarnos de paso la cómoda indignación del burgués cultivado.

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