Golosinas del cielo, por Marcos Vieytes

Malambo (Alberto de Zavalía, 1942) empieza con una declaración: «Santiago del Estero, tierra de leyenda». O sea, de cine. Una mujer vestida de negro bate el parche que colgaba de un árbol, agarra un hacha y camina hacia un muchacho que espera junto a dos montículos rectangulares de tierra coronados con cruces. Lleva los ojos tapados por una manta. «Podridos de tanto llorar», agregan los paisanos que nos cuentan la historia mientras toman mate. Poco después, la sensación táctil de una telaraña se transfiere al espectador mediante el primer plano de las manos de una chica ciega que la acaricia. Y empieza a sonar un arpa. Al final de La vida de Carlos Gardel, también de Zavalía, el fantasma del cantor regresaba por su novia sobreimpreso a unas cortinas animadas por la brisa. Las imágenes acarician y la caricia, montaje mediante, es evidencia del espíritu. Hay pocas películas argentinas que confíen tanto en la sensualidad mítica como Malambo. La Virgen materializa una flor de algodón sobre la piel de un tigre y el gaucho que cuenta la historia bautiza para siempre la experiencia: “Golosinas del cielo”.

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Malambo

Su héroe, potencial superheroe contemporáneo, se llama Runa Uturuncu y exige venganza para los pobres. Son muchas las razones que lo asisten: Malambo engarza mito y protesta social junto con la violación de ese tabú cinematográfico estadounidense que supo ser la muerte infantil, más aún cuando se trata de un asesinato (al igual que Con el sudor de tu frente, de Viñoly Barreto). Abunda en iconos extraordinarias, como la madre que se vendó los ojos hasta que sus muertos no sean vengados. Hay árboles llenos de pibes como pájaros que ilustran el recuerdo de un personaje. Entonces el plano es simultáneamente descripción y transfiguración, además de anticipación de lo siniestro, como en esos documentos legendarios que son muchas de las películas portuguesas contemporáneas. Hay exteriores cuya épica es construida sobre el eje vertical de los quebrachos, tronco del cine político argentino, y el horizontal de los ferrocarriles al servicio de la explotación extranjera que Scalabrini Ortiz advirtió como nadie. Hay sets artificialmente iluminados por soles rojos tan flamígeros como los de Sukiyaki Western Django o cualquier otro actual escenario mitológico -teatral o animado- de Takashi Miike.

Los títulos de Malambo (Alberto de Zavalía, 1942) y de Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973) aparecen sobre superficies que se parecen: tierra quebrada por la sequía en una y cuero curtido en la otra. Las dos son pardas y ambas películas empiezan con voz en off. Pero voy a ocuparme de Nazareno Cruz y el lobo (1975) y un par de películas más, cuatro golosinas del cielo que filman lo increíble: una leyenda aborigen en Malambo; el delirio surrealista de una madre en Donde comienzan los pantanos (Antonio Ber Ciani, 1952), que mezcla la pasión melodramática con la católica; el mito del lobizón que le permite a Favio recuperar un radioteatro de su infancia y rodar su más extraordinaria película; y la mirada de El fantástico mundo de la María Montiel (Zuhair Jury, 1978), que no es fantástica ni maravillosa en sentido estrictamente académico sino infantil. Cuatro manifestaciones de una sensibilidad en la que amor, pasión, ternura y sensualidad encuentran formas cinematográficas fabulosas.

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Malambo

La voz en off de Nazareno Cruz y el lobo nos promete «la historia más real» y Favio no le deja faltar a la verdad. El cuento de Malambo sucede junto al fogón encendido para el mate, y para el asado en Donde comienzan los pantanos. Para la mayoría de nosotros, espectadores urbanos de este siglo, los gauchos son tan fantásticos como el lobizón de Nazareno o el hombre tigre de Malambo. Su presencia y su decir no tienen que ver exactamente con el realismo, si es que alguna vez fueron percibidos de tal modo (ya en 1936 Leopoldo Marechal comentaba así la escena teatral de 1905 en su Historia de la calle Corrientes: «No tardará el teatro nacional en rasguear nuevas cuerdas: el campo está lejos, cada vez más lejos de Cosmópolis, y el gaucho confina ya con la fábula»).

Los atributos de este cine, tan míticos como los del western norteamericano, son también afectivos. La edad que damos a los narradores de estas películas, ya sea por su aspecto o por sus voces, es la de los abuelos, que oscila entre la vejez y la atemporalidad. Cualquiera que haya contado con la suerte de tener uno nacido a un centenar de kilómetros de la capital federal o de cualquier otra gran ciudad recordará haber escuchado de su boca, junto a la cocina a leña, historias de aparecidos que en el recodo de una huella se suben al caballo o a la carreta del paisano que se aventura a recorrerla en noches sin luna, luces malas que se acercan lenta pero inexorablemente a las casas flotando en el espacio hasta inundar los interiores con su diabólica claridad mientras las chapas de los techos chillan durante horas con el sonido atronador del cinc, como si el diablo se hubiese puesto a zapatear un malambo infernal. Ninguna de estas cuatro películas quiere ser un exacto acercamiento al pasado ni alardean de rigor histórico. Son reales, no realistas: crean una mitología, regalan ilusiones, sentimientos, alguna que otra apasionada denuncia y hasta la satisfacción de la revuelta.

La inmensidad abunda en todas ellas, tanto que en el primer plano de Malambo posterior a los títulos vemos lo que el narrador define como “campo del cielo”. Los exteriores mandan, llenan el ojo de horizontes, alturas y claridades físicas tales (con sus correspondientes cerrazones, honduras y sombras) que los personajes, tanto como lo que les pasa y sienten, reciben la inspiración necesaria para corresponder con su espíritu a tan extraordinarias dimensiones. Y nosotros con ellos, de acuerdo a la eficacia del relato, el tamaño de nuestra esperanza y la inclinación de los sentidos a saborear el ánimo. «Golosinas del cielo» no es la única yapa verbal de estas películas, en las que pueden oírse varias de nuestras más inolvidables líneas de diálogo, maneras de nombrar en argentino fantasías domésticas y vastas intimidades: “Asustarse de vicio / Todo hijo quiere ver los ojos de su madre / Es justo que incendies y mates / Un nombre lo llenaba de curiosidad / Ojos llenos de imposible / Les enseñé a ser gente / Debe morir el que mató a un varón como Gaspar Taboada / No quiere que la esquile / ¿La vida? Valiente basura / No dejés parir a tu mujer / Fue sutil el castigo / Che, Juana, yo me quiero casar con usted / Ya no quiero las cosas / Cada uno vive preparando su muerte / ¿Cómo se explica tanta maravilla?”.

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Nazareno Cruz y el lobo

Malambo es una mezcla fascinante de melodrama rural, cine fantástico y rebelión social que, de haberse filmado cincuenta años después, nadie dudaría en llamar despectivamente pastiche posmo. Tarantino la amaría. Un alma en pena de carne y hueso se niega a darle uso a los ojos hasta que el primogénito no cumpla con su voluntad. El héroe, por más héroe que sea, nunca deja de ser hijo además de adquirir poderes aparentemente sobrenaturales, por no decir revolucionarios, y enamorarse de la hija de su enemigo, ciega de verdad. Las culturas autóctonas y el cristianismo católico se disputan simbólicamente el conflicto sin solución clara. Algo más pueden aportarnos los recuerdos de la sequía que padeció Santiago del Estero a fines de la década del 30, tanto como el del santiagueño Homero Manzi, que denunció el desmonte indiscriminado como causante de ella y llevó adelante desde la revista «Ahora» una campaña -de mendicidad según el socialista Alfredo Palacios- para que el gobierno se hiciera cargo de las consecuencias, interviniera y regulara la actividad. Cinco años antes de que Malambo se rodara en Santiago del Estero, Manzi viajó a la provincia como corresponsal. Allí se encontró con Roberto Arlt, que le dijo: “Es necesario que nuestro relato sea terrible. Implacable. Amargo. Casi siniestro. Es necesario que los lectores vomiten de asco y de vergüenza frente a la realidad de Santiago del Estero, provincia olvidada por la oligarquía”.

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Nazareno Cruz y el lobo

El guionista Hugo Mac Dougall (autor de un libro llamado Batallas del cine argentino) era tan cercano a Manzi que, además de escribir con él los guiones de Nobleza gaucha, Huella, Confesión y Ceniza al viento, había vivido en su casa unos años antes. Ni Arlt ni Manzi participaron de la película, aunque hay versiones de que este último convenció a de Zavalía para que la dirigiera. Una década más tarde escribiría para el director los guiones de Rosa de América y De padre desconocido, justo antes de que Zavalía y su esposa Delia Garcés se fueran de gira por su disenso con el peronismo. Manzi también morirá antes de ver el bombardeo a Plaza de Mayo y el muy católico golpe del 55 que tres años más tarde Zavalía justifica en su obra teatral El límite. Aunque políticamente distantes, no hay distancia formal incontable entre el romanticismo hispanista del director y la poesía de Manzi, que prescinde del lunfardo en las letras de sus tangos y de pintoresquismos gauchescos no funcionales al lirismo en sus composiciones rurales. La partitura original de Ginastera termina de confirmar el acercamiento culto a materiales rústicos de Malambo, sincretismo del que salen beneficiados el cine, el sueño y los sentidos. Treinta años después Favio amalgama el Rigoletto de Verdi con una la versión de Soleado grabada por los italianos del Daniel Sentacruz Ensemble.

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Nazareno Cruz y el lobo

En todas estas películas los sentidos están expuestos a una fricción de materiales que activa, ensancha y profundiza la percepción. El encuadre recorta imágenes duras o blandas de la naturaleza, agresivas como las del suelo seco, los espinos, el pantano, los médanos y el cangrejal, o amigables como la sedosa telaraña musical, el sol que le imprime su temperatura a la imagen gracias al desenfoque, el grano y la música, la ventana cuyo marco blanqueado a la cal exhibe macetas con plantas de colores, y el agua florida del romance. La fotografía de Juan Carlos Desanzo para El fantástico mundo de la María Montiel es algo más que impresionista. El espíritu naif del enamoramiento gaucho hereda por igual el idealismo erótico hippie y la voluptuosa culpa cristiana de Armando Bo. Como Nicholas Ray y Elia Kazan reconocieron a los adolescentes de Rebelde sin causa y Esplendor en la hierba, Favio enaltece a los amantes que luchan por encontrar un lugar fuera del mundo con igual lirismo. Todos estos directores usaron el cine para materializar el paraíso, existente en tanto capaz de ser imaginado: Ber Ciani, siguiendo las huellas del Negro Ferreyra de Sol de primavera (en cuyo plano de la siembra está la semilla de aquel otro en que Nazareno y Griselda surfean sobre un arado). Los Jury, insuflándole el espíritu de Fellini a formas propias.

Si el “campo del cielo” de Malambo alude a esa región fronteriza de Chaco y de Santiago del Estero donde no cesan de encontrarse meteoritos que todavía alimentan las cosmogonías qom y wichí, Favio y Jury filmaron en canteras y depresiones que bien pueden ser pensadas como cráteres y hondonadas, huellas del cielo o cielos cinematográficos invertidos, como La Salamanca de Nazareno Cruz y el lobo, a la vez autóctona y prestada por el Petronio imaginado de Fellini en su Satyricon. Al mucho cielo literal de Donde comienzan los pantanos se suma su “cielo gaucho” del mar, como uno de los personajes llama al sitio de donde viene la mujer. La alusión tiene doble sentido: Adriana Benetti era una actriz italiana que había cruzado el océano para filmar en un mismo año esta película y Las aguas bajan turbias, y las mujeres de todas estas películas también son la Diosa. Delia Garcés quiere ser la Virgen María en Malambo, pero hay otra virgen, La Morenita, que le disputa primacía simbólica (de Zavalía le dará plenamente el gusto a su mujer escribiendo y poniendo en escena La doncella prodigiosa en 1961: Buñuel no pudo querer otra cosa que coser el sexo de ese paradigma de la santidad en Él, así como Tinayre hizo violar a Mirtha Legrand, otra «ingenua», en La patota), y acaso pueda verse en esto la mano de Manzi si atendemos a lo que dijo en una de las conferencias que pronunció en FORJA a propósito de la explotación rural: “Para que (el gaucho) vuelva a la manera del hogar, que yo no defiendo con criterio cristiano”.

La pulpera de Santa Lucía que un mazorquero y un payador de Lavalle se disputaban «era rubia» desde que Héctor Pedro Blomberg la transformara en arquetipo popular allá por 1929. Para más datos, «sus ojos celestes anunciaban la gloria del día». Cien por ciento gringa. «Nosotros, en el interior, cuando soñábamos una mujer hermosa e inaccesible la soñábamos rubia», dice Favio. Las mujeres de estas cuatro películas son blancas y, en un par de casos, efectivamente rubias, tan claras que encandilan. «Llegabas por el sendero, / delantal y trenzas sueltas», recuerda Manzi en su Milonga triste. Sueños húmedos de hombres ásperos, curtidos. «Duros pero quebradizos», según Joaquín Gómez Bas, incapaces de soportar la vida sin el espejismo de ese oasis. El caso más ejemplar de lo imprescindible que eran esas imágenes -esas frescas encarnaciones incandescentes- se da en El fantástico mundo de la María Montiel, donde la ausencia de una mujer seca literalmente al protagonista, en contraste con las torrenciales aguas en las que Nazareno nada con Griselda, devorada por el hombre niño de la cámara que panea una y otra vez a su alrededor y filma su boca abierta, absoluta, con ternura literalmente obscena: sabe que la suavidad carnosa de los labios y la lengua es custodiada por esa dentadura que se afila en la risa (como la de Marushka Detmers en El diablo en el cuerpo).

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Nazareno Cruz y el lobo

La amada y la madre de Malambo quedan unidos por la inutilidad de sus ojos. El protagonista no desea nada más que ver los de su madre. Nazareno sueña con un hijo mientras desaparece en la garganta de Griselda, insondable como un vientre. Benetti le disputa la tenencia del suyo a la Madre Tierra en Donde comienzan los pantanos. Benedetto concibe a la protagonista de El fantástico mundo de la María Montiel y, con ella, a la película misma y su punto de vista dominante. Todas y cada una de esas mujeres son la Diosa porque son fértiles, y con ellas el cine rinde tributo a la claridad que lo alumbra (el nuestro espera todavía la aparición de un Arlt del terror, un enfArlt terrible, un poeta oscuro capaz de filmar el lado de la sombra, el sol negro, la Luz Mala).

*

– ¿Cómo era que se llamaba?

– Paloma.

– Lindo nombre pa’arrullarla.

Además de lindo pa’ la chanza, ese nombre se adivina significativo. Para la protagonista de Donde comienzan los pantanos, extranjera venida del mar y criada por una criolla a quien llaman Vieja Vizcacha, aquel nombre es flamante porque acaban de bautizarla. El cura gaucho ve con malos ojos a la vieja curandera, otra de esas brujas que se dejan ver por estas películas (la Lechiguana de Nazareno es su mayor y mejor arquetipo) porque compite con su sistema de valores. Cuando el gaucho llamado Gavilán llega a la esquila cantando una letra de Cátulo Castillo con música de su padre que dice “qué lindo es volver / trayendo un querer / vamos, paloma”, y se fija en ella sin saber aún cuál es su gracia, tenemos la certeza de que esa coincidencia es otro nombre del destino. El diálogo de Donde comienzan los pantanos recuerda el chamuyo pícaro con que Edgardo Suárez se levanta a la chinita de la feria en Juan Moreira:

–          La felicito… por los patitos. (Truenos y relámpagos). Santa Rosa ¡qué inoportuna! Se viene el agüita.

–          Tal vez le lave los pecados.

–          ¿Quéééé?

–          ¡Los pecados!

–          ¿A mí? Ni el deluvio, mi chinita…

A la protagonista de Malambo la llaman «Urpila, la paloma» y el título de Nazareno Cruz y el lobo se completa con «las palomas y los gritos». A los otros personajes de Donde comienzan los pantanos también se los conoce por nombres de pájaros. La protagonista se llama Paloma porque ha de ser esposa y madre fiel, espíritu santo de una película que incluye subjetivas de la Virgen. Como al principio el amante es un Zorzal, nada mejor que el protagonismo del tenor Alberto Gómez. Su personaje, trabajador temporario, hombre de a caballo, andariego y feliz hasta entonces, termina siendo un Gavilán despojado de su bien por un inmigrante tan italiano como la actriz. La denuncia de la novela de Elbio Bernárdez Jacques acerca de las tribulaciones y la marginación del gauchaje ponen a esa ya indigente ficción literaria en segundo plano. La escritura se enciende sólo cuando quiere dar cuenta de la pasión amorosa, pero el guión de César Tiempo restituye la primacía poética del relato a través de la fábula, afirmada por el casting que instituye y consolida arquetipos. Adriana Benetti no es la única que repite su papel de Las aguas bajan turbias: también en ambas Eloy Álvarez es el «turco» rapaz, intermediario de los explotadores, al que bautizan Chimango en la de Ber Ciani.

El director de Donde comienzan los pantanos y una decena de películas más fue actor y funcionario del instituto de cine durante una de las presidencias de Perón, filmó una película donde aparece un set de televisión antes de que tal cosa existiera en el país, y aprendió a dirigir asistiendo a José A. Ferreyra. Como en el cine del Negro, los escenarios naturales se imponen con toda la potencia que tienen para nosotros los exteriores filmados hace ochenta años, intervenidos por el contexto narrativo y el lirismo de la mirada. La obra de Ber Ciani no parece católica en el sentido oficial en que suele serlo la de Zavalía, pero no cabe duda de que era creyente, sobre todo en la potencia espiritual del cine. San Martín se aparece después de muerto en De la sierra al valle, las imágenes de Cristo y de la cruz son centrales también en Donde comienzan los pantanos mucho antes que en El exilio de Gardel, y sendos curas gauchos ocupan lugares relevantes en la intriga, lo que implica un gusto por la dimensión ritual y potencialmente metafísica de la puesta en escena, que no excluye el humor ni esa sensualidad irreverentes que se llama picardía. El imaginario católico de estas películas no aporta tanto una moral de la castidad como estéticas varias de la revelación. En ambas hay canciones, santo y seña del primer cine sonoro y de buena parte del mejor cine nacional que no se ataba a la representación cerrada sobre sí misma. La inolvidable aparición del Chúcaro es digna de un rockstar. Entre nosotros falta un Almodovar que actualice pasiones tradicionales como en La flor de mi secreto con Joaquín Cortés.

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Nazareno Cruz y el lobo

Nazareno Cruz y el lobo es la piedra de toque faviana. Primero, porque no pertenece a su trilogía inicial, respetada incluso por aquellos que rechazan políticamente a Favio. También porque son películas en blanco y negro, todavía están cerca de la Generación del 60, las apadrina el prestigio de Torre Nilsson y no fueron vistas por millones de personas cuando las estrenaron. Hay una nueva generación que ha transformado a Soñar, soñar en su preferida, aunque esta tampoco tuvo éxito de público. Al margen de la boletería, que mucho le importaba a Favio sin embargo, Nazareno Cruz y el lobo lleva al espectador de la mano como se lleva a un chico a un parque de diversiones. No nos queda otra que mirar el misterio del mundo a través de sus ojos sin la más mínima duda y con toda su ilusión, pero con la dolorosa presunción del desencanto. A diferencia de Soñar, soñar, donde ese punto de vista sólo se corresponde exactamente con el de Monzón, que es como decir con la mitad de la película, toda Nazareno Cruz y el lobo nos hace ver y sentir de esa manera, que nada tiene que ver con la infancia real, como demuestra Crónica de un niño solo, ni con un punto de vista carente de ambigüedad. Ese chico en estado de gracia que es el espectador constituido por muchos de los más grandes cineastas es una versión del enamorado -hasta el Diablo es amor en Nazareno Cruz y el lobo– tanto como del creyente, pero el punto de vista de la película está atravesado por una piedad que acompaña y celebra el júbilo de sus personajes sin que lo encarne del todo.

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El fantástico mundo de la María Montiel

Favio ya había filmado en Juan Moreira una maravillosa noche americana, tan azul como los títulos de Nazareno que aparecen sobre esa falsa noche del cine más verdadera que cualquier otra, cielo inmediatamente atravesado por un par de rayos de película de terror vieja o barata. Las cartas están sobre la mesa desde el principio: se trata de creer, de imaginar a los actores como el oyente se imaginaba a los del radio teatro original, de ver más allá como en el cine que, disponga o no de milagros, apariciones o bultos que se menean, aspira a la revelación. «¿Vendrás alguna vez? Mentime. Mentime si es que nunca, nunca volverás, porque prefiero vivir de esa mentira que andar tras de la muerte sabiendo la verdad», supo escribir Luis César Amadori -director de esa otra golosina del cielo que es Madreselva- en una letra de tango que además es una de nuestras mejores poéticas cinematográficas. Y Favio nos miente como se mienten los enamorados cuando dicen la verdad de su instante.

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Juan Moreira

Para colmo, en 1975. El contagioso entrevero de gauchaje y milicada al principio de Moreira, que había filmado dos años antes, deja paso al río revuelto de Nazareno que arrastra y hunde al padre y los hermanos del protagonista en medio de la tempestad previa al golpe del 76. No quedan hombres en la familia, pero abundan las mujeres militantes: la madre que les canta las cuarenta a la vecindad mientras atraviesa la calle principal con el bebé en brazos y la tierra en la cara -discurso incluso más apropiado a una madre soltera que a una viuda-, la bruja que avanza -si no en el contraplano, ¡en un contratravelling!- para reunirse con ella y amadrinar el bautismo del nene ante la defección de la feligresía, y el ángel rubio de Griselda, a quien Favio filmó con la devoción que Mamoulian le dedicó a la Garbo en Reina Cristina. Jury también filma una fábula de amor en el peor momento de la historia argentina, 1978, recordándonos mediante una pared donde se lee «Vote» al fondo de un plano (otra pintada tan fundamental como la de La calesita de Hugo del Carril) que no hay reconciliación a cualquier precio.

Favio arrebata poesía del cine europeo y la transporta al territorio de Nazareno Cruz y el lobo. Los campesinos que desfilan por el borde superior de la barranca podrían ser los mismos que se lleva la muerte al final de El séptimo sello, con la salvedad de que bailan algo más parecido a un desfile circense que una danza macabra. Un viejo loco, como el de Amarcord, repite un elogio a la guerra en italiano. Filmadas en depresiones naturales o artificales del terreno, los campos visuales de Nazareno Cruz y el lobo y El fantástico mundo de la María Montiel funcionan como espacios autónomos que, separados del mundo, son su emblema. Como las pistas de circo en las películas de Max Ophüls y de Fellini. Los campos sonoros de ambas son, junto con los de Armando Bo, algunos de los más ricos que ha dado el cine argentino. Con los gritos, y sus contracampos de silencio, Favio y Jury ensanchan el espacio físico y profundizan el espiritual. La imposibilidad de llorar de Bebán en El fantástico mundo de la María Montiel es también retracción sonora, inaudito revelado por Jury, dimensión afectiva del personaje que impregna a la película. Partiendo de expresiones y repliegues físicos viscerales, Favio y Jury destilan las emociones de los actos que las manifiestan y terminan por filmar lo increíble: sentimientos en estado puro, esencias sensuales, energías, atracciones y espíritus, protagonistas de «la historia más real que en todo el mundo ha sido».

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