Hace un par de semanas vi Ángeles y demonios (Ron Howard, 2009) porque transcurre en Roma, y nada de Roma me es ajeno. Lástima. Es alto bodrio. Trata (es un decir) de complots vaticanos, de Camerlengos, de iluminattis, de la ciencia y de la fe. Con estos mismos elementos César Aira te escribe una novelita genial. Una historia de amor al estilo de La costurera y el viento. Una aventura barrial-delirante con monjas y monstruos como El sueño. Una serpentina de episodios como La liebre o El santo. Pero no. Acá todo es serio, empezando por los infinitos y multidireccionales movimientos de cámara, destinados a monumentalizar lo que ya es monumental. Cuando escucho la palabra Bernini busco un drone, debe haber dicho alguna vez Ron Howard. Y a eso se dedicó. A inflar planos.
No pretendo convertir la literatura de un genio en un arma para fusilar películas industriales. Que de eso se encarguen los Justos. El tema (se me ocurre) es otro. Muy a menudo, el best seller y sus versiones cinematográficas no son pasatiempos autoasumidos como tales sino mercancías con disfraz de dignidad. El mundo de Sofía se quiere una novela útil, que divulga las altas cumbres del pensamiento. El perfume pretende drenar prestigio de su ambientación de época y sus golpes de crueldad. Contra toda esta basura no existe César Aira sino otro animal literario: el señor Stephen King.
Pero claro, la dignidad es también (y yo diría: especialmente) falopa de los finos y los buenos, que no pueden imaginar un plano o una frase sin imaginar al mismo tiempo algo para que Papi redima su dedicación a una tarea que no resuelve agravios ni injusticias. Papi es lo Bello, la Dificultad, el Estilo, el Compromiso, la Historia. Papi es la Humanidad. La literatura y el cine son bien otra cosa. Por ejemplo: oscuridad y picazón de ojete. Horror y humor, esas experiencias del límite, tan diferentes y afines, que por algo se confunden en Kafka y en Burroughs, en Beckett y en Arlt, en Ferreri y en Buñuel. Ese movimiento entre lo hondo y lo superficial, entre lo bajo y lo alto, sostiene en pie buena parte del arte que más importa. Es el viento negro de lo inaceptable. La carcajada que contesta nuestras dignas preocupaciones por el léxico y la representación de los grupos sociales vulnerados. La risa en sí del enano de Herzog. El desastre del que hablaba Blanchot. Todo lo demás es dominio de la norma o desafío edificante. Astucias del superyó.

Por eso, la fricción entre los criterios puestos en juego por la estética y los criterios destinados a regular la vida social no es un problema que deberíamos ser capaces de resolver sino el alimento mismo del arte. ¿El equilibrio, la síntesis, el punto medio? Bienintencionados proyectos de control. Ante un botón rojo capaz de hacer volar todo por el aire, en la vida social hay que estar siempre con el que no lo apriete. En estética, con el que lo haga riendo. En nombres propios: con Duchamp y con Warhol. Ellos nos dejaron este mundo en el que todavía escuchamos que la gente educada se queja porque ya no es posible distinguir el arte de la estafa. Y todavía peor: ya no es posible saber si alguna vez fueron cosas diferentes. Esta imposibilidad es el triunfo del siglo XX.
Fiesta y funeral.
F for Fake.
Cuando te encontrás frente a esto (quiero decir, cuando el banquito de Bonavena ya no está en ninguna esquina, y se acabaron el prestigio, el canon y demás trucos sociológicos) te das cuenta que Umberto Eco es un Dan Brown con escolta policial y nada más que eso, pero también que Respiración artificial está escrita como para ganar un premio en el más prestigioso de los talleres literarios. Cuando te encontrás frente a esto te quedás solo. O mejor dicho: encontrás compañía ahí donde se supone no tendrías que encontrarla.
Las revelaciones del barro. El cielo desparejo. La vida renga. De eso se trata. Fellini amaba el circo. Welles las corridas de toros. Borges el tango reo. Hay una misma lógica en todos estos amores. Llegan rápido o después de largos caminos, a veces llenos de tropiezos y de confusiones. Pero definen para siempre una singularidad. La más drástica. La única que importa. La que le asegura a una obra no estar nunca ahí donde se supone debe estar, y le otorga un núcleo de resistencia a su tal vez inevitable institucionalización.

Tomo estas palabras del Diario de Raúl Ruíz: «He pasado la mañana haciendo múltiples montajes de la escena, entre film de Joselito y Carl Dreyer. Una vez más se trata de mezclar materias nobles con materias desechables». Y tomo estas otras de El absoluto, de Daniel Guebel: «Un observador atento habría detectado la semejanza entre el color blanco de esas piedras, su artístico jaspeado rosa, y el tono que predominó en los gargajos de Frantisek durante los siguientes días”. Las dos citas ponen en escena un mundo en el que lo noble y lo desechable, el color de una piedra fina y el de unos gargajos, se atraen, se rechazan y no dejan nunca de intercambiar lugares. Es el mundo de Spinetta, de João Cesar Monteiro, de Herzog, de Cervantes, de Kafka, de Verhoeven, de Picasso, de Ferreri, de Gombrowicz, de Goya, de Buñuel, por plantar un once brillante y carasucia.
Y por supuesto, es también el mundo de Raúl Ruíz.
Hace unos días, me di cuenta que los últimos dos años me la pasé imaginando contrafiguras de Godard. Una vez Herzog. Otra vez Ferreri. Y otra vez Ruíz. En Adiós al lenguaje, alguien (Godard, obviamente) se pregunta por qué la izquierda y la derecha se invirtieron pero lo alto y lo bajo no. No sé qué quiso decir con lo primero. Pero en su cine lo segundo no sucede porque él mismo se encarga de impedirlo. En Grandeza y decadencia de un pequeño comercio de cine Godard se burla de la televisión. En La telenovela errante Ruiz usa los lugares comunes del teleteatro para burlarse de todo aquello que aspira a la respetabilidad. La diferencia es gigantesca. Godard se afirma en la Cultura (es decir, en la regla que en JLG/JLG dice despreciar) y pretende darle al cine un lugar entre las artes nobles. Ruiz descarga sobre toda ley la potencia de disolución del absurdo. Es Ruiz el que asegura el movimiento de lo alto y lo bajo, entre otras cosas porque sabe bien su Borges, su Breton y su Buñuel (la gloriosa serie B). En una película de Ruiz, el plano de Adiós al lenguaje en el que unas manos tocan libros (Dostoievski, Levinas, Ezra Pound) y otras tocan celulares sería una joda. En Adiós al lenguaje es una opinión sobre el estado del mundo, una quejita a la que alguien le pegará algún nombre importante e intentará convertir en agudeza filosófica. ¿Qué queda en pie en la película de Ruiz y Valeria Sarmiento? Nada. ¿Qué queda en pie en la película de Godard? Godard. La risa de Ruiz es una risa anarca y desarmante, una risa per se, como dice Herzog de la del enano de También los enanos empezaron pequeños. Es el agujero negro de la razón, de los valores y la Historia. La risa de Godard es una risa jerarquizante. Nos regala un lugar seguro desde el que juzgar y la autoridad de Su nombre para que la moralina que soltamos pase por otra cosa. No sé si se dieron cuenta, pero los admiradores de Godard se parecen cada vez más a los admiradores de Sábato. Son máquinas de producir Mensajes e Indignación. Ruiz vive en otro mundo. En su Diario (22 de abril de 2002) escribe: “Ayer me pasé la mañana leyendo la revista Mediums (1954-55), una de las últimas que sacaron los surrealistas. A Éluard lo tratan de alfombra estalinista, a Caillois de pobre imbécil, a Camus de tarado. Es saludable esa falta de respeto”. En fin. Tengo esta intuición: si ponemos a Ruiz en el lugar que ocupa Godard, la Historia se marea, las jerarquías se salen de quicio y no sabremos ya qué decir sobre palabrotas como Clásico y Moderno. O sea: tendremos (todos, también Godard) un cine más libre y gozoso, digno del vino y la conversación plebeya, que son sus compañeros mejores.
Y entonces, Roma.
Estuve hasta hace unos días en la capital italiana. Llevé conmigo, por supuesto, algunas guías turísticas. Pero como no era mi primera vez, sentí que no me alcanzaban, que lo que quería no estaba solamente ahí. Por eso, apenas llegué, en busca de una romanidad vicaria que por supuesto me alejó más de la ciudad, me compré un libro antiturístico que encontré en la Feltrinelli, obviamente en la mesa de libros turísticos, junto con los textos ya clásicos de Goethe y Stendhal. Se llama Isole. Guida vagabonda di Roma, y lo escribió Marco Lodoli. Un capítulo trata de un cementerio desconocido, otro de la cúpula falsa de una iglesia, un tercero de una vieja trattoria. No es que falten en el libro Bernini y Caravaggio. Lo que falta es la gramática que los reúne en la Michelin y la National Geographic.
Buscar en Roma un conjunto de detalles en el que Roma se pierda. Esa es la tarea de Lodoli. Y eso, me dicta la memoria, es lo que dice la mujer de El diálogo de Roma, la película de Marguerite Duras filmada con unos pocos planos en lugares bien obvios, como Piazza Navona y Via Appia Antica. Es el mismo criterio que utilizaba Luciano Emmer en el cine popular de los cincuenta: salir del conjunto más transitado que uno pueda concebir (París, Plaza España, el último año de escuela, Ferragosto) y llegar a cuadros íntimos y cotidianos, como si el punto de partida fuera el contacto inmediato y tipificado de la postal y el punto de llegada el texto escrito en su dorso. En Caro diario, Nanni Moretti hace un comentario sobre el cine italiano conservador de los 50 al que, seguramente él piensa, pertenecen las películas de Emmer. El primer episodio de su película, “In vespa”, termina en el lugar en el que mataron a Pasolini, lo que puede pensarse sin esfuerzos como opción alternativa. De un lado, aquellas películas rosadas. Del otro, el rojo sangre del poeta. Pero la verdad es que Pasolini (el tipo que amaba a Sófocles y a Totò) no despreciaba el cine popular de los 50, y que Moretti hace algo muy parecido a Emmer: toma un barrio (la Garbatella, Casalpalocco), muestra sus calles y sus casas y se pregunta por las historias que hay en cada una, y por los diarios que tal vez lleven sus habitantes.
Le debo a Moretti La Garbatella, a Dario Argento y a Luigi Bazzoni el Coppedè, a Antonioni una calle del Trastevere (Via del Cedro). Pero por supuesto, la ciudad entera se la debo a Fellini, que es quien la inventó. Transcribo dos entradas de mi diario de viaje:
♦ 22 de septiembre. Lo más lindo de Roma son los barrios. Testaccio, San Lorenzo, La Garbatella. Ayer fui hasta el bien lejano y poco conocido Eur, que tanto le gustaba a Fellini, para ver si Anita Ekberg seguía en las escaleras del ultrarracionalista y extravagante Palazzo della Civiltà Italiana, un edificio del periodo fascista que parece un cuadro de de Chirico, y al que con admirable sentido de la síntesis los romanos llaman Coliseo Cuadrado. Saqué una foto de la ausente:
♦ 18 de octubre. Fellini fue feroz con la Via Veneto. Pero como era un director de cine (uno de los más grandes, por supuesto) y no un comunicador social, la filmó de manera tal que el desprecio que sentía por el lujo y la frivolidad no devorara las imágenes. Tal vez recuerden: el papá de Marcello pasa una noche de juerga, se descompone y vuelve al pueblo, que es adonde pertenece, y donde todavía no se instaló eso que los italianos llamaban Milagro. Marcello, en cambio, no tiene donde ir ni donde volver. Está desasido de todo. Como el Ettore de Mamma Roma, solo que se mueve en los ámbitos de la gente bien, no entre el subproletariado de la periferia romana, y su figura no es trágica sino plenamente novelesca. Para cerrar el día, di una vuelta por la Via Veneto, por la que curiosamente no había andado nunca. Vi sus hoteles y sus bares fastuosos, y la gente con sus bolsas de Gucci y Louise Vuitton. En otro contexto solo hubiera atinado a decir: manga de chetos, votantes de Macri. Pero la verdad es que disfruté el paseo. Aprendí a amar a Roma no por las postales sino porque sus cineastas (que la amaban) la filmaron con furia. Fellini, antes que nadie. Es muy lógico que su víctima le rinda homenaje. Hizo más por ella que todas las guías turísticas del mundo.
Retorno al bodrio con el que empecé. Roma es tan irregular y voluptuosa que vuelve incluso soportable a un Tom Hanks que para la época de Ángeles y demonios debía estar atravesando la crisis de los cincuenta haciendo fierros, y quería mostrar el lomo. Howard filma una escena en el Panteón, otra en la Sixtina, otra en Plaza San Pedro. Pero las maravillas más célebres no dicen nada de Roma si no se las pone en relación con sus calles comunes. Sueltas, son figuritas de un álbum. En situación, son glorias ciertas, vitales.
Uno de los lugares más concurridos de la ciudad es el monumental Castel Sant’Angelo, al borde del Tíber. Ahí no más, perfectamente ajena al trajín turístico, hay una placita hermosa, con un árbol y un juego para chicos. Casi una plaza bonsái. Están en el mismo terreno. A cien metros como mucho. Pero es como si existieran en realidades paralelas. Solo a pie se puede ver su continuidad. Y andando lento. Si no te gustan las postales, el único antídoto para las miserias más obvias del turismo es caminar. Es algo que Howard no sabe. En realidad, ni siquiera sabe reconocer la grandeza que tiene adelante. Basta pensar en la secuencia en Piazza del Popolo, que vuelve ocre (una versión más intensa del color de las paredes y del obelisco que está en su centro) lo que es principalmente gris (el color del piso). El cine puede hacer lo que quiera. Poner filtros, fragmentar, montar ciudades nuevas con pedazos de acá y de allá. Pero hay un tufo antirromano en el procedimiento, como si fuera necesario volver bella a la ciudad según patrones que no solo no son los suyos sino que ni siquiera son falsamente universales pero potentes, como los mitos.
Once Upon a Time… in Hollywood (que tiene su escena en una Via Veneto de estudios) y Under the Silver Lake, dos obras maestras fresquísimas, sobre las que todavía no fuimos capaces de decir casi nada, y sobre las que escribiremos años y años, fascinados por sus redes infinitas, tratan de ver cómo se relacionan los conceptos de mercancía y subjetividad. Ángeles y demonios es la mercancía hablando sola. No es necesario ir a buscar en Moretti o la Duras un antídoto contra esta carcoma. Alcanza y sobra con La princesa que quería vivir, que también pega figuritas en un álbum. El Coliseo, la Plaza de España, la Fontana de Trevi, la muralla aureliana, la Boca de la Verdad. Todo organizado como en un tour de un día. Pero claro, el que filma es William Wyler, los protagonistas son Audrey Hepburn y Gregory Peck y la historia no aspira a otra dignidad que las emociones. ¡Lo triste que es esta película! Basta revisar ese final, en el que la princesa hace una declaración sobre la chance de que las personas se lleven bien unas con otras mientras regresa a su tumba real y el hombre del que está enamorada a su vida sencilla, para no volver a verse. Pero todavía falta algo antes del fin. Una declaración por fuera del protocolo, inevitable. Cuando los periodistas le preguntan a la princesa por la ciudad que más la impresionó en su gira por Europa, ella empieza diciendo que todas tienen algo interesante, como le dicta el casete, pero de pronto sonríe, y todavía iluminada por su aventura y el intercambio de miradas con Gregory Peck, dice lo que todos sabemos o deberíamos saber:
«… Pero las maravillas más célebres no dicen nada de Roma si no se las pone en relación con sus calles comunes. ..»: es exactamente mi sensación con esta ciudad que me vuelve loca. Gracias por este texto, me hace querer volver a ver estas películas… y visitar Roma nuevamente. ¡Saludos!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias a vos, Josefina. Qué maravilla Roma, qué ganas de volver ya. ¡Saludos!
Me gustaMe gusta