Lewis Teague dejó de filmar hace mucho sin que nadie se diera cuenta. Es lógico: no vivió para llamar la atención sino para dirigir películas de todo tipo, sin ninguna pretensión autoral, siempre dentro del cine de bajo presupuesto o de presupuesto medio. Durante el tiempo en que las cosas funcionaban según la lógica del éxito y la picardía, su carrera tuvo continuidad: si el éxito era una historia de gángsters, Teague filmaba The Lady in Red (1979). Si era un tiburón asesino, filmaba Alligator (1980). Si era una fantasía de justicia por mano propia, filmaba Fighting Back (1982). Si era un mix de aventuras y screwball comedy como Indiana Jones, no filmaba Tras la esmeralda perdida, que le tocó a Zemeckis, pero sí su secuela: La joya del Nilo (1985). Si era un escritor de novelas y cuentos de terror llamado Stephen King, filmaba Cujo (1983) y Los ojos del gato (1985). Ese es su periodo memorable. Después se quedó sin fuerza. Una buddy movie (Collison Course, 1989), una tropelía militarista (Navy Seals, 1990) y un buen divertimento para el Rutger Hauer más trash (Wedlock, 1991). El resto es televisión. Entre 1979 y 1985 dio lo mejor que tenía. Fue hábil, rítmico, a veces lanzado. Bien merece salir de la memoria vaga de los que conocimos el VHS.
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The Lady in Red es uno de los últimos exploits sobre los años 30 que siguieron al éxito de Bonnie and Clyde (1967). Es pariente, por lo tanto, de Bloody Mamma (1970), que repuso la versión sucia del gangsterismo, y de sus secuaces Boxcar Bertha (1972) y Big Bad Mamma (1974), todas nacidas del genio B de Roger Corman, que dirigió la primera y les dejó las otras dos a Scorsese y a Steve Carver, para que practicaran. Los títulos señalan el protagonismo de las mujeres, por medio de una función (madre), de un nombre propio (Bertha) o de una combinación de edad y aspecto (joven de ropa roja). De hecho, y a contramano de la seriedad prefabricada, es posible considerar algunas de estas películas como cine de explotación feminista no doctrinario, al igual que el de Russ Meyer y el de títulos como Caged Heat (1974) de Jonathan Demme, que convierte un circo de exhibición de tetas en una aventura de mujeres fuertes (en tetas), y se presenta de entrada como “A Renegades Women Co. Production”.
Arthur Penn cuenta su historia del lado de Bonnie y Clyde. Por eso las varias escenas afirmativas, que nos los hacen queribles. En un robo, los ladrones diferencian la plata de un granjero de la plata del banco (una no se roba, la otra sí). En una fuga, capturan a un policía y se sacan con él una foto burlona, que después sale en los diarios. Las dos escenas dependen del contrato de solidaridad dramática con las víctimas del sistema que firman al comienzo, disparando contra una casa venida a menos que supo ser de una familia y es ahora del capital y de la ley que lo defiende. Pero a la vez que la película trabaja para ubicarnos junto a los delincuentes, declara su oposición a la vida burguesa (de ahí la escena con el funebrero y su novia) y busca para la pareja un lugar en la leyenda, su misma voluntad de distinción -¡mírenme, soy tan moderna!- le quita en parte poder de fuego.
Bonnie and Clyde señala todo el tiempo la calidad que sin dudas tiene, y que según los criterios que exhibe es casi como decir: su carácter europeo. Las primeras escenas entre los dos protagonistas guardan las huellas del visionado de Sin aliento y Jules et Jim. En los gestos, en el corte de pelo, en los primeros planos, Faye Dunaway es al mismo tiempo Jeanne Moreau y Brigitte Bardot. La desprolijidad de los exploits, en cambio, fortalece el punto de vista que adoptan: de algún modo, como sus personajes, también ellos están fuera de la ley. Por eso no son fácilmente recuperables por patrones de calidad ya consensuados, y por eso todavía hoy siguen peleando contra una historia que puede haberles encontrado un lugar en el margen pero que todavía no sabe muy bien qué hacer con ellos.
(¿Quién el el cineasta estadounidense más estimulante en actividad?: Tarantino. ¿Qué cine conoce Tarantino mejor que nadie?: el exploit).
En Big Bad Mamma, en Boxcar Bertha y en The Lady in Red hay por lo menos una escena de catarsis plebeya, territorio al que ni Bonnie and Clyde ni Bloody Mamma pueden acceder. La primera debido al cuidado de sus formas. La segunda, a que la violencia de la pandilla se ejerce no solo contra los poderosos sino también contra personas comunes. En el golpe final de Big Bad Mamma, la banda comandada por la fabulosa Anggie Dickinson asalta a unos ricos petulantes. En Boxcar Bertha, la ladrona pobre de Barbara Hershey hace que dos matones se sienten y se paren unas cuantas veces por el gusto de mandar a quienes mandan siempre. En The Lady in Red, las costureras se rebelan contra el capataz que las humilla, las presas ajustician a la celadora sádica y la banda de perdedores lleva adelante un golpe por fuera del dispositivo que mantiene conectados el lado de adentro y el lado de afuera de la ley en beneficio de los poderosos. Lejos de ellos, Teague cuenta una historia siempre en los márgenes, con una protagonista en el centro de la escena y un gran número de personajes (entre ellos Dillinger) que entran y salen según las decisiones que toma y las circunstancias que se le imponen, y en la que el capitalismo -gracias en parte al guion de John Sayles- aparece retratado con más agudeza que en buena parte de las películas de la izquierda oficial y seria.
Teague respeta el estilo desprolijo, procaz y violento del exploit cormaniano, que cambia de dirección a velocidad de fuga y cada tantos minutos incluye alguna escena de alto impacto: una pelea, un tiroteo, un polvo. Es decir, violencia y sexo, las atracciones de feria de las que Wenders se queja en En el transcurso del tiempo (1976). Para que quede en claro la memoria del cine que reclama, la película empieza con la joven Polly (Pamela Sue Martin, pronto famosa por la serie Dinastía) robando fotos de una cartelera, y pasa inmediatamente al auto de unos ladrones de bancos, que la llevan como escudo. Esto la saca de la granja y del poder del padre violento, y la deposita en la situación de sobrevivir como sea, justo después de un debut sexual nada romántico. Primero Polly es costurera. Después, bailarina de a centavos, presidiaria, prostituta, camarera y ladrona. Una compañera del burdel le dice: “Tenés que ser una gran mentirosa para sobrevivir”. Y así sucede. Todos la dañan, ninguno la derrota. Al final, en lugar de morir para que la palabra tragedia haga sus reclamos, sigue adelante: sola, con una historia de mil caídas y un bolso lleno de plata, rumbo a California.

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Hija bastarda de Tiburón, nieta de Them!, sobrina de It’s Alive, hermana de Piraña (con la que comparte a John Sayles como guionista), Alligator es la obra maestra de Teague. Barata, popular, sin culpa, extraordinariamente filmada: una gloria de la clase B. El prólogo transcurre en 1968. Después de ver cómo un hombre es atacado por el cocodrilo que utiliza en su espectáculo, y fascinada como Aira por Lamborghini o Peter Murphy por David Bowie, una nena compra una cría de cocodrilo como mascota y se la lleva a la ciudad. Enojado, el padre la tira al inodoro. Doce años después, una criatura acecha desde las alcantarillas y un policía con problemas capilares le presenta batalla.
La película cumple con el ritual de las monster movies: amenaza, ataques esporádicos, guerra declarada.
En una escena, el tipo que vende perros para experimentos científicos se deshace de sus víctimas en las alcantarillas. El primer plano de un ojo amarillo anuncia que corre peligro. El monstruo ataca en cámara subjetiva. El hombre siente algo, se da vuelta de repente, tropieza, cae. Por corte directo, una pierna aparece flotando. Más adelante, en una fiesta de cumpleaños, dos chicos juegan a los piratas. Uno camina por el trampolín de la pileta como los condenados en el mar. En el agua espera el cocodrilo. Un plano subacuático hace coincidir por un instante al niño y al animal. Un plano de la pileta llena de sangre nos comunica el desenlace. Así es todo. Efectivo, económico, elíptico. Después de la arrebatada The Lady in Red, Teague demuestra su maleabilidad y, de paso, demuestra también la persistencia del clasicismo. Alligator es como una canción de AC/DC, como un lateral brasileño: tradicional, encantadora, explosiva. Un diálogo, del comisario al policía, sobre la experta en reptiles: “No dije que fuera normal, dije que sabía de cocodrilos”. Otro, del animador del espectáculo, mientras un hombre se desangra: “Prometimos guerra con cocodrilos: a veces ganan ellos”.
Alligator está llena de humor y de comentarios políticos. Respecto de lo primero, sobresalen la entrevista al cazador que interpreta Henry Silva, y que imita los sonidos del cocodrilo que pide ayuda a la madre y del cocodrilo en celo; todas las alusiones a la incipiente calvicie del policía (por cierto, un brillante Robert Forster) y diálogos perfectos como este entre la doctora y el policía, después de su primera noche juntos: “-¿Para qué me necesitás? – ¿Para qué va a ser? Sos la mejor herpetóloga del país, tenés una mente maravillosa, un doctorado y hermosas tetas”. Las alusiones políticas, por su parte, están distribuidas en distintos niveles. En 1968, la radio habla de la convención demócrata. En 1980, después de que sale a la luz lo que pasa, un tipo que quiere vender una cría de cocodrilo así como otros venden muñequitos a modo de souvenir se queja cuando el policía lo detiene porque lo considera una falta contra la libertad de empresa (sale de escena gritándole “comunista”). Pero hay dos cosas especialmente notables. Primero, la representación de la ciudad, que aprovecha el movimiento del monstruo para mostrar las casas y los barrios de la clase media, de los pobres y la mansión en la que al final el cocodrilo hace la incursión más destructiva, y que recuerda muchas otras escenas (de Big Bad Mamma, de Crazy Mamma, de Black Caesar, de White Line Fever), tan propias del exploit de los 70, en las que el espacio de los ricos recibe el ataque de una fuerza exterior. En este caso, natural-social (el cocodrilo está ahí por la intervención del espectáculo y tiene el tamaño que tiene por el contacto con ciertas hormonas de crecimiento). En todos los otros, social-social, ya que los que toman por asalto las casas de los ricos son trabajadores, negros o pobres vueltos ladrones. La otra cosa notable es la distribución de roles, que establece como villano al dispositivo formado por el dueño de un laboratorio, el laboratorio mismo y los que trabajan para él: un científico y un político puestos al servicio de los intereses del capital y no del pueblo.
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Si The Lady in Red es un exploit contracultural de plenitud setentista y Alligator una monster movie clásica y política, Cujo es el ingreso de Teague a la lengua de los años 80. La música de Charles Bernstein (especialmente en la primera mitad) recuerda a John Williams y la fotografía de Jan de Bont recuerda a Allen Daviau. El motivo es obvio: Cujo es una adaptación de Stephen King más cercana a Spielberg que a Romero o a Carpernter, lo que pone a Teague entre los directores que colaboraron con la difusión de un estilo que dio el tono dominante del primer lustro de la década. También la representación de la familia protagonista -blanca, burguesa, con padres jóvenes e hijo sensible- registra la influencia de Spielberg. Un publicista exitoso, una mujer insatisfecha y con amante (gran momento ese en el que se pone la bombacha) y un niño con miedo a los monstruos del placard. No es una matriz nueva. Lo que la establece como spielberguiana es el tratamiento; todos esos recursos que aligeran la percepción, y que cubren todos los niveles: las sabanas rosas, los tonos claros de la ropa, el empapelado, los cereales, la música, el deliberado carácter medio de los protagonistas, la habitación entera del chico, que es un ideograma del cuento infantil según Spielberg: amplia, con un placard lleno de cosas, lámparas de colores, paredes celestes y varios muñecos (entre ellos un San Bernardo, que sirve como anuncio). Por si todo esto fuera poco, en una escena el nene juega a asustar al padre tarareando una melodía de amenaza y haciendo con la mano una aleta de tiburón.

Si la familia rica es spielbeguiana, la familia pobre es puro King: un hombre borracho y agresivo, una esposa-víctima y un hijo sometido, igual que la madre, a la autoridad del padre patrón. La oposición es clara en todos los niveles. La casa lujosa a metros del mar y la casa grande y humilde en la que el hombre tiene también el taller de autos. La mesa en la que come cada familia. La tristeza de la mujer burguesa y el miedo de la mujer proletaria. El aspecto del publicista y el del mecánico. Los modales siempre atildados de uno (incluso en las crisis) y la manera brutal de comer y hablar del otro.
Además de diferencias de clase, las casas de la película se dividen por diferencias de género: ahí donde hay mujeres, tienen decoración y cierto orden; un aura de hogar, aunque sea en pleno infierno. Las casas de los hombres solteros, en cambio, no comunican la intimidad de quienes las habitan. O bien porque les faltan marcas, como sucede con el amante, que parece recién mudado. O bien porque les sobran, como en lo del amigo del mecánico, que es poco menos que un basurero. Las dos son en tonos de ocre.
Todo esto -que requiere de mucho tiempo y permite notar las diferencias de narración y ritmo entre el mainstream actual y el de aquellos años- se concentra en la primera parte y se resuelve en el último plano. Una familia en crisis, una situación extrema, una reunión que anuncia otra chance. En la segunda mitad, con la madre y el nene encerrados en el auto y el perro acechando, la música cambia y Teague vuelve a mostrar una habilidad notable para la elaboración de los planos (siempre funcionales y creativos), para las elipsis e incluso para los pequeños detalles; por ejemplo, el hecho de que al Ford le falte la R, lo que permite pensar en Food, que es lo que para el perro hay dentro del auto.
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En la divertidísima Tras la esmeralda perdida, Zemeckis incluye una escena curiosa. En el avión estrellado en la selva colombiana, el aventurero Jack T. Colton (Michael Douglas) y la escritora de novelas rosas Joan Wilder (Katleen Turner) encuentran, junto a un cargamento de marihuana, una campera estropeada de Grateful Dead y una Rolling Stone (la número 377, del 2 de septiembre de 1982) con Elvis Costello en la tapa, que merece de parte de Colton una risa socarrona. Una de las bandas hippies por excelencia y el tipo de My Aim is True y la new wave crítica: los 60 y los 70 hundidos en un chiste al paso.

Ahora bien, Zemeckis no fue justamente un director afín al ideario político y cultural de Reagan. Empezó la década con una sátira del capitalismo (la notable Autos usados), la recorrió con el éxito de las Volver al futuro y ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, y ya en los 90 le dedicó al espíritu yuppie la brutal La muerte le sienta bien (otra sátira). Por eso la escena del avión es tan notable. Como tantas películas de los 80 (las obvias como Reencuentro, Algo salvaje, Lost in America y Risky Business, pero también las que no lo son tanto, como Knightriders, Mask, The Stepfather y Buscando desesperadamente a Susan), Tras la esmeralda perdida se hace cargo, aunque más no sea con un par de pinceladas, del cambio cultural que vivió Estados Unidos en los años de Reagan. Greil Marcus -el autor de la nota de tapa de aquella Rolling Stone: una entrevista en la que al repasar sus preferencias musicales Costello cuenta, curiosamente, que a los dieciséis años hacía esfuerzos para que le gustara Grateful Dead porque su padre lo empujaba en esa dirección y esa era la onda, pero que apenas pudo vendió sus discos para comprar los de Marvin Gaye- lo escribió de muchas maneras pero lo resumió tempranamente con el título de una canción de The Brains: “Money Changes Everithyng”. En efecto, los 80 son en Estados Unidos los años de la victoria neoliberal. Especulación, culto del yo y cada uno por su cuenta. Los elementos no eran nuevos. Lo nuevo era la lógica cultural que los reunía. Pero si bien Zemeckis se aleja decididamente de ciertas imaginaciones utópicas de las dos décadas anteriores (tan marginales al Nuevo Hollywood, dicho sea de paso), y el de la escritora de novelas rosas puede considerarse un sueño romántico posfeminista, el futuro que imaginan los personajes una vez que están juntos es el viaje en barco por el mundo, no el enriquecimiento, la especulación bursátil o la formación de una familia. Como si a la crisis de los proyectos comunitarios correspondiera la negación hedonista del mundo y no la reconciliación con su ley.
(Danny De Vito, Michael Douglas y Katleen Turner se volverían a juntar cinco años después para jugar esta carta en La guerra de los Roses, otra sátira de una década que la practicó a menudo).

En La joya del Nilo Teague hizo lo que pedía el éxito: variar el escenario exótico (África por Colombia) y repetir personajes y motivos. Por el cine, en cambio, hizo menos de lo que era capaz. Lo más notable es la pérdida de ritmo, que en Tras la esmeralda perdida es vertiginoso, de la efectividad del comic relief a cargo de Danny De Vito (que tiene de todos modos esta línea: “Colton, tu culo es un parque y yo soy una cortadora de césped”) y de la chispa que Zemeckis supo obtener de los diálogos entre sus dos protagonistas. Cuando Douglas dice, en la escena de sexo (livianísima, pero existente, porque en aquel entonces coger todavía formaba parte del verosímil de una historia con adultos): “Somos la pareja perfecta cuando hay gente disparándonos. Los difíciles son los momentos lentos”, la película muestra a la vez el criterio que la guía y su poca carnadura. Por esto mismo, La joya del Nilo es un buen término de comparación con The Lady in Red. En esta última, Teague lleva al extremo una propuesta innovadora como Bonnie and Clyde pero (por lo menos en 1979) sometida a criterios de evaluación ya establecidos. Es el exploit sucio y desprolijo como un modo de la radicalidad B. En La joya del Nilo, ofrece del modelo no una perversión sino una copia de menor calidad.
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Si en Cujo Teague ofrece un Stephen King pasado por el filtro de Spielberg, en la primera de las tres historias que componen Los ojos del gato se sitúa mucho más cerca de la excepcional Creepshow de George Romero. Este cambio de dirección muestra que Teague es un director sin identidad fija (digamos: un director de género fluido) y muestra también la coincidencia en el Hollywood de los 80 de por lo menos dos líneas simultáneas y en disputa alrededor del terror y el fantasy, ambas provenientes de las décadas anteriores: una que gira alrededor de Spielberg y otra menos exitosa pero no por ello marginal que tiene en Carpenter y en Romero a sus figuras principales. (En una tercera vía se mueve Sam Raimi). La oposición tiene su peso pero no es siempre dócil al cuadro de doble entrada y a su ilusión de orden. Hay numerosas zonas de contacto e intercambio. En Poltergeist Tobe Hooper toma como referencia la línea de Spielberg (que, según parece, hizo bastante más que producir, y cuyo villano se llama… ¡Mr. Teague!). En La masacre de Texas 2, sigue la línea opuesta, de la que además es uno de los fundadores. El paso del tiempo no consiguió ocultar del todo esta historia. Incluso quedan rastros de ella en la serie Stranger Things, un producto directamente nacido de la matriz spielberguiana, y que se presenta hoy como la nostalgia oficial de la década: en su búnker infantil los chicos tienen un póster de La cosa (1982), y en una de las temporadas, antes de rendirle obligada pleitesía al acontecimiento Volver al futuro, van al cine a ver Day of the Dead (1985).

La mayor diferencia hay que buscarla donde más importa. Es decir, en la superficie. El pequeño universo de historias fantásticas de Spielberg es oscuro al modo en que lo son los cuentos tradicionales de los que se alimenta, lo que incluye las viejas películas de Disney: hay que rascar un poco (pero tampoco tanto) para encontrar el caos que amenaza todo orden. En Carpenter y en Romero, en cambio, es la misma piel la que porta la oscuridad. Y si se rasca, crece. Por eso resultan estética y políticamente más agresivos. Además de a obvias cuestiones argumentales, esto se debe a que tienen con sus fuentes de inspiración un vínculo totalmente distinto del que tiene Spielberg con las suyas. Romero enmarca los cinco episodios de Creepshow con la historia de venganza que el niño lector de historietas trash libra contra la figura paterna (la película es un “Papa Don’t Preach” hardcore). Carpenter construye en Fuga de Nueva York una ciudad y un personaje irreconciliables, nacidos también del cómic. Hay en ambos directores un evidente orgullo B, y su hermandad está firmada en las mismas películas: en Fuga de Nueva York, que es de 1981, Harry Dean Staton se cruza con un tal Romero. En Creepshow, que es un año posterior, una caja misteriosa tiene como destinataria a una tal Dra. Carpenter. Baja cultura, cine total. Spielberg -cuyo talento e intermitente roce con la grandeza están fuera de dudas- trabaja de otra manera: reconfigura sus fuentes en pos de una mayor aceptabilidad sensorial. Es más prolijo, más deliberadamente amable. (1941, que no responde a estos criterios, es su película maldita). Podría decirse: busca la anuencia del padre, que tan a menudo falta en su cine.
Teague ve este juego en parte desde adentro, en parte desde afuera y en parte desde adentro y afuera a la vez. Ninguna de sus películas lo muestra mejor que Los ojos del gato. El primer episodio es una extraordinaria pieza de humor negro. Su protagonista es Dick Morrison (James Woods), uno más de los innumerables yuppies de la época. Treintañero, casado, con una hija, profesionalmente exitoso, un día Dick cae en las garras de una empresa que ofrece un extravagante método para dejar de fumar: vigilancia perpetua (gran uso de “Every Breath You Take”) y, en caso de infracción, castigo a la esposa o a la hija, en el siguiente orden: descargas eléctricas (este se cumple), mutilación (este se ve en otra familia), violación y, en última instancia, asesinato (estos quedan como amenazas). Por hipérbole, la historia funciona como sátira de la vida saludable impuesta como norma por la nueva sociedad limpia de Reagan. Este tono por encima del estilo medio no solo queda lejos de Cujo sino también del último episodio de la propia Los ojos del gato: la historia de una nena amenazada por un duende que de noche entra en su pieza. La nena es Drew Barrymore, y la pieza reitera el diseño de tantas otras posteriores a ET. Es claro: después de un episodio que roza la fiereza satírica de Romero (y de un segundo sin tanta malicia pero excelente, que transcurre casi todo en una cornisa), Teague vuelve a la senda de Spielberg. O tal vez mejor: a la del Joe Dante que en los 80 trabaja con Spielberg (la escena en la que el duende es arrojado contra el ventilador por el tocadiscos que reproduce “Every Breath You Take” recuerda fácilmente a Gremlins). Lo notable es menos el movimiento de estilos dentro de la película que la soltura con la que el director maneja registros tan distintos, el brillo que consigue extraer de cada uno y ciertas contaminaciones. Porque hay por lo menos dos momentos en las películas spielberguianas de Teague que Spielberg difícilmente habría filmado. En Cujo, el mencionado plano de la adúltera poniéndose la bombacha. En este último episodio de Los ojos del gato, el gran beso de lengua que el animal le da a la nena en la cama, y que llena la película de lo que, por pudor, bien podemos llamar ambigüedad.
