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La banda sonora truena cuando Moreira mata a Sardetti, cuyos ayes no merecen registro, y ese trueno encabalga el sangriento plano detalle de las tripas con el inmediato y algo más calmo atardecer campo afuera. Trueno que, según Eduardo Gutiérrez, bien pudo haber sido inspirado por el rugido de la voz de Moreira que se prolonga en el “tronaría el escarmiento» de Perón un mes después del estreno de la película. Un pájaro identifica el nuevo espacio, ampliado por ese sonido que retumba en la inmensidad, así como un perro demarca su territorio por el olor. El cielo siguiente trae algo de paz momentánea (a propósito de inmensidades íntimas, los “cielitos” son composiciones fundamentales del siglo XIX nacional, pero la novela de Gutiérrez habla sobre todo de los tristes cantados por Moreira): está poblado de nubes fugadas como la luz hacia un punto del horizonte tapado por el rancho, que es a donde conducen nuestra mirada tanto como el rumbo de Moreira y de los suyos. Con su mujer y su hijo recuerdan la huida a Egipto de José, María y Jesús. Mis abuelos maternos vivían en Polvaredas, partido de Saladillo, no lejos de 25 de Mayo, Lobos y Navarro, donde suceden las desventuras de Moreira. Siempre hablaban de volver «pa´las casas», lugar común registrado por Gutiérrez en su novela. El plural hace pensar en un poblado, en este caso ausente, pero me gusta pensar que transmite una especie de ubicua hospitalidad. Los recibe un viejo al que suponemos, apoyándonos en la novela, el suegro de Moreira. Antes de llegar rodean un árbol y lo que al principio era superficie visual plana adquiere perspectiva. La línea del horizonte, apenas debajo de la mitad de la imagen, vuelve a partir el plano en dos dejando una zona de oscuridad horizontal, como cuando la pantalla se dividió verticalmente mientras Moreira esperaba a la autoridad. La salutación da pie a un nuevo contrapunto. «Ave María», grita el dueño de casa. «Sin pecado», contesta Moreira, y repite: «sin pecado…». Los puntos suspensivos dan cuenta de la pesadumbre irónica con que el gaucho prófugo insiste en la fórmula. Lo mucho habitualmente implícito en las «frases hechas» sobre las que repentinamente se adquiere conciencia es aclarado en la continuación del intercambio. «¿A qué se debe esta suerte?». «Que no es suerte, es desgracia. Y la disgracia no da pa’ elegir», agregará después Moreira, recordándonos el goce trágico de estas líneas escritas por Gutiérrez para describirlo más allá de las circunstancias históricas: «Hombre de grandes pasiones, de corazón ardiente y espíritu vigoroso, se había sentido empujar en aquella rápida pendiente y se había entregado por completo a la fatalidad que lo guiaba».
Ya entrada la noche, un zoom in tan lento como los travellings ceremoniales de Favio, nos acerca al interior del rancho. El marco de la ventana encuadra a los adultos y a un pato, nuevamente cerca de una mujer. Un par de primeros planos de Beban confirma que su lugar inicial en la película está siempre en el costado izquierdo de la imagen. Se podría pensar que esa franja funciona como una especie de marginalidad asumida por la composición sin comprometer la visibilidad. Igual que al principio, su mujer aparece desde el lateral derecho. Ese Moreira vivo en el flashback que la abraza nos recuerda que es un fantasma, que todo esto empezó con la esposa yendo a reconocer -y acaso también abrazar por última vez- su cadáver. Una de las voces femeninas del coro empieza a sonar y los protagonistas hablan sin mover los labios. La culpa se hace oír sin límites: «Perdón por todo» y, entre otras cosas, «por la tristeza», dice Moreira con un tono de admisión antes que de ruego. El primer travelling hacia la derecha, otra vez íntimo y corto sobre un camastro, nos presenta al perro, uno de los personajes centrales de la novela, tanto es así que Gutiérrez le dedica un capítulo. “Cacique” es su nombre en aquella, «cuzquito overo bayo», uno de esos perros chaplinescos «de la calle» resucitados por Aki Kaurismaki veinte años después de la película de Favio. Moreira saluda a todos en el patio antes de partir al amanecer. El plano final de la secuencia es más corto que el primero. Si en el cielo claro ya no hay volutas, la estructura del techo del patio igualmente lo diagrama con la irregularidad de sus ramas peladas. Sobre la derecha, el rancho y el viejo apoyado contra la pared son uno.
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Pasan dos minutos y medio de película -y tres meses de la novela de Gutiérrez- entre dos contrapicados generales del frente del rancho donde Moreira dejó a su mujer e hijo al cuidado del viejo. El fundido encadenado se sostiene para componer un par de retratos híbridos: a la ida, el de un «indio» al que Favio no identifica pero Gutiérrez reconoce como Simón Coliqueo sin precisar que era mapuche, y el del propio Moreira a la vuelta. La estructura del techo del rancho es el motivo gráfico que empalma con las ramas que echan sombra sobre la cara vencida del cacique. La claridad celeste ilumina, por no decir que beatifica sin explícita referencia cristiana, la cara de Beban en cuyo pómulo derecho sigue brillando, como una marca de rebeldía solar, la cicatriz ya casi borrada sobra la piel pero imborrable en el alma. El primero de los dos retratos celestes, por comparativamente oscuro que sea, da comienzo a un diálogo. El segundo, sin embargo, nos devuelve al silencio. El primer plano del «indio» lo muestra con la gorra azul y colorada del ejército, como a Coliqueo con uniforme la foto histórica, y la coincidencia de su aparición con el primero de los octosílabos recitados sirve para atribuírselo y, de esa manera, identificarlo ante la falta de otra conversación que no sea la del contrapunto poético en off:
Cumpa Moreira, mi gente / lo compriende en su desgracia. / No le ha de faltar amparo / mientras viva entre los nuestros / y antes, que me vea muerto / o sin pingo en el desierto / si lo traiciono algún día. / Quédese en mi toldería / que en medio de esta pobreza / no faltará con certeza / un toldo pa’ cobijarse / y un trago con que mamarse / para olvidar la tristeza.
Un paneo en contrapicado desde la derecha hacia la izquierda empieza a mostrar la toldería después de los primeros versos. Confirmando el patrón espacial asignado, termina en Moreira. Como su recitado comentario dirá luego, salta a la vista la pobreza en que viven, pero Favio aprovecha la ocasión para volver a colorear el plano. Verde alfombra de pasto y sauces dorados por un sol de media tarde aparaísan el lugar, o al menos lo distinguen con el signo de la fertilidad, como uno en el que la relación de los seres humanos entre sí y de ellos con la naturaleza conserva restos de una armonía previa a toda colonización, por mucho que a estos mapuches ya se los llamara «huincas» por su adaptación -que más convendría definir como sometimiento- al poder que alteró por completo y para siempre su forma de vida. A diferencia de Gutiérrez, Favio no introduce conflicto alguno entre Moreira y los nativos. Mientras un nuevo travelling lateral sigue de cerca la caminata testimonial del gaucho, escuchamos su pensamiento en voz alta:
Malhaya, vaya indigencia / que el cristiano le ha dejado. / No tienen perdón de Dios / los que ansí lo han arrumbao. / Como parias en sus tierras / con los hijos desnuditos, / como si fueran malditos / viviendo en las soledades, / comiendo víboras o aves / asigún quiera el bendito. / Tanta pobreza no he visto / y eso que soy rodador. / Nunca vi tanto dolor / ni en derredor tantos males. / Jue pucha ¿no son mortales / los indios?, pregunto yo. / ¿Qué penas hei de olvidar / en medio de estas miserias? / Más me vale que a mi tierra / me vuelva a pelear lo mío. / Me rebela el ser testigo / de tanta hambruna y pobreza.
En los últimos cuatro versos resuena la experiencia política del exilio contemporánea a la película, todavía más generalizado a partir de 1976, y de un exilio en particular, cuando no del exilio de un muy específico y determinado particular. Una guitarra sostenida sirve de fondo al recitado, pero lo que se destaca es un instrumento de viento que le da a la escena ese triste aunque luminoso aire de levedad que la recorre. El coro de lo que en el disco es la pista 6, «El gaucho en la toldería», apenas si se oye ante la preeminencia de la palabra poética. Y a otra velocidad escuchamos por primera vez el germen de la melodía que se lucirá en el trágico y exultante final, santo y seña pop de la película.
(Continuará…)