En el capítulo de Meditaciones de cine dedicado a Taxi Driver, y a propósito de la escena en la que Travis rescata a Iris, la prostituta niña interpretada por Jodie Foster, Tarantino escribe: “Si Schrader hubiese dirigido la película, habría pintado de sangre rojo carmesí, de forma surrealista, las paredes del pasillo de la casa de citas, como en una película de samuráis de Kenji Misumi”. El libro es de 2022 pero esta idea tiene que haber estado en la cabeza de Tarantino durante mucho tiempo porque Django sin cadenas da noticias de ella diez años antes, y de una forma que denuncia una larga elaboración.
Django sin cadenas nace de la admiración de Tarantino por la película de Corbucci, por el propio Corbucci, por Franco Nero, por el spaghetti western y por el cine italiano de los años 60 y 70. Pero además de unos zooms desaforados, ubicados estratégicamente al principio y olvidados luego, de la música de Luis Bacalov, del nombre del personaje y de la participación del propio Nero, con sus manos inutilizadas, que no son poca cosa pero que permanecen más bien en segundo plano, como postales de una memoria discontinua, las fuentes de inspiración de la película proceden también de otros lugares. Primero de Mandingo de Richard Fleischer, de la que Tarantino toma no solo el tema de las peleas de esclavos sino un detalle y un criterio para la representación social. El detalle es la francofilia del Mr. Candy de Leonardo Di Caprio (a quien le gusta que le digan Monsieur), venida directamente de un personaje de Mandingo: el Marqués Bernard De Veve, con quien Candy tiene además un aire de familia proveniente de la ropa y el corte de barba y bigote. El criterio para la representación social es la brutalidad del vínculo entre explotadores y explotados, al que están sometidos todos los personajes, incluso (especialmente) aquellos en los que parece latir un corazón menos odioso, y que se ubica en el extremo opuesto del que presenta Lo que el viento se llevó con sus esclavos dulces (la Mammy maternal, el Big Sam protector, la tontolona Prissy) y contra la que es obvio, además de insuficiente, leer películas como Mandingo y su secuela Drum, subgéneros como el blaxploitation y momentos sueltos como ese de There Was a Crooked Man de Mankiewicz en el que, en medio de un tiroteo que pone en riesgo a sus amos, una esclava le dice a un esclavo que ni se le ocurra meterse, que lo que pasa es cosa de ellos; en sus palabras: “No vas a recibir un tiro por el dinero de un blanco”. Las otras referencias importantes de Django sin cadenas son dos célebres episodios de rescate. Uno es explícito: el episodio de Los Nibelungos en el que Sigfrido libera a Brunilda del círculo de fuego y que el Dr. Schultz, el cazarrecompensas antiesclavista de Christopher Waltz, alemán él, le cuenta a Django una noche junto al fuego, frente a una roca ante la cual mueve la mano derecha como si estuviera siempre a punto de comenzar un teatro de sombras, en una versión distinta, más melodramática, de la que presentan la epopeya y la ópera de Wagner; según el relato de Schultz, Sigfrido no encuentra a Brunilda: la busca y enfrenta los peligros porque sabe lo que ella vale. “Entiendo cómo se siente”, comenta entonces Django, convertido por la historia en un Sigfrido negro, hermoso desafío a la imagen aria del héroe. El otro episodio es implícito y conjetural: el rescate de Taxi Driver tal como lo habría filmado Schrader y del que surge la sangre que pinta las paredes en la escena que sigue a las muertes de Candy y de Schultz, asesinado el primero por el segundo (“I’m sorry, I could’n resist”) y el segundo por uno de los hombres del primero.


Durante cuatro minutos, entre el primer disparo y el final del tiroteo, y con una música justiciera que incluye “Unchained”, mix de James Brown y 2Pac, y “Freedom” de Richie Havens, Django pinta las paredes con la sangre que expulsan los blancos que tratan de matarlo. Pinta con sus disparos, claro, pero también con la habilidad que muestra para evitar los disparos que lo buscan, y que impactan en sus enemigos. Tarantino se toma el juego muy en serio y dedica varios planos a establecer el progreso de la pintura: primero un rociado acá, después un chorro allá, enseguida segundas, terceras, sextas manos, hasta que no quedan paredes ni puertas que no sean en buena medida de color rojo. Todo tal como habría hecho Schrader si hubiera dirigido Taxi Driver. Todo tal como hacía Misumi, que le sirve a Tarantino como término de comparación. La fama de Misumi procede en primer término de haber dado inicio y un total de seis títulos a la serie de películas de Zatoichi protagonizadas por Shintaru Katsu (veinticinco entre 1962 y 1973 y una última en 1989). Pero más cercanas a lo que Tarantino dice en Meditaciones de cine son las cuatro Lone Wolf and Cub que Misumi dirigió a comienzos de los años 70 a partir del manga de Kazuo Koike y en las que resulta especialmente notable su gusto por usar la sangre como pintura. No hay superficie que se le resista: las paredes, el agua, la arena, el suelo, el aire (¡el aire!), los árboles, el cuerpo de los que mueren o matan, la propia cámara.









En una nota a pie de página Tarantino menciona la más notable de estas películas: Baby Cart an the River Styx, de la que destaca “el magnífico exceso de los géiseres de sangre de color rojo manzana acaramelada”. Este esteticismo de la sangre es una de sus inspiraciones y objetivos. Pero a diferencia de lo que sucede con Misumi, un formalista puro, la violencia tiene en Django sin cadenas un estatuto ambiguo y oscilante. A veces es festiva, como en la secuencia final, en la que la finca negrera explota y Django y Brunilda disfrutan juntos el espectáculo del fuego. A veces es crítica, como en la presentación de Monsieur Candy, que se divierte (él solo) con una sangrienta pelea de mandingos. En otras palabras: la violencia es a veces una forma liberada de cualquier responsabilidad y a veces una cuestión de ideología. La primera manera de entender las cosas explica, en parte, la militancia de Tarantino por el exploit y, por poner un ejemplo que viene al caso, su participación en Sukiyaki Western Django de Takashi Miike, en la que tiene a cargo el prólogo y otras dos escenas (una de ellas, viejo y lisiado) y habla un inglés con acento nipón, broma baja a la que Paul Thomas Anderson, el otro gran cineasta estadounidense debutante en los años 90, recurrirá también en Licorice Pizza. La segunda explica que su película no tenga ninguna relación con la de su amigo japonés, que la precede en un lustro. Los personajes, el sonido, el vínculo con la historia del cine, el sentido del plano y el montaje: todo diferencia a Djiango sin cadenas de Sukiyaki Western Django. Son universos distintos. Pero Tarantino siempre buscó aliados (el más destacado es Robert Rodríguez) que le permitieran mantenerse cerca de un cine resistente a cualquier tipo de reclamo. Un cine indecoroso. Tonto incluso. Como si sus apariciones por fuera de lo que significa su firma le aseguraran un cielo de gratuidad con el que sus películas solo pueden tratar de manera indirecta o autocontradictoria (te busco, me pongo obstáculos), y como si de esta manera les dijera a las instituciones y a los profesionales que la importancia de su propia obra convoca: jaja, no pueden tomarme en serio1.
Ahora bien, la misma oscilación en torno a la violencia que se observa en Django sin cadenas se observa en lo que Tarantino dice sobre Taxi Driver en Meditaciones de cine. Por una parte, denuncia (hasta la burla) la preocupación que Scorsese muestra en un reportaje por el modo en que los espectadores se vincularon con la película, especialmente con la escena del rescate de Iris (en pos de la lectura, evito los inquietantes casticismos de la traducción de Carlos Milla Soler para Reservoir Books):
“Scorsese también dijo a David Thompson: «Me quedé horrorizado por la forma en que los espectadores reaccionaron a la violencia [en Taxi Driver]. Ya antes me había sorprendido la reacción del público ante La pandilla salvaje, que vi en una sala de proyección de la Warner Bros. con un amigo y me encantó. Pero, al cabo de una semana, llevé a unos amigos a verla en un cine y fue como si la violencia se convirtiera en una prolongación del público y viceversa’
¿’Horrorizado’?
¿En serio?
¿Te quedaste ‘horrorizado’?
A ver, dejemos las cosas claras. Martin Scorsese (el director de Boxcar Bertha, que estuvo a punto de dirigir I escaped from Devil’s Island), alumno de Roger Corman, realiza uno de los clímax violentos más cinéticamente cargado de la historia del cine… ¿y se queda ‘horrorizado’ por el enardecimiento del público?
No, ni por asomo.
Ese comentario es una de las pavadas que un director cualquiera diría a un David Thompson, o un Stephen Barber, o u Charles Champlin, o un Rex Reed, o una Rona Barrett, y ellos se lo dejarían pasar.
Pero el hecho de que Scorsese dijese que había quedado ‘horrorizado’ por la reacción del público al clímax de Taxi Driver es la clase de pavadas que los directores de cine mascullan faltando a la verdad cuando han creado una secuencia en extremo violenta y controvertida y después un entrevistador los pone en la picota para exigirles una respuesta.
Nunca dicen: la violencia cinematográfica es divertida.
Nunca dicen: solo quería acabar la película con un estallido de acción.
Nunca dicen: quería conmocionar al público para que saliera de la complacencia de los tropos cinematográficos (eso podría decirlo Ken Russell, pero muy pocos de los directores que han pasado por este mundo tienen los huevos que tenía Ken Russell).
No, como Peckinpah antes que él, Scorsese tuvo que hacer malabarismos para describir de forma poco sincera como ‘horripilantes’ esas magníficas y estimulantes escenas violentas que creó».2
Pero así como defiende un formalismo de la violencia y cuestiona el modo en que Scorsese baja la cerviz ante lo que Manny Farber llamaba la mirada preocupada, esa gracia que la pequeñoburguesía autopercibida culta se da a sí misma, Tarantino establece todo lo que separa a Taxi Driver de otras películas de argumento similar filmadas en la misma época, se trate de El vengador anónimo, cuyo éxito habría convencido a Columbia de llevar a la pantalla el guion de Schrader, o de The Farmer, uno de los tantos coletazos de la película de Michael Winner y Charles Bronson, junto a la que Taxi Driver sería reestrenada un año después para su circulación en salas de barrio. No son detalles. Son “sus personajes, su ambiente, su objetivo, la voz de su autor, sus aspiraciones literarias”. Es decir, todo lo que hace que las películas del propio Tarantino sean tan diferentes de las que hacen sus aliados, y de las que disfruta sin dobleces. En un momento notable, Tarantino cuenta que le preguntó a Scorsese por qué no recurrió al baño de sangre surrealista en la escena del rescate de Iris y que Scorsese le contestó: porque no soy Kon Ichikawa. La referencia al director de Nobi contrasta con la referencia de Tarantino a Misumi. Una vez más: un cineasta serio y un cineasta exploit, dedicado a las formas puras de la violencia. Pero en lugar de negarse uno de los caminos, Tarantino los recorre simultáneamente, y en lugar de elaborar una síntesis, deja que sus diferencias se saquen chispas, tal como sabía hacer Godard. Las paredes enrojecidas de Django sin cadenas (y el clímax de Taxi Driver que habría filmado Schrader) homenajean a Misumi. La reflexión acerca de la violencia y su vínculo con el espectáculo, que recorre toda la película, surge de otras fuentes. Una es Scorsese, claro. Otra bien podría ser Ichikawa, ya que la sangre del esclavista que rocía el campo de algodón tiene un peso dramático similar a la sangre del soldado caníbal que mancha el suelo en el enloquecido final de Nobi. Cada vez que Django sin cadenas nos invita a festejar la violencia, Tarantino se contesta con una escena, como recordándonos: no estamos viendo solo una fiesta de sangre. Cada vez que la seriedad lo amenaza, hace estallar una bomba y dice, como el Dr. Schultz después de matar a Mr. Candy: «I’m sorry, I could’n resist”. Ya no sabemos defender esta grandeza.

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1 ¿A quién puede inquietar esta disputa del artista con su tiempo? Solo a quienes olvidaron que el cine no es un mero dispositivo cultural. Solo a quienes ya no saben nada, por más que insistan en citarlos, de Herzog, de Fassbinder, de Ferreri, de Ruíz, de Renoir, que hicieron, cada uno a su modo, lo mismo que Tarantino. No, no. No estoy ahí donde querés buscarme. No enteramente. Por supuesto, habrá quién se pregunte, afligido: ¿por qué nos hacen eso? ¿Por qué a nosotros, que no queremos sino el bien? ¿Por qué el incordio? ¿Por qué la ingratitud? Porque lo que estos cineasta niegan no solo es el sistema sino también la identidad que otorga la negación distinguida del sistema. Por eso todavía ríe el enano de Herzog.
2 No es lo único que Tarantino tiene para decir acerca de lo que el Scorsese ciudadano les reconoce a unas preocupaciones contra las que el Scorsese cineasta combatió tan a menudo. A pie de página anota, piadoso: ”Dejemos de lado el sacrilegio de insinuar que Scorsese disfrutó más del pase de La pandilla salvaje en una sala de proyección de la Warner Bros. que con un publico entusiasta y desenfrenado”. La palabra sacrilegio es perfecta porque el libro de Tarantino es un himno a la experiencia del cine en el cine.