El año cinéfilo: Estrenos 2017 (Tercera parte), por Marcos Vieytes

Contra los azulejos verde pálidos de un privado del Once brillan los tatuajes de Sofía Gala, Asia argenta que lava desnuda la pileta del baño sentada en el inodoro. Dos o tres umbrales la enmarcan. Desde el siguiente plano la veremos siempre cerca de la cámara, su cuerpo más que a menudo recortado entre el cuello y los muslos. En otras, su cara. En unos cuantos más sus tetas. Sofía Gala le pone el pecho a las balas en Alanís, le da de mamar a su verdadero hijo y pasa a ser la Puta Madre del cine nacional. Toda la ambigua majestad del realismo cinematográfico se actualiza en esta película de Berneri que no le hace asco al cuerpo. Cada encuadre pesa y goza por sí mismo sin obsesiones pulcras. En seguida un par de tipos, uno de ellos bastante voluminoso, hace fuerza para entrar de prepo en el privado contra la sola reacción de Sofía, que se ayuda presionando con sus piernas contra la pared. Pero no habrá fuerza mayor que la de las instituciones o la de lo social cristalizado en sus posesiones materiales y simbólicas. Sin techo ni ley, tendrá que salir a hacer la calle con el hijo a cuestas, o más bien a resguardo de una tía a la que ese chico le despierta la teta, gran pasión transversal de esta película de la que todo espectador bien o mal nacido querrá ser su hijo. Berneri evita el maltrato, aunque lo hay, o más bien la fácil estrategia dramática de usufructuarlo para compadecer a la protagonista. Cuando las competidoras la fajen será fuera de campo y nos acordaremos sobre todo de la astucia inicialmente exitosa desplegada por ella con el fin de evitarlo. En la única escena en que se coge, digamos que con éxito, la violencia no está divorciada de la estimulación. Allí la película se juega como pocas y gana con toda la ambivalencia del cambio de registro verbal a cuestas en un plano secuencia para el recuerdo sin movimiento de cámara. Caliente y amargo, no hace falta separar la paja del trigo para apreciarlo. Berneri no castiga la prostitución. Sofía vive de ella sin un tipo que la explote, se lleva bien con las dueñas de los privados donde vive y labura, y no hace falta maltrato físico alguno de los clientes, tampoco criminalizados, para que sepamos que eso puede pasar o experimentemos la precariedad. No mucho después del comienzo aparece Carlos Vuletich, fiolo enamorado en El Perro Molina. Su presencia es un puente entre cines que suponíamos distantes. El nombre de José Campusano en los agradecimientos finales lo confirma.

«¿Y el nene dónde nació?». «En casa, estaba cogiendo y rompí bolsa». La respuesta de Sofía interrumpe la monótona y fastidiosa serie de preguntas que le hace el funcionario cuando ella testifica en favor de una compañera detenida. El silencio impuesto es roto pocos pero eternos segundos después por la risa de la protagonista. Faltaba el chiste. Y yo pensaba que no podía admirar más a esta película. El sentido del humor desvergonzado y grosero vuelve invencible al menos a una parte del personaje. Billy Wilder nos guiña el ojo a la derecha de Portaluppi desde un plano de Un año sin amor y Alanís gana en libertad y lucidez. Como cuando Berneri pone el primer plano de unos lápices con las puntas afiladas después que dos cogen parados en Un año sin amor. En Alanís usa dos hileras de papelitos con ofertas de servicios para enmarcar al personaje de Sofía, prioridad estética que constituye un movimiento distinto si no exactamente contrario al de los transeúntes y militantes que los despegan para tirarlos a la basura con las mejores intenciones. Hay varias coincidencias entre Un año sin amor y Alanís: protagonistas apenas relacionados con la familia a través de una tía que deben arreglárselas relativamente solos, hábitos sexuales no consensuados por la mayoría, estrecha y friccionada relación con el Estado, la calle filmada sin pretensión turística ni exotismo sórdido, ajena al global y uniformado régimen audiovisual publicitario. La vida es como es y la cámara de Berneri está ahí para familiarizarnos con todo su despliegue más allá de nuestros hábitos o justamente allí donde estos nos ciegan. Alanís y Por tu culpa tienen en común la concentración temporal y el protagonismo de madres tan distintas como las clases sociales en las que se desenvuelven o el trato de una y otra con el sexo opuesto. Ambas entran en contacto con la policía. Un año sin amor consolida una cinefilia que ya no constituye un sistema de creencias sino una práctica. El protagonista desciende a un cine para coger y pasar la noche una vez que su padre lo echa del departamento en que vivía a causa del diario que acaba de publicar. La película es de 2005, pero su historia transcurre en 1998. En 1997 Wong Kar-Wai filmaba Happy Together en esas mismas calles motivado por The Buenos Aires Affair. Y la sala de cine de la película de Berneri cumple las mismas fisiológicas funciones que las de Tsai Ming-liang, anunciadas por el gordo Ferreri con acompañamiento de Gardel en Nitrato de plata.

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Me hablan del humor en La larga noche de Francisco Sanctis y yo, que sólo vi la película, me sorprendo porque en ella brilla por su ausencia. Transcribo dos fragmentos de la novela a los que tuve acceso: «Capítulo II: de como una corbata búlgara y un invitador perfume de gomina Brancato vienen provisoriamente a sustituir al combativo sabor de los especiales de jamón y queso» y «Capítulo XIV: donde Muammar Khadafi, así como cierta despreciable albondiga de la 28, vienen a jugar un inesperado papel en esta historia, y donde además es pronunciada entre jadeos la cabalística frase «hasta el final», de ambiguo significado». Todo lo que uno se entera que ha quedado afuera de una obra puede ser elocuente. Mucho más si el autor se encarga de darle relevancia, como es el caso de Lucrecia Martel: “Bueno, mirá, tengo noticias para Ni Una Menos. Yo saqué la escena de la violación a la esclava, la morena, que está en la novela. La saqué porque me parece que no tengo la inteligencia suficiente para tratarla y creo que por un tiempo hay que pensar muy bien cómo se filma una violación sin satisfacer las fantasías de violación de muchos”[1]. Entonces pienso en la resistencia que, se dice, tuvo Cassavetes a filmar el asesinato del corredor de apuestas chino. Siento que hay mucho de leyenda humanista en esa versión pero, de ser cierta, el hecho es que terminó filmando ese asesinato y acaso esa supuesta tensión haya moldeado de tal forma la secuencia que uno pueda rastrear en ella su espesor. Carlos Gamerro dice que Ingmar Bergman filmó El huevo de la serpiente “desde un nazismo residual y sublimado”[2]. Nada artístico que provenga de lugar bien pensante alguno me ha conmovido jamás.

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Una entera era mucho para von Stroheim

Palabra de Sade en Reflexiones sobre la novela: «(El novelista) debe hacernos ver al hombre no sólo como es, o como pretende ser -esta es la misión del historiador- sino cómo es capaz de ser cuando es víctima de las influencias modificadoras del vicio y del impacto de la pasión. Por lo tanto, debemos conocerlo todo, debemos emplear todas las pasiones y vicios si queremos desempeñarnos en este terreno. De estas obras también aprendemos que no siempre un escritor despierta el interés de la gente haciendo triunfar a la virtud; que debemos encaminarnos en esa dirección en cuanto sea posible, pero que esta regla (…) no es de ninguna manera esencial a la novela, ni es siquiera la mejor indicada para despertar el interés del lector. Porque cuando la virtud triunfa, el mundo sigue en orden y las cosas son como deben serlo, nuestras lágrimas se detienen, si este fuere el caso, antes de ser derramadas. Pero si después de situaciones y atribulaciones severísimas somos finalmente testigos del triunfo de la virtud sobre el vicio, nuestros corazones quedan subyugados, y cuando la obra nos ha emocionado profundamente (…) logra despertar el interés, que es lo único que puede asegurarle sus laureles al escritor».

Zama, linda a la vista y hermosa en un puñado de planos, es la película más floja de Lucrecia Martel. El fuera de campo, potencia cinematográfica si las hay, aquí demuestra la impotencia programática de la puesta en escena. Además, por primera vez una película de Martel suena mal. El subrayado discurso de la película rinde involuntario tributo a la parodia. Cuando Diego de Zama dice que no existen las piedras preciosas buscadas por todos, como si no supiéramos -y la entera puesta en escena no nos los dejara claro hasta el hartazgo- que en esta clase de cine no habrá recompensa alguna porque así la cosa parece más profunda, la película de Martel manifiesta un grado tal de vacuidad que ni la risa puede suturarlo. Martel se imita mal, como bien demuestra la materialización de los fantasmas que en La mujer sin cabeza apenas eran una mención en boca de una vieja senil, y los redundantes efectos de enrarecimiento incapaces de promover misterio alguno, ni tan siquiera ese fetichismo del procedimiento que acaso sea la sola base material de su prestigio. Zama es una película que se merece la palabra «artisticidad». Hace unos años escribí lo siguiente sobre el cine de Martel en un libro dedicado al nuevo cine argentino que publicaron en España: «Podríamos decir que su cine ocurre justo en el límite, le saca filo al borde de la pantalla y materializa el marco de manera tal que nada parece importar más que el acto de encuadrar y todo lo que este revela de quien lo lleva a cabo»[3].

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Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965)

Uno de las últimas imágenes de Zama materializa el efecto de ese procedimiento, ya vuelto programa mecánico: un par de muñones. Pienso de inmediato en los del comulgante de Simón del desierto (Buñuel debe haber venido a mi memoria debido al mural de la cinemateca uruguaya que pone a Martel junto con el español, Fellini y HItchcock, tres santos patronos del goce cinematográfico). Una multitud llegaba hasta el santo en busca de milagros y Simón le restituía las manos a un manco. Martel hace exactamente lo contrario. Es una de las tantas violencias contra los hombres que nadie llama misandria, más allá de que sea pertinente o no aplicársela al discurso total de la película, porque esa palabra no se usa tan fácilmente como misoginia. La realidad es que en Zama las mujeres son mucho más valiosas que los hombres. Los apures que las indias, entre las que hay viejas maravillosas fumando habanos, le hacen al protagonista son bastante divertidos por más que al sentido del humor de la directora le falte una vuelta de tuerca para ser malévolo al modo de los grandes perversos del cine mencionados. Difícilmente pueda molestarle a uno la humillación de un personaje al interior de la anécdota, colonizador para más datos y, encima, funcionario.

Otra cosa, sin embargo, es cuando Martel se mete con la figura simbólica general representada por Diego de Zama en un principio. Ni bien empieza la película, en un gesto significativo y subrayado porque ocurre justo antes de los títulos, el tipo se esconde entre unos yuyos a espiar –con la oreja más que con la vista porque, ya se sabe, Martel es una cineasta sonora- a un grupo de mujeres que toman baños de barro desnudas en la playa. Cuando lo descubren le gritan «mirón» y una negra lo persigue hasta que Zama deja de huir, se para y le pega una cachetada. Desde entonces el personaje se merece todos los males de este mundo. Pero la figura del mirón, traducción del mucho más fino «voyeur» que poblará los estudios académicos para los que la película ha sido diseñada, es una de las metáforas fundamentales del cine. Fellini y Buñuel se refirieron de forma explícita a la masturbación como vehículo de la creación artística al menos en Entrevista y Ensayo de un crimen. Ni hablar de cómo funciona en Hitchcock. Incluso en puestas en escena tan controladas como las del inglés el cine es una perversión gozosa, festiva y fértil ligada al desborde, el despliegue, el derrame imaginario y físico que contagia al espectador con su exceso. Todo aquello que el cine de Martel desprecia. Cada plano, cada escena y cada película suya funcionan a partir del recorte y del límite. Eso que la película le grita a Zama bien puede ser suplantado entre nosotros por pajero en tanto que insulto. Y es al Pajero, no (sólo) a Diego de Zama, a quien la directora le amputa las manos al final, cerrando simétricamente el círculo simbólico de la película. La Corregidora resultó ser Martel. Una cosa es segura: si hubiera sido la directora de Simón del desierto habría evitado el milagro con tal de que el receptor no usara las manos para pegarle un par de sopapos a su mujer ni bien las recupera.

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Cinemateca uruguaya (Foto: José Miccio)

Recuerdo que en algún lugar de la biblioteca tengo un ejemplar de «Zama», parte de la colección curada por Piglia para Clarín en el 2000. Por entonces yo trabajaba en una Pyme que fabricaba remedios a base de yuyos en Hurlingham. Lo primero que hacía al bajar del tren era comprar los libros que iban saliendo. Lo que no recordaba es que la leí con el suficiente interés como para subrayarla bastante, escribir algo parecido a una crítica en los márgenes («hay algo previsible y elegante en los recursos») y hasta garabatear el principio de un soneto. Pero la verdadera sorpresa es que las primeras veinte páginas me calentaron de lo lindo. Diego de Zama era flor de pajero nomás, vale decir un idealista amoroso, un «espiritualizado», pero también un deseante que hace lo necesario para coger y lo consigue (sin necesidad de violar). Di Benedetto lo llama «el imaginador de cuerpos hermosos», pero además lo transmite. Escuché a unos cuantos hablar de la sensualidad de la película de Martel. Yo no veo tal cosa porque la puesta en escena desdeña las intensidades, porque siempre se nos recuerda lo injusto o lo ridículo de todas las explotaciones desde una distancia que no corra riesgo moral alguno de identificación con quien sea o parezca un victimario por acción u omisión, porque los desnudos tienden al estatismo y todos los procedimientos, desde el uso de la palabra hasta la composición del encuadre, pasando por la luz y el color, están dispuestos de modo tal que produzcan un inmediato y complaciente efecto estético. Si algo de sensualidad hay en Zama pese a todo, nada tiene que ver con erotismo, que no sólo está en el estilo de Di Benedetto sino que se hace sexualmente explícito, manifiesto al lector en episodios de contacto físico («más yo, descontrolado, para aprovechar, la tomé de atrás y terminé de alzarla mientras mis manos codiciosas hacían presión sobre sus pechos. Eran blandos, como muy tocados») o en la fama de fantaseador serial del protagonista («y un vello rubio que le hacía durazno el cuello y me ponía goloso»). Pero Martel le hace a Di Benedetto lo que Dalila a Sansón: el Zama de la novela no aparece con barba recién cuando está desahuciado, como en la película, sino que la tiene desde un principio. Lucrecia, con sus afeites, se encargó de rasurarlos.

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La cordillera es la nada nisman. No entiendo por qué la mayoría de los espectadores no se caga de la risa de la importancia que este tipo de películas se dan a sí mismas de forma tan evidente y torpe (es bastante obvio, al menos para quienes escribimos sin presiones profesionales, por qué no lo hace la crítica). Cuando Darín dice «El Mal, Señorita Klein» en la de Mitre, así como cuando Zama dice que no existen las piedras preciosas buscadas por todos, como si no supiéramos -y no nos los dejara claro hasta el hartazgo la entera puesta en escena- que en esta clase de cine no habrá recompensa alguna porque así la cosa es más profunda, ambas películas manifiestan un grado tal de vacua solemnidad que no precisan de Capusotto para poner en escena su parodia. Hay una escena que no me puedo sacar de la cabeza precisamente porque no tiene nada que hacer ahí salvo confirmar las peores intenciones de esta clase de productos. Si hay alguna razón estructural de guión que yo no percibo porque suelo supeditar la consideración de los guiones a la de la puesta en escena, que alguien me lo indique. La cámara va detrás de Darín a la altura de su nuca. El tipo, que es el presidente, entra a una de las habitaciones del hotel donde lo espera una mujer. Ya se conocen, se dicen dos o tres pavadas, se besan, se ponen a coger… fundido a negro. Sí, fundido a negro al toque. Alcanzamos a ver un par de buenas tetas y la cabeza de Darín entre las piernas de la mina, pero no desarrollan nada con ello.

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En algún lugar leí decir a Christian Petzold que le llamaba la atención la cantidad de buenas películas que incluían una escena de sexo donde se notaba ausencia de planificación. Como si tuvieran que cumplir con la agenda. La cordillera ni siquiera es una buena película. Encima, el entorno es el mismo de las parodias de las propagandas de perfumes llevadas a cabo por las insoportables propagandas del Banco Galicia y su ya famosa pareja que, mucho me temo, tendremos que seguir soportando tanto como generaciones de argentinos vienen soportando a Mirtha Legrand en los almuerzos. No sólo me tengo que aguantar en el cine las propagandas cada vez más pelotudas, sino también estas películas que se parecen a propagandas. Coger es lo de menos, porque los realizadores se hacen la paja con el diseño de producción, con «la impecable fotografía», con «las excelentes actuaciones». Cine argentino apto para una inserción profesional en el mundo. Y eso que parecen darse cuenta de que existe algo llamado independencia económica y que no sería del todo indeseable (pero desafortunadamente imposible porque «el Mal existe, Señorita Klein»).

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A la llama de Zama le hace competencia la oveja de Desearás al hombre de tu hermana, que tiene diálogos inolvidables. Uno de ellos:

– Tengo el corazón hecho pedazos.

– Dame todos esos pedazos a mí.

Otra buena: «Estás empapada».

También tiene la mejor mirada a cámara irresponsable en años de cine nacional. Ya no me acuerdo qué dice Andrea Frigerio, pero es «político». Será muy difícil que otra película emparde a los negros doblados de esta. Y secuencias que no han sido filmadas nunca: una nena que se excita por primera vez -y mucho antes de que sepa lo que está haciendo- mientras mira un western, su madre que entra a ver que está pasando con una boa enrollada en el cuello; una chica que se marca la mano a fuego cuando ve que quien le está haciendo un pete a su novio es su hermana, quien, a continuación, le escupe la leche del novio para que cicatrice la herida, lo que lleva a la primera de las chicas a sellarse la concha con el atizador del hogar, justo antes de que la madre de ambas pregunte si se está quemando algo; una pareja que viene cabalgando desde Brasil en cámara lenta junto al mar con un cover de un tema de Julio Iglesias; y un largo etcétera.

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Conscientes de que últimamente se filma cualquier cosa a caballo de sagas de terror más o menos famosas, los realizadores de Amytiville: The Awakening hacen algo decente. No es uno de los calificativos más entusiastas que uno pueda elegir, pero basta para dar a entender que la programaría con gusto en mi alguna vez proyectado Festival de Cine de Terror Digno íntegramente compuesto por películas 6 puntos. La cámara no se mueve al pedo, hay poca luz, los planos duran lo suficiente como para que uno se ponga medianamente nervioso, hay un pibe en coma como el ya mítico Patrick australiano y está Jennifer Jason Leigh. Lo mejor de todo es que me permite recordar que la segunda película de esta serie la dirigió Damiano Damiani y era una belleza. Vi la primera no hace mucho tiempo atrás, pero ya no me acuerdo de nada. La del italiano, en cambio, es una fiesta para los ojos y hace algo poco habitual: latiniza a la familia. Si uno de los aspectos más evidentes del género es la puesta en escena de lo siniestro, las peleas a los gritos y la violencia familiar apasionada de la segunda perturbaban mucho menos que la corrección anglosajona. De hecho, el momento más terrorífico de esta última lo viví en una escena que muestra cómo la familia es capaz de naturalizar lo más horroroso con una circunspección repulsiva. Lo fabuloso de aquella segunda película, sin embargo, estaba en el uso del color y los movimientos de cámara que liberaban a Damiani de la primacía del discurso crítico permitiendo que jugara casi como Bava.

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Se viene una nueva edición del festival de Mar del Plata y ya está disponible el catálogo. Leerlo no entusiasma demasiado. Suena a pobreza y recorte. Hay muchas menos películas y un director artístico extranjero. Como si la cinefilia nacional no tuviera funcionarios, críticos y programadores idóneos de sobra para hacerse cargo. Hay cuatro películas de Pialat y algunas con Sordi. A Pialat se lo anunció en la programación de la reabierta Lugones y el Museo Nacional de Bellas Artes está dando un ciclo dedicado a Sordi tal vez con las mismas películas, así que no parecen razones excepcionales para viajar a Mar del Plata desde Capital. El catálogo no informa si las proyecciones son en fílmico o en digital. Y brillan por su ausencia los ciclos dedicados al cine argentino recuperado. Puede que se deba a que el festival no parece tener este año ningún tipo de contacto con Fernando Martín Peña. Es una herida monumental, un agujero sangrante, un vacío imperdonable.

Uno entra a la sección «Rescates» y sólo se encuentra con seis películas: esperemos que sean en fílmico porque si no corremos el riesgo de encontrarnos con Pizza, birra, faso sin grano. Uno entra a la sección Sitges-50 años y se encuentra con sólo dos películas. Uno entra a la sección Panorama, la más extensa de todas, y se encuentra con que han incluido en ella un montón de películas que aparecen en las otras. El bulto engaña. Los textos del catálogo, salvo excepciones, dan ganas de hacer cualquier cosa menos ver las películas (el Bafici ni siquiera tiene mar). Siguen los elogios ridículos a Martel («Zama, una obra maestra y probablemente una de las mejores películas en la historia del cine argentino», «Martel está a años luz. Del resto.»), la hipertrofia esquemática de la sensibilidad («En un mundo cada vez más oscuro y tenebroso, una película bella, breve y luminosa pareciera no merecer ser tomada en serio.»), gansadas pomposas («una notable meditación sobre el paso del tiempo y la naturaleza de la verdad.»), contradicciones galopantes e involuntarios pasos de comedia («todo se sugiere, nada se explicita. Su inequívoco título -Western- remite tanto al género como a una posición geopolítica e histórica: no hay indios (pero sí hay un caballo)») y hasta una sinopsis en inglés que espera por su traducción.

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Don Siegel hacía películas, Sofía Coppola quiere hacer Arte. Y a los canes se le caen las babas. The Beguiled es Siegel malickeado o kubrickeado: te la regalo. Imperdonable desperdicio de los cuerpos. Al de Farrell lo muestra al principio entre tinieblas como objeto del deseo, sucio, transpirado y mórbido, pero en seguida se aleja de él con la repugnancia fascinada de las minas que el material original de la película ponía en crisis, para ya no retomarlo nunca más. Hasta coquetea con la pija de Farrell, cosa que Siegel no necesitaba hacer con la de Eastwood porque todo el personaje era fálico, y se aleja de ella con patético puritanismo. Ah, pero qué linda fotografía, especialmente cuando atardece, y atardece más o menos cada quince minutos, cosa curiosa. Eso sí, en los interiores nocturnos no se ve un carajo. Realismo a la luz de las velas, que le dicen. Raro que a la hora del morfi no aparezca Barry Lindon. No puedo dejar de relacionar el beso inicial de la película de Siegel expurgado por Coppola, que no era cualquier beso sino el que Eastwood le zampa a una nena acompañado por el retumbar de cascos de un regimiento de caballería, con el -según parece- mono faltante en la Zama de Martel.

Sabiendo que estos dos planos son fuertemente simbólicos, Sofia Coppola parece buscar una distancia que atenúe la interpretación. En ambos hay objetos connotados desde el guión -una pierna y una araña- que apenas se ven u ocupan un lugar marginal del cuadro, incluso parcialmente fuera de él. Don Siegel, en cambio, va al frente, con un comienzo tan brutalmente fabuloso que es digno de los de Fuller. En el primero de estos dos planos el símbolo sangra, pero la cercanía entre de la cámara al objeto tanto puede enajenar la idea -imagen mental- como obstruirla. En el otro, la potencia del acto inusual -un adulto besa en la boca a una nena- se nos impone porque ocurre efectivamente ante nosotros, y su régimen simbólico está implícito en el uso de un recurso retórico que estimula una determinada interpretación -los caballos hollando la virginidad de una niña- a la vez que atrae la atención sobre el procedimiento en sí mismo: el encadenado que se demora en sobreimpresión mientras sólo una de las series de imágenes es proyectada en cámara lenta.

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Acontecimiento cinéfilo del año. La retrospectiva dedicada a Pialat (en la página de la Sala Lugones figura Retrospectiva Maurice Pialat: lo correcto hubiera sido sacar Maurice porque también incluye películas producidas por Sylvie) es uno de los acontecimientos cinematográficos del año y va en las mismas fechas que el festival de Mar del Plata, donde sólo pasan cuatro de las diez que se proyectarán en Capital Federal. Si vamos al festival, nos perdemos El amor existe, Nosotros no envejeceremos juntos, La boca abierta, Los graduados primero, A nuestros amores y Police. De las programadas en la Lugones sólo La infancia desnuda y Loulou se proyectarán en fílmico, según informa la página del Complejo. Yo voy al festival para encontrarme con el mar y un par de amigos. Si no, entre el Bazofi y esta retrospectiva, a los que vivimos aquí nos conviene quedarnos.

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No habrá nueva edición de Pantalla Pinamar. La gestión del INCAA ha confirmado que el Encuentro Cinematográfico Argentino-Europeo dejará de estar en el calendario anual de los festivales de cine.

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Luto nacional: murió Federico Luppi. El arreglo está teñida del efecto que producía en mi viejo. Sospecho que su identificación con Luppi era fuerte, si no total, y yo estaba más cerca de verme en el hijo, así que debió ser una experiencia bastante dolorosa para ambos por entonces. No lo afirmo porque ha pasado mucho tiempo y yo cambié bastante (uno no cambia, se cansa, me recuerda Carlito Brigante), no sé si para bien o para mal. Muchas cosas las he dejado de sentir, acaso por comprender el funcionamiento de algunas de ellas, o por terminar de aceptar que no puedo entenderlas en lo más mínimo, de modo que ya ni tengo memoria de la intensidad de ese dolor, que debió ser más bien rabia. Pero eso –llámese dolor o rabia- estaba, y también estaba la identificación socioeconómica de nuestra familia con la de la película, esa precariedad de hijos de inmigrantes españoles e italianos viviendo en la provincia de Buenos Aires sin que ninguno alcanzara a ser profesional, pasando de asalariados a pequeños comerciantes, con una sensación constitutiva de desarraigo, objetos de una violencia estructural incomprensible que, debido en parte a ello, no podían sino transmitir a los que más amaban, la familia inmediata, los únicos sobre los que ese Padre, tan grande y minúsculo a la vez, podía desquitarse fingiendo tener no ya poder, sino algo siquiera de entidad en un país gobernado por fratricidas; peor aún, por aniquiladores de identidades en desenvolvimiento. Incluso quienes no tuvimos a nadie cercano que fuera víctima directa de la Dictadura, estamos marcados por esas acciones concretas y esa cultura que te negaba hasta el nombre y la memoria de tu paso por la vida, además de la descendencia. Y esa herida sangra de tal modo en El arreglo que, aspirando incluso a ser comedia italiana, no alcanza nunca la dimensión festiva que aquella siempre supo tener más allá del patetismo, para quedarse fundamentalmente con esto último, el pathos de la rabia, el goce humillante y la autodestrucción, sin olvidar la ternura.

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El arreglo (Fernando Ayala, 1983)

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El Bazofi iba en las mismas fechas que el festival de Mar del Plata. La coincidencia era un desafío tan simbólico como la de otras ediciones con las del Bafici. La cinefilia militante que Fernando Martín Peña despliega en el Bazofi tiene una vitalidad política y cinematográfica que el Bafici ha perdido hace siglos y que por lo menos esta edición de Mar del Plata ha despreciado. El fílmico no es una antigualla y el criterio libertario del Bazofi hacen más por el cine del futuro que los cada vez más estandarizados festivales. Tenemos que ayudar a que el Bazofi resucite y sea cada vez más grande.

Cambiemos también nos quita Filmoteca en Vivo – ¡Alegría sin fin! en la ENERC. Gracias a Fernando Martín Peña pude presentar allí mi libro Subjetiva de nadie y los volúmenes de Hacerse la crítica. Más allá de eso, Filmoteca no sólo es fundamental por la proyección gratuita en fílmico de películas que fueron filmadas en ese soporte y la valoración de la historia del cine, sino también porque ha contribuido como pocos eventos a constituir un modelo de cinefilia, que implica también un modelo de espectador, en el que no caben las diferenciaciones entra alta y baja cultura, no se jerarquizan las pasiones cinematográficas, el cine de explotación -y el componente de explotación inherente al espectáculo cinematográfico- se valora tanto como la experimentación más hermética, el discurso estético no excluye al político, reivindica el cine militante y evita como la peste todo sesgo elitista y antipopular. Por todo eso, Filmoteca en Vivo no morirá. Estos criminales, generalización que incluye a todos los colegas cómplices que hicieron campaña por Cambiemos, se la pierden.

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«Le tiran a cualquiera», dice un comerciante de Avda. Rivadavia, a metros del Congreso. / Marcos Peña habla. Los que someten y reprimen critican la violencia. A la violencia de las medidas que toman le suman la violencia discursiva que niega la propia violencia poniéndola en los otros. Este gobierno ya no tiene ninguna legitimidad. «La paz social está garantizada», dice mientras siguen reprimiendo y avanzan, alejando a los manifestantes del Congreso. Esta imagen es transparente. Quieren que haya la mayor distancia posible entre el pueblo y sus representantes. Peña sostiene que los que se oponen son un grupo minoritario. Hay que seguir llenando la calle para demostrarle lo contrario, presionar a los legisladores y terminar sacando de allí a los que no defiendan los intereses nacionales. / La cana en moto se maneja como las pandillas de Calles de fuego. / El Gaumont es testigo de la represión, muchos colegas hicieron campaña por Cambiemos y hoy son funcionarios de este gobierno más que del Estado.

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Murió Lito Cruz: «Ahora nos toca a nosotros, pero tendrá que ser de otra manera».

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Invasión (Hugo Santiago, 1969)

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[1] https://www.infobae.com/cultura/2017/09/24/lucrecia-martel-hay-que-usar-las-palabras-indio-torta-puto-darles-la-vuelta-y-que-sean-palabras-felices-2/

[2] https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-4003-2007-08-06.html

[3] Historias Extraordinarias. El Nuevo Cine Argentino (1999-2008), T&B Editores, Madrid, 2009.

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