El año cinéfilo: Estrenos 2017 (Segunda parte), por Marcos Vieytes

Estrenan Graduación (Cristian Mungiu, 2016) y yo sigo sin darme tiempo de ver las películas rumanas que harían falta para confirmar o desmentir mi pre-juicio general sobre el nuevo nuevo cine rumano (habiendo visto pocas películas de los antecedentes, me cae más simpático el gitano Lotenau que el moderno Pintilie). Tengo la sensación de que el respeto hacia ese cine proviene de su función renovadora, como en el caso del nuevo cine argentino, más tarde institucionalizada como una reedición del neorrealismo en la que los sacerdotes de la Cultura cinematográfica depositaron todas las responsabilidades habidas y por haber, sin que yo haya encontrado la diversión, los sentimientos ni los riesgos formales -no digo ya de los tanos en su momento- mínimos como para ocupar el lugar colectivo privilegiado en el que han sido puestos. En su momento me gustaron Bucarest 12:08, a dios gracias una comedia, y Aquel martes después de Navidad, aunque tendrían que pagarme para volver a verlas. Me falta alguna película fundacional, como La noche del Sr. Lazarescu, y tuve la mala suerte de asistir al estreno de 4 meses, 3 semanas, 2 días, «una película que te interpela».

Graduación es, antes que nada y acaso exclusivamente, un síntoma. Por lo tanto, al espectador no le queda otra que ser algo así como un acompañante terapéutico, o una de esas personas a las que podríamos llamar orejas piadosas, aficionadas a escuchar a esas otras personas aficionadas a contarle sus padecimientos –y sólo sus padecimientos- todo el tiempo a todo el mundo. No sé con exactitud de qué manera, pero estoy seguro de que es un proceso que gira alrededor de la culpa -a los cinco minutos Graduación relaciona groseramente la agresión sufrida por una hija a la relación extramatrimonial del padre- y del sentimiento de importancia de sí mismo que alguien deriva de ello cuando no encuentra maneras activas de gratificación personal. Para hablar de cine, entonces, aunque soy de los que creen que el cine es tan felizmente impuro que cabe todo en él, tengo que hacer un esfuerzo muy genérico. Si quiero hablar específicamente de procedimientos, tengo que referirme a unos procedimientos tan estandarizados ya que son incluso más sintómaticos que los del cine de género, como la cámara en mano que sigue a un personaje desde atrás, o ese falso plano fijo que consiste en la oscilación continua de la cámara incluso cuando está plantada, con el agravante de que lo que el género busca puramente es el placer al desplegar la imaginación, y lo que este otro tipo de cine supura es un goce malsano no asumido, como sí lo hace el cine de explotación. Entonces queda uno flotando en un líquido viscoso que termina siendo oscuramente cómodo. Pasada la bronca inicial, que sería la más saludable reacción contra la aquiescencia de esto que podría llamar realismo indignado, se asienta una pena -una lástima- todavía más detestable por inmóvil, un regodeo en la confusión propia, onanismo moral que ha sido institucionalizado por la Cultura cinematográfica. En una película como esta, y en muchas otras en las que se respira lo mismo, la imagen ha renunciado a la imaginación, si no la desprecia. En la famosa declaración de Hitchcock sobre el tipo que labura cincuenta horas a la semana y el sábado a la noche no quiere ir al cine a ver cómo labura cincuenta horas a la semana un tipo muy parecido a él, no hay insensibilidad política (ahí está su terminante diagnóstico del capitalismo en La sombra de una duda), sino apología de la potencia imaginaria del cine. Esa que otro cineasta atento a la estructura material del mundo, Max Ophüls, añoraba en lo que dio en llamar con desprecio «realismo capitalista, hermano gemelo del realismo socialista soviético», ahora encarnado en el puritanismo progresista, placebo de la gente seria, moderada, razonable, decente y responsable que, sospecho, no tienen nada que ver con los laburantes de Hitchcock y de Ophüls, y hablan desde una altura moral sólo asequible al intachable.

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Las redundancias y convencionalismos de El porvenir (Mia Hansen-Love, 2016) ridiculizan involuntariamente las generalizaciones contra el «cine comercial», el «espectáculo», las «películas yanquis», «Hollywood» y un largo etcétera de etiquetas tranquilizantes. Lo que me interesa de la película, además de un flashback virtual por obra y gracia del empalme, son los planos de mujeres acostadas que se destacan del resto por su relativa y breve quietud. También, pero negativamente, la inquietud estandarizada del plano que sigue a personajes cámara en mano, o se mueve incluso en posiciones que ganarían siendo fijas. No veo en estos estándares otra cosa que invisibilización del cuerpo sometido a su función social, por muy progresistas que sean los personajes o el marco de la enunciación. La cercanía y la movilidad se mimetiza con ellos. El malestar, de haberlo, no hiere. No hay revuelta posible, aunque más no sea imaginaria -sociología seca ficción-, y la inercia de la continuidad biológica funciona como bálsamo. Todavía no he visto otras películas de la directora, pero esta me parece un subproducto de las de Assayas, que a su vez lo son de las de Techine, tan superior a su discípulo. En un momento, la protagonista va al cine a ver Copia certificada. O sea, Isabelle Huppert frente a Juliette Binoche.

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John Wick Capítulo 2 empieza invocando a Buster Keaton. Después de sacarse de encima a los rusos en un prólogo de neón y digital materialista que, gracias al judo y los colores, nos deja ver al Johnnie To de Throw Down, aparece Riccardo Scamarcio, uno de los mejores actores europeos actuales, y me empiezo a poner contento por el giro (de Italia) que parece venir. Me olvido en seguida, porque aparece el hotel que funciona como la casa grande del crimen -la Organización- al menos desde finales de la década del 60, en esos noir a colores que estaban pariendo al héroe de acción de los 80. Brian Helgeland se acordó de A quemarropa y The Outfit en Revancha, y llevó a Mel Gibson a una de las habitaciones de ese gran hotel del hampa, donde Lucy Liu se divertía de lo lindo látigo en mano. Cuando nuestro protagonista se encuentra en la terraza con el director del ilustre establecimiento, nosotros nos reencontramos con los tanos en la imagen del capo reflejada en una mesa de vidrio. No puede ser casualidad, me digo. Y no podía serlo. Miren quién aparece a los cuarenta minutos -y qué pregunta- para garantizarnos que esto también va a jugar sin la más mínima intención dramática con el poliziottesco y hasta con el giallo:

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A El candidato (Daniel Hendler, 2016) le sienta bien la comedia y mal el thriller político. El del título alude directamente a Mauricio Macri y hay una gorda comilona llamada El(o)isa.

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La Tigra, Chaco y Pinamar fantasean con la recuperación de la inocencia a través de la tradicional tipología de contrastes entre campo y ciudad. En ambas venimos de la Capital Federal y llegamos, o volvemos, a destinos tan importantes para esas ficciones, que son los que les dan título. Las diferencias físicas y sociales entre centro y periferia están más desdibujadas en Pinamar. Sin embargo, al protagonista le vuelven a decir, despectiva y cariñosamente, «porteño». Podría ser perfectamente una película de hace ochenta años. No cuesta ver a Guadalupe Docampo en La Tigra, Chaco como la china de un melodrama rural, y a Violeta Palukas en Pinamar como la pulpera de Santa Lucía. El punto de vista inicial y dominante es el de muchachos que vuelven a lugares de pureza ligados al origen. Allí «los esperan» un par de chicas. Unos y otros son lindos, claros, limpios, no enfáticamente sexuales. Godfrid (con Sasiaín en La Tigra, Chaco) transmite el encanto de la previa y elude el “garche”, pero la superficie sentimental de la película –cariñosa, dulce- no niega la violencia inherente al deseo, por más que nada de ello se filme con intensidad melodramática. Queda claro que esa pureza, idealización campera según la construcción de la primera película, materna y vacacional en la segunda, no es tal cuando la tía del protagonista le dice que «conquiste» a la chica, pese a los escrúpulos de él porque ella tiene novio. Con sus modos amables y las escenas sexuales elididas, las dos películas manifiestan la arbitrariedad del enamoramiento. En ambos casos, parábolas deliciosamente regresivas, tiene la carga simbólica del primer amor. Quizás de allí venga su dolorosa ternura, esa que Favio filmaba como los dioses.

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Asamblea permanente

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Una serena pasión empieza como una comedia de Manoel de Oliveira y te deja como después de ver La boca abierta, de Pialat, o Desde ahora y para siempre, de Huston. Formidable concentrado formal y dramático, que acaso se deba a la puesta en escena universal del «ciclo de la vida», alrededor de alguien como Emily Dickinson, cuya singularidad se hizo notable. Belleza atravesada por el dolor, físicamente transida, convulsionada, desfigurada hasta entregarnos una dádiva -retorcida, terrible y sublime- para nuestro goce: la experiencia mística. Davies desconfía de la virtud y sustituye el rigor por la indocilidad para mostrar el funcionamiento puritano desde adentro y filmar la experiencia mística, algo ya poco común un siglo y medio atrás.

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Le debo la precisión a Nuria Silva: a los quince minutos de Dulces sueños, mediante un montaje-Modugno, Bellocchio lo dice todo con la clarividencia opaca de la poesía. Tengo la sensación de que el cine argentino, no abocado a filmar con densidad y elocuencia -por más ambigua que sea- su música sentimental, es emocionalmente inválido.

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Ah, todo lo que late bajo la superficie convencional de Dulces sueños, la carcajada eufórica de lucidez que desencaja la comunión sentimental del melodrama. Uno puede, incluso, asustarse de su convulsión. Si, a pesar de ello, consigue desencajarnos la cara, ya no habrá paraíso al que volver, ni infierno del que escapar. En el altar de la creencia no queda un sólo ídolo porque Bellocchio empezó su carrera arrojándolos desde un precipicio. Si hasta Moretti se reconcilió con el primero y el último, por no decir el único, en Mi madre, mientras Marco se va a morir vivito y coleando sin reconciliación alguna, vale decir sano, insalvo y rozagante como un recién nacido cuya palabra final no será «mamá» sino «discutiamo, discutiamo», repetida con esa sonrisa suya -como un cuchillo entre los dientes- que nada tiene que ver con la de mamá, emblema de nuestras dictaduras familiares.

 

Linklater no supo hacer en Boyhood lo que Bellocchio ya había hecho –y como los dioses- en Sorelle mai, sin que los dulces sueños de la cinefilia sensible se diesen por enterados. Poco menos que todo el cine contemporáneo –a excepción de Verhoeven y dos o tres sátiros más- son bebés de pecho, criaturitas de dios sacrificadas al nacer por Visconti como despedida del cine en El inocente.

 

He visto la mayoría de las películas de Marco Bellocchio, y son casi cincuenta contando cortometrajes, pero recién cuando estaba mirando esta última se me ocurrió pensar que era maquiavélico. De inmediato, me reí de la ocurrencia porque no leí El príncipe. Pude haber puesto por escrito lo que intentaba expresar con ese lugar común, pero lo preferí olvidar. Hasta que, después de un primer análisis público de la película, me avisan que Maquiavelo es el autor de Belfegor, personaje de ficción que marca al protagonista de la película a través de una serie televisiva francesa de 1964. Aquí va la premisa de la ficción escrita por Maquiavelo: «Vio cómo las infinitas almas de los míseros mortales que morían en desgracia de Dios iban a parar al infierno, y todas o la mayor parte se quejaban, si no de otra cosa, de que habíanse condenado a las penas infernales por haber tomado esposa. (…) No pudiendo dar por ciertas estas calumnias que aquellos vertían sobre el sexo femenino, y siendo así que día tras día crecían las quejas, (…) se decidió realizar un maduro examen del caso con todos los príncipes infernales y tomar luego el partido que se juzgase mejor para descubrir esta falacia o conocer por entero la verdad.»

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El periodista que se retira es la personificación del punto de vista final del cine de Bellocchio. Y es glorioso, gozoso, desbordante.

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The Lost City of Z me parece un sub-Fellini, sub-Herzog, sub-Coppola y hasta sub-Lean y sub-Weir.

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Murió George Romero: es el principio de un fin. Veremos ir a Carpenter, Friedkin, De Palma, Cronenberg, Scorsese, Coppola.

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Murió Jeanne Moreau. Siempre me he preguntado cómo se fue constituyendo el mito Moreau y todavía no tengo respuesta, pero estoy armándola. Por supuesto que conozco alguna películas fundamentales como Jules y Jim, Ascensor para el cadalso La noche, así como alguna anterior a convertirse en otra encarnación de La Diosa, como Touchez pas au Grisbi, en la que su figura quedaba encerrada en la sombra de la silueta de Jean Gabin, pero fueron Mademoiselle y El marinero de Panamá, ambas de Tony Richardson, las que florecieron la fascinación que empezó a germinar cuando vi, de adolescente, su streap tease junto a Brigitte Bardot en Viva María.

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Se me ocurre algo peor que Sieranevada: una remake nacional, de idénticas dos horas cuarenta y cinco minutos, con Oscar Martínez, Esteban Lamothe o el variado elenco que se les ocurra, pronunciando opiniones «políticas» varias de corte doméstico, y dirigida a puro plano secuencia por Pablo Trapero.

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Hasta que ocurre este diálogo estaba más dispuesto a dejar de ver la película que a continuar. Donde dice «policiales» propongo leer «polar», que es lo que le escuchamos decir al actor. Y cuando un cinéfilo escucha esa palabra no puede menos que regocijarse. ¿Será un polar encubierto, o una confesión de su imposibilidad de serlo? Si en los orígenes del policial literario está la novela inglesa, en la que hay que resolver un enigma, podríamos afirmar que El hijo de Jean también es un policial, en tanto y en cuanto hay un muerto y varios interrogantes. Cuando no hay una puesta en escena que lo realce, el drama psicológico suele ser relativamente poco interesante, apoyado en las más pobres nociones de realismo (el cine francés en general, y Claude Sautet en particular, supieron combinarlo virtuosamente con el policial). Bien presentado, la causalidad alimenta la intriga, y la identificación favorece el vínculo emocional con el espectador. Que es lo que esta película construye después de un comienzo balbuceante en términos de encuadre. El nuevo y deplorable estándar de la cámara oscilante pronto cede lugar al plano fijo tradicional. Nos va ganando el creciente peso dramático de la información sabiamente administrada. El protagonista funciona como un testigo antes que como un agente, figura cercana a la del espectador, ese ausente-presente con que Elia Suleiman lo define en El tiempo que queda y que Gibson lleva a la guerra en Hasta el último hombre. La tentación de interpretar las revelaciones es mucho menos interesante que los sentimientos involucrados, hasta un final en que la asentada sobriedad de los procedimientos contrasta con el peso de lo sabido. Ese contraste puede ser devastador para quien valore el melodrama, que antes que un género es una modalidad de la ficción, aquí latente antes que manifiesto.

Hay un momento en que un personaje menciona a Robert Redford. Los personajes están frente a un lago y la relación entre padre e hijo es el vínculo fundamental de la película. Para colmo, no salen juntos a pescar, pero mencionan las ganas de hacerlo. Imposible no pensar en la mejor película de Redford como director, si no la única buena, que aquí se llamó Nada es para siempre. El otro personaje dice sentirse reflejado en tan quieto espejo de agua «de padre desconocido», porque el lago no tiene nombre o los personajes lo ignoran, como le pasa a él con su padre. El protagonista joven de El hijo de Jean también lo fue de la magnífica El desconocido del lago.

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No quiero dormir solo, de Tsai Ming-liang, y El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismaki:

Circulan unas declaraciones de Aki Kaurismaki de hace pocos años, en las que dice que la única solución para el mundo es matar al 1% de los ricos responsables de la situación actual. Todos sabemos, suponemos o preferimos creer que esa medida no soluciona nada, además de que llevarla a cabo cuesta bastante, pero la formulación nos saca momentáneamente la bronca. Se hace necesario traducir esa expresión a nuestro país para los muchos espectadores o críticos votantes de Cambiemos que festejan la película con, supongamos, verdadera grandeza de espíritu: si Kaurismaki fuera argentino, habría propuesto matar a las familias que son dueñas del país desde siempre y que, vale la pena recordar, no han tenido ni tienen empacho en asesinar directamente a sus compatriotas -término que les resulta tan ajeno como incómodo a muchos progresistas- después de torturarlos, y eso que no cuento a las víctimas de las políticas económicas que implementan. Pero resulta que, en El otro lado de la esperanza, Kaurismaki no traduce afirmativamente la bronca de aquellas declaraciones suyas, sino que reproduce al interior de la película una lógica sacrificial, acaso porque supone que servirá para arrepentimiento de los victimarios. O sea que ni siquiera sus ficciones nos sirven para matarlos, sino para que veamos cómo siguen muriendo los mismos. La resolución es forzada, pues ya habíamos comprendido cabalmente la dimensión perversa del funcionamiento social. Su patetismo, encima, no alcanza para grabarse en un régimen sentimental como el de Carné o Chaplin, que tantas veces ha conseguido cultivar, sin ir más lejos en El puerto (Le Havre). La sangre no pesa, a pesar de haber elegido una forma sangrienta de aleccionamiento y de contar con una estética que trata el color con el suficiente artificio como para derramarla sin que se confunda con la real (habida cuenta de los escrúpulos que parecen gravitar sobre la puesta en escena de esa pálida grosería final que, sin embargo, Kaurismaki fue capaz de escribir). The Act of Killing demuestra que, a la crueldad sistémica, el cine político sólo puede abordarla ingeniándoselas para elaborar discursos que no la soslayen, sino que restituyan lo intolerable de sus efectos físicos y psicológicos ocultados por la frialdad numérica del régimen audiovisual contemporáneo, o contemplados por la confianza en la razón humanista.

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El otro lado de la esperanza brilla –con un brillo para pocos- al asimilar la estética de Jean-Pierre Melville, que no marida bien con la indignación, tanto más correcta que la rabia para tramitar lo cotidiano, pero demasiado tímida para conmover. Una pena, porque la resurrección inicial, que me recordó la de Red Sundown (Jack Arnold), es formidable:

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La cola de Yo, Daniel Blake promete (como pasa casi siempre con los avances, no así con las colas) lo peor. Al margen de las consideraciones sobre el hecho de que le hayan dado la palma de oro en Cannes y que haya recibido una ovación de quince minutos en una de las proyecciones (lo que habla menos de la película que de ese festival, en donde parece que pasan más tiempo aplaudiendo y/o silbando que viendo películas), es significativo notar que una de las virtudes de la película consiste en carecer casi por completo de música extradiegética. En cambio, prácticamente no hay un segundo de la cola, salvo los primeros diez, sin ella. Gracias a su ausencia en la película, ciertas groserías se hacen soportables -haciendo la salvedad de que el objetivo de Loach nunca ha sido otro que el de responder a la verdadera munición gruesa de la explotación naturalizada- y no pocas veces la emoción surge sin estridencias, módica pero cristalina.

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Raffaele Pinto se planta ante nosotros al principio de La academia de las musas como el disertante de Copia certificada, aunque mucho más histriónico que aquel, y empieza la película. Que es una clase de seducción. Muy pronto Guerín pone contraplanos, y con ellos empieza a construir la ficción y sus personajes. Habrá algún que otro hombre, pero la mayor parte de los presentes son mujeres. Un puñado de ellas tendrá más consistencia que el resto: la esposa -en la vida real- del profesor (aquí pueden leer su blog: http://quadernsdelavinia.org/wordpress/) y dos alumnas. Con una sola se irá a la cama. Y bien puede ser que las figuras de Francesca y Eloísa puedan tener representación a través de ellas. El maestro -el seductor- afirma imperiosamente que «del lenguaje no se sale», pero justo en mitad de la película Guerín se lo discutirá con la sola presencia de los pastores. Entonces, las voces importan más que La Palabra, y dejaremos un rato el aula para andar por los campos de Cerdeña. A los 15 minutos Guerín compone un plano que replica la primera visión que tuvo Dante de su musa, coincidente con el descubrimiento de la perspectiva.

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¿Quién será la Beatriz de esta película? Puede que, a diferencia de En la ciudad de Sylvia, sean varias. Pero una española y una italiana se llevan las palmas (o la corona de laurel). Al margen de mi elección, el hecho de que en el transcurso de la película no se acueste con la segunda confirma mi teoría, vale decir mi deseo. Con la otra, que repite demasiado a menudo la palabra «patriarcado» como para ser una musa clásica o parecer una mujer libre (hay más liberad en la chica de pelo corto que se rebela contra las formas clásicas de la poesía que en la feminista oficial), Guerín viaja a Italia siguiendo el rastro de la película de Rossellini, como ya es costumbre en su cine. Pero Rossellini no está allí, sino en el resto de la película. Cuando Guerín cita, por más elaboradas que sean las citas, no sale de la cinefilia institucionalizada y su «lenguaje». Gracias a esta película Emanuela Forgetta, una académica que no es actriz profesional, ha pasado a ser la última gran diva del cine italiano. Ella es la musa de la academia, en tanto que su creadora, mujer capaz de pronunciar «me-to-do-ló-gi-co» de modo tal que notemos toda la ridiculez del argot académico esgrimido como defensa machista, y que la escena se transforme en un paso de comedia (no es el único) a la italiana.

Este salto del eje de la acción, dedicado a esa mujer, sucede apenas pasada la mitad de la película y señala un cambio de paradigma, de escala, de esfera. La decisión exigida es algo parecido a un salto de fe: mujer o musa. En ese procedimiento que respalda el discurso verbal del hombre, del profesor, del maestro de la academia de las musas fundada, sin embargo, por esa mujer, la película afirma su sentido, adyacente al de En la ciudad de Sylvia. Y el profesor Pinto, embarcado en su olímpica empresa de poseer el deseo de todas sus alumnas, es un chamuyero inolvidable, un encantador de serpientes.

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Hoy premiamos a Los globos, de Mariano González, como mejor largometraje nacional en el 13° Festifreak.

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«Este amor no entiende de categorías» dice una remera en Hoy partido a las 3, belleza de película. Chicas y fútbol en Corrientes.

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«Es una película, señorita, la gente sabe que no me puedo morir», dice Jerry Lewis al final de The Patsy. Se fue uno de los más grandes, al ladito de Welles y de Cassavetes, monstruos los tres. Pero yo supe quién era él mucho antes de saber quiénes eran aquellos otros, y lo amaba sin necesidad de saberlo. Su muerte me devolvió de un saque a ese tiempo en el que no hacían falta los nombres.

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Murió Tobe Hooper. Además de La masacre de Texas, hizo otra maravilla: Lifeforce.

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Protagonistas de traje y corbata, el cine presentable de la Argentina en blanco:

 

Periodista: ¿Llegó a hablar con algún político para componer el personaje?

Ricardo Darín: No, ni quise. No, si me hablan todo el tiempo por televisión y no me dicen nunca la verdad.

22221794_1515976748451824_4934499149784306572_nEn un programa de televisión, informa este medio, Oscar Martínez acusa a los actores de sobreactuar las protestas contra las políticas de Cambiemos destinadas a vaciar el INCAA. Estos son los argentinos «serios» -autoproclamados liberales y republicanos- a los que no les perdono su contribución al triunfo de Macri, pero sobre todo su moral. Latentes en cada uno de nosotros, están en todos lados y en todas las épocas, subidos al caballito de la superioridad de la Cultura, dándole la espalda a los hechos y a los beneficios colectivos porque son sacerdotes del Arte y poseedores del Bien, que por muchas mayúsculas con que los pronuncien reducen a los buenos modales, la educación y las formalidades institucionales, en tanto y en cuanto ellos estén a cargo de las instituciones, a las que sólo podrán acceder los iniciados dispuestos a la purificación de la respetabilidad (todas esas cosas que no constituyen al cine, dicho sea de paso). De allí salieron, salen y saldrán los más patéticos cagadores, funcionarios de sí mismos, pura careta.

 

En un texto de 1967 Glauber Rocha dice que “un héroe de Buenos Aires, disciplinado en un universo difuso, no obtiene nada más allá de lo imitativo”. Cualquier similitud con la caracterización del medio pelo argentino como una cultura del “como si” carente de todo respeto hacia sí misma, delineada por Arturo Jauretche, no es coincidencia sino conciencia histórica y capacidad de observación. También de expresión: fueron un cineasta y un escritor originales, apasionados, divertidos y valientes. Glauber tiene la deferencia de llamar héroe a ese hombre disciplinado que sigue estando presente en el actual puñado de películas argentinas prolijamente alejadas de cualquier cosa parecida a la imaginación y que cosecha éxitos tanto aquí como en el bien pensante contexto global. Luis Brandoni lo fue en algún momento y Oscar Martínez sigue siéndolo. También Darín. Los podemos pensar, en el mejor de los casos, como prototipos del ciudadano. Filmados en la Italia de hace cincuenta años se revelarían como los cualunquistas que son. Sus intervenciones públicas, que van de la indignación “republicana” contra los gobiernos populares al rechazo generalizado de la política, bien lo demuestran.

22196087_1515976868451812_5991701933577686667_nLo que representan es aquello que Néstor Kirchner definió con astucia como “un país normal” cuando todavía no les parecía tan cerca del mejor peronismo como para espantarse. Quienes tienen la normalidad como horizonte no revelan otra cosa que la pretensión de que las normas, convenciones políticamente administradas que suponen arquetipos, se adapten a su forma de pensar. Es decir, liso y llano, pero no reconocido, deseo de poder. Por eso cuando lo consiguen terminan ejerciéndolo de maneras más groseras -por destructivas- que las de los movimientos populares vilipendiados por tan ilustres ciudadanos que se llenan la boca del bien común, pero contribuyen a que la mayoría no tenga qué llevarse a la boca. Allí reside lo siniestro de estos personajes: son versiones descoloridas del burgués pequeño, pequeño de Monicelli por mucho que encarnen a personajes de más alto nivel económico y educativo, lo que los abarata a la vez que inculpa todavía más que al personaje de Sordi. Fabián Bielinsky supo verlo en Darín como ninguno, porque a su eficacia estética le sumó la lúcida dimensión política de Nueve reinas, mejor atravesada por el cine italiano que todas las de Campanella (con el apellido no alcanza). El Darín de este último es tan oscuro como el de Bielinsky, si no más, pero Campanella supone virtudes a esas oscuridades. Ahora ese burgués pequeño, pequeño, que de la mano de Martínez, Cohn y Duprat ganó el Nobel de literatura, llega a la presidencia de la nación gracias a Mitre y a Llinás, quienes parecen haber incluido el Mal en La cordillera, lo que nos permitirá darle una vuelta más de tuerca a la cuestión.

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Murió Gastone Moschin. En 1982 la pandilla más salvaje del cine, que lo tuvo entre sus miembros, anunciaba lo que se venía:

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Murió Harry Dean Stanton. Hoy se llora por dentro. Forma parte de mi vida desde que vi París, Texas con dos compañeros de secundaria después de la clase de gimnasia allá en San Fernando, cerca del río. En junio de 2015 escribí esto:

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Hay pocas cosas más desnudas que el alma de este hombre en Harry Dean Stanton: Partly Fiction. Es el retrato de un actor, pero en el presente en blanco y negro de la mayoría de sus planos es el retrato de un hombre que canta baladas sureñas, mexicanas e irlandesas y se revela a través de ellas. Un tango y una zamba no hubieran sobrado en su repertorio. No hay mucho más que eso, pero eso incluso es demasiado. La cara de un hombre de 80 años lo dice todo. La mirada de un hombre solo de 80 años que ya casi no quiere hablar porque sabe que las palabras no sirven de mucho, o duelen por demás en lo que invocan, es la evidencia amorosa y terrible de una vida ya vivida que, con su felicidad y su oprobio, le transfiere a la nuestra una especie de responsabilidad. Hay algo de sabio de la tribu en el silencio cortés de Harry Dean Stanton que expresa mucho más de lo que se propone. Un barman de Santa Mónica que le sirve tragos desde 1968 le dice que habla poco, pero que todo lo que pronuncia tiene significado, y Harry Dean Stanton le agradece la observación sin entusiasmo, como se constata un destino, una fatalidad de la que ya quisiera ser capaz de librarse. La voz de la directora es una presencia fundamental. Insiste cuando cree que en el silencio de su objeto hay espacio para seguir puliendo la materia prima espiritual del retratado, seductor de sirenas con el corazón roto de antemano, de movida. El camino, que no se cuenta en kilómetros sino en años, sólo existe para darle fisonomía carnal a los baches congénitos. Un corte cercano a la comisura izquierda del labio superior, ya presente en un primer plano de El indomable, se irá disimulando con el paso del tiempo entre otras marcas de la cara. “Uno no cambia, se cansa”, le dice Brigante al sueño rubio de Penelope Anne Miller vestida de bailarina clásica en Carlito’s Way.

Continuará…

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