La muerte en Venecia es una nouvelle muy clásica, progresiva, con un capítulo destinado a Apolo y otro a Dionisio. El escritor razonable y disciplinado que ve trastocada su seguridad por el efebo polaco que pasa una semanas con su familia en el Lido de Venecia puede estar inspirado en Mahler o ser un fantasma del propio Thomas Mann, pero más allá de eso representa una idea del arte muy centroeuropea, o que al menos tengo en la cabeza como propia del tiempo anterior a la Primera Guerra, en la zona de habla alemana, tal como deja bien en claro Zweig en sus memorias. Es muy posible que sea una idea absurda, ignorante. En su hermoso La Viena de fin de siglo Schorske explica que toda esa cultura de la mesura y la proporción convivía con fuerzas de signo contrario, irracionalistas e identitarias. Es como si el mar apacible que la monarquía liberal expresaba hubiera existido en un equilibrio frágil, en permanente recomposición, múltiplemente acechado, sin dudas menos generoso de lo que pretendía pero que se convirtió rápidamente en una imagen de armonía apenas la guerra hundió a Europa en el desastre. De hecho, en los textos que conozco, además de millones de vidas, es Europa la que se pierde en la guerra, es decir, un espíritu cosmopolita, culturalmente rico y tolerante, cuyo ideal estético bien puede ser el que encarna Von Aschenbach, escritor de maestría y clasicismo en su adultez pero crítico de la prudencia y el buen gusto en su juventud. Por la descripción que Mann hace de su obra, Von Aschenbach es un espíritu dolido que esculpe sus inquietudes con la disciplina estética del señor más refinado. Lo interesante es que La muerte en Venecia tiene las características de las que el texto se burla muy delicadamente, de modo que más que un posible trazo autobiográfico lo que hay es autoironía, o quién sabe, tal vez un juego con la crítica, si es que en el tiempo en que Mann escribió la nouvelle recibía además de elogios objeciones por el estilo.
Obviamente, después de leer el el libro revisé la película de Visconti. Al quinto zoom quería pegarme un tiro. Visconti es un gigante, pero esta versión que se supone admirable me parece un fraude. No me había dado cuenta de lo puerilmente afectada que es la actuación de Bogarde. Ya en su aparición en el barco, imposibilitado de leer, un gesto con los ojos y las manos deja en evidencia la fatal teatralidad de algunos modos, o su énfasis inútil. Por alguna razón, Visconti cambió el arte al que se dedica el personaje; tal vez para acercarlo más a Mahler, cuya música gobierna la película. Igual no importa mucho. La discusión estética que mantiene Aschenbach en los muy desagradables flashbacks vale para la música o la literatura. De hecho, estas discusiones espacializan lo que en la novela es temporal: los dos periodos de Aschenbach, el juvenil arrojado y el adulto clásico, se convierten en dos personajes que viven el arte de modo totalmente distinto.
Una cosa que me llamó la atención es la muerte de la hija, algo que en la novela no está. Visconti juega un doble juego. Por una parte, subraya todo lo homosexual que hay en la historia. Bogarde es un tipo muy amanerado, especialmente en Venecia (en el pasado no se nota mucho), y el pibe lo mira desde el comienzo y reiteradamente, algo que no sucede en el libro. Pero la cuestión de la niña muerta pone a Aschenbach en un lugar de padre dolido que Mann ni siquiera imaginó. Por supuesto, el efebo es Eros demoliendo ascesis y disciplinas, un cuerpo bello, casi un bebote renacentista crecidito, y un ideal estético que el músico descubre cuando ya no puede nada. Yo diría más: diría que al descubrirlo inalcanzable reconoce que su arte careció siempre de verdad y que su contendiente dialéctico tenía razón cuando lo acusaba de evadirse en las ideas y desatender los sentidos. Porque el de Tadzio no es un cuerpo platónico, supeditado al ideal de belleza que encarna y que lo necesita obligatoriamente para manifestarse. Es un cuerpo que vuelve ridícula cualquier idea, que la ahoga en su voluptuosidad inocente. ¡La de firuletes filosóficos que la película prohíja! ¡Cuántos nombres podrían citarse! Pero excepto un plano kitsch del hotel, sobrecargado de elementos y colores (ese en el que Aschenbach le pregunta por la peste al encargado), y la increíble pero lamentablemente poco presente Venecia, nada es realmente tan bueno como dicen los admiradores de este fino cachivache. Por el contrario. Basta el modo en que aparece en boca de Bogarde la frase “Te amo” para preferir por escándalo la novela a la película. Y que Aschenbach estire el brazo, y el sol caiga y Tadzio parezca un dios dulce y cruel me la trae larga.
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Visconti se despidió del cine con El inocente, una admirable adaptación de D’Annunzio. A diferencia de lo que me parece se considera correcto, tengo que decir que Giannini está excelente, tal vez porque el de Tullio Hermil no es un papel para Giannini (exactamente lo contrario sucede con Bogarde en Muerte en Venecia, que está en un papel para Bogarde).
El inocente exhibe un clasicismo que la beneficia mucho, sin ninguna traducción de la mente a imágenes pueriles, como sucede tan a menudo en la adaptación de Thomas Mann. Lo que sí tienen en común las dos películas (y Grupo de familia, y El gatopardo, y Luis II de Baviera) es el tema del paso del tiempo, la angustia propia del que se da cuenta que los años vienen de a muchos. En Muerte en Venecia Aschenbach expresa esta idea con la imagen del reloj de arena, cuyo cuello tan fino no deja ver que los granos pasan, a tal punto que cuando se percibe su depósito en la base se percibe también la finitud. En El inocente Giannini le dice a su esposa que en determinado momento se deja de vivir y se empieza a existir, una distinción que coincide fácilmente con la ignorancia del tiempo y el descubrimiento del grano acumulado en la base del reloj. Esta coincidencia temática, aun siendo importantísima, no oculta que los dos personajes son muy distintos. En un momento, la mujer de Giannini comenta que su marido es un enfermo que se regodea en su enfermedad. No se puede decir lo mismo de Aschenbach, que ignora este goce decadente.
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Pequeño mundo ilustrado de María Negroni es un libro muy lindo. Juguetes, panoramas, colecciones, dioramas, muñecas, títeres. Faltan las novelitas de Aira y las películas de Ruiz para que tenga todos los chiches que me gustan. Una frase de Svánkmajer: “Cada vez que me siento amenazado construyo mis propios golems contra los pogroms de la realidad”. Y una de su esposa. “Tu deber como artista es quedarte como estás, asustado”. En la entrada “Cine” hay una buena enumeración: “Al cine lo preceden muchos ‘espacios para ver’: los gabinetes de curiosidades, los museos de cera, los tableaux vivants, los teatros mnemónicos, las vidrieras, las vistas panorámicas, los peep-holes, las caminatas urbanas (flâneries, sightseeing, tours), los museos y, en general, todo espacio donde el espectador puede volverse, literalmente, un consumidor de imágenes”. Algo que no pude dejar de hacer mientras leía es seleccionar de este universo repleto de cosas fascinantes elementos que tienen vínculos con otros menos refinados. Primero porque así funciona mi cabeza. Después, porque el contacto con lo bajo los hace más vitales y valiosos. Por ejemplo, en la entrada que dedica a Goethe, Negroni menciona un episodio de Wilhem Meister (“La nueva Melusina”) en el que una mujer anda con una caja que contiene un mundo maravilloso, del que ella misma viene. Agrega después a Nosferatu, que lleva también su cajón. Yo pensé: hay que sumar al Franco Nero de Django y al pibe de Basket Case.
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Leí Diario de una camarera. Hace poco, al revisar las versiones de Renoir y de Buñuel, me quedé pensando si habría algo en la novela que explicara el hecho de que dos cineastas tan grandes hubieran filmado películas por debajo de su genio (Buñuel, especialmente). No tengo idea. Lo que sí sé ahora es que la novela es fabulosa. Un téster del resentimiento a cargo de un sirviente que no es bueno, una víctima de difícil compasión. Célestine escribe al comienzo de su diario esta maravilla: “… pretendo poner en él toda la franqueza que hay en mí y, cuando haga falta, toda la brutalidad que hay en la vida. No es mi culpa si las almas, cuando se les arrancan los velos y se las muestra al desnudo, exhalan un olor tan fuerte a podredumbre”. En este aspecto, que es el fundamental, las películas se alejan de Mirbeau. Renoir lo deja en claro desde el principio, cuando hace que Paulette Godard defienda el empleo de quien será su compañera. Es un acto solidario e irreflexivo impropio de la narradora de la novela, que es todo egoísmo y cálculo. Renoir hace muchas otras modificaciones en el mismo sentido. En parte porque filma en Hollywood, en parte porque su amor por el pueblo no debía soportar bien un odio de clase vitriólico y perverso como el que expresa el personaje de Mirbeau, que llega a manipular a un tipo para que se coma a su mascota. Renoir coincide extrañamente con Buñuel, cuya versión también está libre de la voz de Célestine. Por eso su nivel de malicia es mucho más bajo del que parece correcto identificar. Es lo de siempre. Un gran nombre autoriza todo. Solo basta decir: esta vez Buñuel es Buñuel en secreto y tirar de algún hilo para hacer de la obediencia virtud. Hay barrios en los que a eso se le dice autorismo.
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El último libro de Mariana Enriquez se llama Éste es el mar (así, con ese acento viejo). Es una novela de rock. Y está muy buena. Trata de unas criaturas que convierten a ciertos músicos en Leyenda, es decir, los hacen morir adecuadamente. Son los de siempre: Morrison, Lennon, Kurco, Elvis. A Helena, la protagonista del libro, le toca el que bien puede ser el último cordero de la era del rock, un tal James, líder de una banda angelina llamada Falen, tipo bueno, sensible, pero sin canciones memorables, al menos hasta que en el momento justo Helena le dicta algunas que sí, que la rompen y vienen desde donde no hay nada parecido a eso que llamamos tiempo. Con el milagro de un disco genial (como si Pity sacara un Piano Bar se me ocurre, pero no sé bien) James puede por fin morir, porque está claro que no hay Leyenda sin canción, no importa cuántos hoteles rompiste, cuánta droga tomaste o cuán jodida resultó ser tu vieja. Una cosa es un cadáver, otra una Leyenda, dice alguien por ahí. Posible excepción: Sid Vicious. Polémica posible segunda excepción: Brian Jones. Hay un detalle hermoso. Resulta que una de estas criaturas (las Luminosas se llaman) recibe el encargo de convertir a Bowie en Leyenda pero se rebela y dice que no, que a Bowie le toca la vida, y lo cambia por Nick Drake. Este episodio, que dura unos diez renglones, prueba que Enriquez entiende todo.
Tengo un archivo de Word en el que durante un tiempo registré las apariciones del rock en la literatura argentina. Están Bizzio, Fogwil, Ramos, Bermani, Fresán. También está Casas con su infame «Abbey Road, de los Beatles», perpetrado (si no recuerdo mal) en las primeras páginas de Ocio. ¡No se aclara que un disco de los Beatles es de los Beatles, Casas! ¡Es como decir: «Viajó a París, la capital de un país europeo llamado Francia»! Por cosas como esta estamos como estamos, Neymar se fue del Barça, Macri es presidente y decimos que lo que hace Alan Pauls es escribir. En fin. Al poco tiempo me cansé y el archivo murió como mueren los archivos: en alguna carpeta a la que llegamos años después buscando cualquier otra cosa. La frustrada colección de citas me dejó igualmente una enseñanza: hay temas con los que conviene no meterse si no sos fan. Quedás como un ganso. Como Piglia mencionando a Virus en El camino de Ida, por ejemplo, un orsái de quince metros o todavía de más si leíste al Bruzzone de Los topos, que usa «Amor descartable» maravillosamente.
Enriquez sabe perfectamente de lo que habla porque los pibes que gritan por sus ídolos no están fuera de ella. «Donde encontraban un dolor, una rabia, un vacío, una oscuridad, una tiniebla, un horror, lo aliviaban con la imagen de James y cada noche alguien se iba a dormir besando los ojos de James en una foto y salvo otros fans nadie los entendía pero los fans amaban y sobrevivían y vivían más intensamente que la mayoría de los humanos, con excepción de los religiosos. Pero los religiosos solían ser infelices. Y los fans no». No sé cuántas novelas de rock hay en la literatura argentina pero no deben ser mejores que esta.
Lo que me pasa con Enriquez es justo lo contrario de lo que me pasa con Como un golpe de rayo, el libro que Simon Reynolds le dedicó al glam, y en el que todo el tiempo parece pedir disculpas por escribir sobre rock. Una vez, hablando de Marc Bolan, tiene el tupé de poner frente a frente a un crítico de música clásica y a una fan gritona y decidir el conflicto en favor del primero. Es una de las boludeces más grandes que leí en mi vida. Si el rock te parece poco hacete un doctorado en Literatura y tomá el té con los cerebros de Cambridge, pedazo de nabo. La «Teenage Wasteland» de los Who vale tanto como la «Waste Land» de Eliot. Estoy seguro de eso, y siento que Enriquez (o su novela) también.
Éste es el mar tiene dos epígrafes. Uno es de Éluard. El otro, parte de «Boys on the Radio» , una canción de Hole que dice: «Oh, los chicos de la radio / se estrellan y se queman / se doblan y se desvanecen tan despacio».
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Vi entre ayer y hoy tres versiones de Madame Bovary: Minnelli, Schlieper y Renoir. La mejor es la primera. Lo más curioso de la de Renoir –que es floja- es que nunca vemos a Emma leer sus libros románticos, como si la película diera por descontado que los espectadores ya saben de qué va la historia y les bastara con que en la primera escena Emma hable de María Estuardo. En cuanto a Schlieper, bueno, no pega una. Todo lo que brilla en sus comedias –ritmo, imaginación, descaro- acá no existe. Los actores recitan sus parlamentos como ennobleciéndolos, casi como en el mal teatro. Me quedo igual con dos momentos: las piernas de Mecha Ortiz estirándose hasta tocar la chimenea y la frase de melodrama que le dice Emma a León: “Abrázame mucho, hasta que respires por mi boca”
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Flaubert, Madame Bovary: “No hay que tocar a los ídolos; algo de su dorada capa se queda entre los dedos”.
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Mientras leía Myra Breckiridge de Gore Vidal pensaba en las dificultades y el indudable encanto de las primeras personas incorrectas, que mezclan convicciones de autor, ideas remanidas y otras despreciables hasta conseguir un discurso extravagante y propio del personaje. Myra reflexiona sobre la descripción a la sombra de Robbe-Grillet y pasa revista a las drogas, el hipismo, el anticomunismo visceral, Vietnam, la televisión, la liberación sexual, el feminismo y demás íconos de los años 60, por lo que la novela puede considerarse como una revisión maliciosa del repertorio de temas característico de aquella década. Pensé varias veces en Houllebecq. En cómo la seriedad con la que asume sus argumentos -aun siendo generoso y sospechando en ellos una dimensión humorística- lo encierra como escritor en la tesis y encierra a los lectores en la interpretación ideológica. Hasta el momento, Houllebecq me parece un cultor de la incorrección y punto. Las partículas elementales es una novela presumida. Ciencia ficción que se quiere también literatura antropológica, filosófica, histórica, política y demás palabras esdrújulas. Vidal, en cambio, permite un goce sádico por intermediación del humor. Al final, otra vez hombre pero sin pene, Myra se casa con una jovencita conservadora y se une a Científicos Cristianos. Había escrito: “Consúltese a Juvenal, Pope y Billy Wilder”.
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Copio un fragmento de Las partículas elementales porque habla de Les valseuses (es decir, la película de la que sale el fotograma que es la portada de Calanda): «La mitad de la década de los setenta estuvo marcada, en Francia, por el éxito escandaloso de El fantasma del paraíso, La naranja mecánica y Los rompepelotas: tres películas completamente diferentes, cuyo común éxito dejó clara la pertinencia comercial de una cultura ‘joven’, esencialmente basada en el sexo y la violencia, que iba a seguir ganando importancia en el mercado durante las décadas posteriores. Los treintañeros enriquecidos de los años sesenta, por su parte, se vieron perfectamente reflejados en Emmanuelle, que se estrenó en 1974: al proponer cómo entretenerse a base de lugares exóticos y fantasías, la película de Just Jaeckin fue con toda justicia, en el seno de una cultura que seguía siendo profundamente judeocristiana, un manifiesto a favor de la civilización del ocio».
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Dickens, Historia de dos ciudades. Maravilla 1: “En tiempos de peste, hay quien muestra una secreta atracción hacia la enfermedad: una terrible y momentánea inclinación a morir de ella. Y todos llevamos ocultas en el alma esas rarezas, que sólo necesitan circunstancias propicias para manifestarse”. No está lejos de la frase de D’Annunzio. Maravilla 2: “¿Le parece muy lejana su infancia? / Veinte años atrás le habría dicho que sí”.
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En un momento de El mundo de ayer Zweig dice que Argentina es una España protegida y preservada. En otro, que la homosexualidad es un síntoma de decadencia. También enumera lo que él llama extravagancias de posguerra: teosofía, ocultismo, espiritismo, sonambulismo, antroposofía, quiromancia, grafología, las enseñanzas del yoga indio, el misticismo de Paracelso, la morfina, la cocaína, la heroína, el incesto, el parricidio, el comunismo y el fascismo. Me emocionó esta descripción de un cine francés: “Era un pequeño cine de barriada que en nada se parecía a los modernos y luminosos palacios de cromo y cristal. Era una simple sala improvisada, rebosante de gente sencilla, obreros, soldados y verduleras, buena gente que charlaba de buen humor y que, a pesar de la prohibición de fumar, lanzaba al aire asfixiantes nubes de humo azul de Scaferlati y Caporal”.
Las páginas que Zweig dedica a Alfred Redl me hicieron acordar que existía la película de Szabó. La descargué y la vi entre el tedio y la curiosidad por una manera de filmar que percibo como enterrada. Capaz que en estos años pasaron cosas que pueden explicar por qué hoy por hoy hay que ir a buscar en el arcón de los recuerdos cargosos un cine que fue muy respetado en su momento. Yo tengo la sensación de que era vetusto ya en su origen, pero puedo equivocarme. No pasa lo mismo con The Music Lovers, que vi después de Coronel Redl y que goza de mucha mejor salud, seguramente porque Russell es bastante ridículo, y el ridículo es siempre preferible a la sensatez, que tiene vida corta y no entusiasma más que a los viejos chotos, que prefieren no entusiasmarse. Según Zweig (y Wikipedia) Redl vendió información al enemigo de manera sistemática; en la película entrega los datos inmediatamente después de descubrir que su joven amante italiano es un espía. Hay una cuestión psicológica en la traición, no una cuestión económica: Redl se harta de su doble vida, de la obligación de mantener fuera de juego alguna información (parentescos judíos, homosexualidad, origen social), quizás del imperio al que sirve y de la historia misma de Austria-Hungría. Definitivamente, un personaje notable que merece otra película.
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Dos adaptaciones de Dostoievski: Una mujer dulce y Las noches blancas. Esta última no la disfruté tanto como hace unos años; es muy probable que tenga que ver con la intensísima emoción de Dostoievski, que no aparece en la pantalla. En comparación, el laburo de Bresson es más agudo. Visconti se mueve entre al menos tres formas del cine italiano de los 50. En primer lugar, el melodrama de estudios. Es muy curioso ver la ciudad por la que andan Natalia y el solitario Mastroianni. Se trata claramente de una ciudad reconstruida, con sus calles, puentes y negocios; pero como incluye los típicos espacios derruidos de posguerra es como si el neorrealismo se hubiese convertido en parte del decorado. Hay, de hecho, una escena propiamente neorrealista: esa en la que Mastroianni rema junto a la mujer por un canal romántico, feliz de amor, y a los lados se ven familias que duermen a la intemperie. A estos dos registros hay que agregar el de la modernidad en su modo arte y ensayo, visible en algunos juegos de montaje, como el que conecta el presente en la calle con el pasado en la casa a través de dos travellings en continuidad, unidos disimuladamente. En relación con Dostievski, Visconti resume. Bresson (tan poco sensible a los modos de su tiempo) hace la suya. Le sale bien, como siempre. En una escena, la protagonista revisa un consejo que Hamlet les da a los actores en el tercer acto y que la puesta que acaba de ver no respetó (de hecho, salteó el parlamento). Es un consejo que enfatiza la virtud de la actuación despojada, por lo que toda la escena funciona como una declaración acerca del cine bressoniano. Es curioso (o no, quién sabe): Visconti, que es un director más cercano a Dostoievski, se queda a mitad de camino. Bresson, que está bien lejos del ruso, lo evita y termina capturándolo mejor que nadie.
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“¡Dios mío! ¡Un minuto entero de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana…?” Este es el patético y hermosísimo final de Noches blancas. ¿No es un epígrafe perfecto para Inteligencia artificial? Cosas que tienen en común Spielberg y Dostoievski: son seres humanos, nacieron después de la caída de Roma, yo los admiro.
Continuará
[…] Películas y libros de cualquier cosa (primera parte) […]
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