Hasta más ver (III): Notas sobre algunas películas de Hugo del Carril, por Marcos Vieytes

No tengo una sola imagen de Las tierras blancas (1959) donde anclar las palabras. De la primera vez que la vi, hace unos años en Mar del Plata, sólo guardaba el recuerdo de un barranco arenoso. Los personajes llegaban hasta el borde y la tierra se cortaba al ras. Un par de metros más allá y más abajo, el río medio seco. Naturalmente, el espacio dicta picados y contrapicados que, sin embargo, ya estaban en otras películas de Hugo del Carril. No necesitaba de ese espacio para decidir la ubicación de la cámara; fue su cámara -su mirada- la que eligió ese espacio. De esta segunda proyección me quedaron algunos apuntes mentales. Seis años antes de Crónica de un niño solo (1965), aparecen unos chicos bañándose desnudos. Un nene recién llegado al lugar será bardeado más tarde por una banda de pibes que quizás sean los del principio. Uno de ellos, que no tiene más de doce años, se tambalea botella en mano, completamente borracho. La imagen es violenta aunque el patoteo no pase a mayores. Los nenes que fuman en Crónica de un niño solo es una travesura al lado de los chicos en pedo de Las tierras blancas, pero Favio parece haber arrancado allí donde se detuvo del Carril. Porque la violación fuera de campo pone a Crónica de un niño solo incluso más allá de Los 400 golpes (Francois Truffaut, 1959) y La infancia desnuda (Maurice Pialat, 1968). Es decir, antes de ambas, junto a la obscena mano del profesor de Cero en conducta (Jean Vigo, 1933) sobre la de la nena que dice mierda.

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Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1965)

Un procedimiento me llama poderosamente la atención: del Carril usa la cámara en mano -acaso por primera vez- en dos ocasiones. Otro detalle: el tango irrumpe en la banda sonora rural para anunciar la muerte. La película transcurre en Santiago del Estero, que ya tiene un lugar privilegiado en nuestro cine gracias, sobre todo, a Homero Manzi y a esa maravillosa película que es Malambo (Zavalía, 1942). Tardía y algo excéntrica, como la irrupción tanguera, es la del propio del Carril, que aparece recién para el segundo acto. Su personaje estuvo preso por delitos que no cometió, al igual que el actor y director tras la revolución fusiladora que había bombardeado Plaza de Mayo. La demora en presentarse confirma el patrón de lucimiento atenuado que aplicó sobre sí mismo en sus películas, así como el protagonismo del chico llamado Odiseo, centro dramático y moral.

Las tierras blancas empieza con una meada del pibe sobre el camino. Como el semen de los chicos que cogían con la tierra en Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976), el pis de Odiseo es el primero de los esfuerzos inútiles por fertilizar el suelo desplegados en la película. Del Carril dijo alguna vez que su cine le parecía cercano al de Vittorio de Sica, pero Las tierras blancas es su película más rosselliniana. «El neorrealismo consiste en seguir a un ser, con amor, en todos sus descubrimientos, en todas sus impresiones. Es un ser muy pequeño que se encuentra por debajo de algo que le domina y que, de pronto, esto le golpeará espantosamente en el preciso momento en que se encuentra libremente en el mundo, sin esperar nada. Lo que importa para mí es esta espera; es esto lo que hay que desarrollar. La caída debe quedar intacta», dijo el director de Alemania año cero (1948) y Europa 51 (1952).

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Las tierras blancas no tiene una estructura argumental cuya progresión sea tan homogénea como la de otras películas de Hugo del Carril. Ni siquiera tenemos un claro protagonista que, con sus acciones, acarreen la película, o uno que se ajuste a nuestras expectativas ante una potencial épica gauchesca. Al principio parece que el padre del chico va a ocupar ese lugar, pero su figura se desdibuja tan rápidamente como sus posibilidades de proveer lo necesario para la subsistencia de su familia. La esterilidad de la tierra lo convence de ganar dinero fuera de la ley. Entonces podemos pensar que unas situaciones de índole policial pueden convertirse en el marco de género dominante, aunque desplazado del medio urbano habitual, pero la trama tampoco se interesa por ellas. El desvío se consuma con la aparición del personaje interpretado por del Carril, catalizador del conflicto final, pero todo lo que en él es potencialmente arquetípico se opaca. Son trazos parciales, retazos que nunca bordan definitivamente la figura (anti)heroica, semillas de relatos que no dan frutos.

Porque lo que Las tierras blancas quiere que veamos es tan “pequeño”, como decía Rossellini, que lo pasamos por alto: el chico. Y el chico es un observador. Activo, pero observador al fin, un testigo. Soslayarlo es fácil, porque el punto de vista de la entera película se solapa con el suyo. Y no desde la facilidad de la subjetiva claramente identificable, que permitiría materializar su mirada. El pibe, como la entera puesta en escena, es un recién llegado que mira por primera vez, pero recién después de la mitad de la película habrá una escena en la que el primer plano de su cara expectante sea la causa de unas reacciones que respondan a dicho acto de observación. Hasta entonces podía pasar simplemente por un chico -algo menos olvidado que los de Buñuel- en medio de un mundo de grandes. Finalmente, el abrupto desnivel del terreno que mi memora guardaba como impresión dominante de la película era un accidente mucho más que geográfico.

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En marcha…

Las únicas imágenes filmadas por Hugo del Carril que me faltaban ver antes de que comenzara el acontecimiento cinéfilo del año, la primera retrospectiva completa de su obra, eran las de En marcha… corto institucional de Luz y Fuerza, congruente con sus elogiosas referencias al sindicalismo en Las aguas bajan turbias y La calesita, además de la apuesta por la unión para defender los intereses económicos de pequeños productores rurales en Surcos de sangre y Esta tierra es mía. El primer día que la proyectaban llegué unos minutos tarde y entré a la función cuando ya había empezado. La voz en off del propio del Carril lo domina todo con su estilo formal, diurno, positivista. Va de lo particular a lo general. Un obrero no puede mantener a su familia. Gana poco y nadie les cuida la salud. Para ambientar la situación, los procedimientos sonoros se acercan a los del cine de terror. No tiene manera de mantener a la esposa y los hijos por mucho que trabaje. Derrotado, se asoma a la ventana, motivo recurrente en sus películas y en el melodrama, pero ese lugar de intensa expectación e inmovilidad física usualmente destinado a la mujer, esta vez está ocupado por el hombre. Y las manos, otra constante, se juntan. La esposa pone la suya sobre la pierna del marido primero, y luego sobre la mano, para darle fuerzas. De ese gesto llevado a cabo por la mujer nacerá el sindicato. Con diversos ángulos, entre los que se incluyen picados casi cenitales y contrapicados a ras del piso entre las piernas de un trabajador, del Carril compone la gesta fundacional de Luz y Fuerza. Algunas de las imágenes fabriles recuerdan la potencia de Los compañeros (Mario Monicelli, 1963), profetizada en El último payador (Homero Manzi, Ralph Pappier, 1950), protagonizada por del Carril. Después vendrá el desfile de luchas, conquistas, resistencia. Más tarde, el de las instalaciones, en los que la imagen funciona como publicidad y registro. El relato le rinde honores al impulso del peronismo, pero lo trasciende, del mismo modo que al Estado.

 

Lo que me había perdido es el comienzo, y resulta que el comienzo contiene imágenes funadamentales. Cuando dice «¡Luz!», se enciende un reflector que encandila la pantalla, fundiéndola a blanco. Cuando dice «¡Cámara!», vemos a del Carril sentado en la silla de director por única vez en toda su filmografía. La voz que dice «¡Acción!», entonces, ya está en cuadro. Del Carril se dispone a leer, que es su forma de actuar en esta película, y funde a negro. Así que el plano más abiertamente autorreflexivo de su filmografía se da en un corto institucional. La secuencia no deja lugar a dudas: el cine es un instrumento para decir algo, para transmitir un discurso político. A eso se debe que, sobre el final de su vida, menospreciara La Quintrala (1954) y Más allá del olvido (1955). Pero del Carril es grandioso, a pesar de esa errónea consideración, porque le apasiona la puesta en escena cinematográfica. Que la haya puesto al servicio de los intereses populares lo hace todavía más grande, pero eso no es más que valor agregado. De todos modos insoslayable, pues lo especifico de su obra como director ocurre en la intersección entre discurso social-político y procedimientos. Puede que del Carril sea, entonces, más moderno que Favio. No, por ello, necesariamente mejor.

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Por primera vez vi Más allá del olvido en pantalla grande y me pasó algo que no creía posible con esta película: lloré. Estuve a punto de hacerlo en el travelling de acercamiento al cadáver de la primera mujer, cuando la cámara se acerca al lecho y la mortuoria blancura del cuerpo, ataviado con sus mejores galas, encandila el plano (es imposible – también indeseable- no ceder al exceso de ver a Eva Perón allí si se nos ocurre pensarlo. La figura pública de Hugo del Carril promueve este tipo de asociaciones, tanto como sus más sutiles decisiones de puesta en escena: el «Vote Alonso» perdido al final de La calesita, la detención del tren para que los trabajadores se mojen las patas en la fuente del río al principio de Esta tierra es mía). Pero el llanto vino con el magnífico final. De nuevo, lo obvio: las grandes películas están pensadas para la pantalla grande, y las pequeñas apocan, desvirtúan, oscurecen la puesta en escena como Fernando de Arellano hace con la casa y con la segunda mujer cada vez que prende y apaga las luces.

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Más allá del olvido

Lo menos obvio: no lloré por las alternativas de la trama, sino a causa de los procedimientos: la puesta de cámara y la puesta en escena. Digo esto para quienes todavía piensan que el llanto -o la risa- es pura y dura alienación. Pero digo más, la capacidad del cine -y de otros medios de expresión más o menos elaborados- para manipular las emociones es su razón de ser. El final es sublime porque trasciende todo verosímil que no sea el de la sacada verdad de las pasiones, y porque se afirma sobre una delirante suma de coincidencias e improbabilidades. Del Carril demuestra lo consciente que está de los medios con los que trabaja cuando hace equilibrio en la cuerda floja de lo bufo. Si Mónica no se sacara el puñal clavado en la espalda antes del beso, por ejemplo, todo lo que sucediera después sería cómico porque tendríamos grabada esa imagen mental, por mucho que permaneciera fuera de campo cuando ella se diese vuelta. El baile de disfraces en el que estamos todos, cuando más nos aferramos a la ilusión unitaria de la identidad, alcanza entonces alturas metafísicas que en del Carril no vuelven nunca indistinguibles las elecciones políticas. En Más allá del olvido, una película cuya grandeza es tal que ambiciona lo universal, esa particularidad que es la Argentina tiene una de sus manifestaciones elípticas fundamentales.

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