Mamoulian para acabar contento, por Marcos Vieytes

Me siento a ver una de Rouben Mamoulian -de Ucrania a Broadway- sabiendo que con muy pocas películas voy a pasarla mejor que con las de él y acabar tan contento. Ni bien empecé a escribir sobre cine me enteré de sus precursoras contribuciones técnicas: insonorizar la cámara para que el ruido que hacía no se filtrara en el rodaje y filmar una de las primeras películas sonoras (Aplauso), así como la primera en Technicolor (Becky Sharp). Pero la pura alegría del espectador se la debí a la ligereza aventurera de La marca del Zorro (1940) -devenida en fiesta gay (mucho antes de que significara lo que ahora, la palabra se repite en su cine y hasta le da título a una de sus mejores películas) para no quedar a la sombra de Fairbanks ni debajo de Hays- y al fundido encadenado de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, que se vuelve obsesiva sobreimpresión de las piernas de Miriam Hopkins durante el camino de regreso de Fredric March a su casa, que no se la puede sacar de la cabeza. En esa obra maestra ya estaba también la célebre transformación en plano del protagonista, solamente igualada -si no superada- por la de I vampiri (Riccardo Freda, oficios de Mario Bava mediante):

Más tarde adoré los primeros planos literalmente icónicos de Greta Garbo en Reina Cristina, para gusto de hombres y mujeres por igual, y vaya a saber cuántas cosas más que ya son parte de mí sin recordarlas. Estas son la clase de maravillas que veíamos en la televisión sin saber quién las dirigía ni por qué. Todas ellas, manifestaciones de la inteligencia y hedonismo de ese Hollywood previo al código de autocensura. La reina Cristina se saca la corona pero la película, como la corte, no la reconoce plebeya y la vuelve a encuadrar, gracias a un corte, de modo que ella siga estando coronada por el tapiz de fondo. El cine todavía estaba más cerca del ídolo (carne de celuloide) que del número (digital). Greta Garbo, mujer desprendida de la eternidad por una noche, recorre la habitación de la posada y palpa la materia perentoria de los objetos hasta detenerse en el icono.

Dice Eduardo del Estal en Historia de la mirada:

El icono no es una imagen con parecido, sino una imagen teofánica, divina, litúrgica. No vale por su forma visible sino por el efecto deificante de su visión.

El ídolo y el icono son independientes de la Mirada, su poder actúa aún cuando no son vistos.

El icono no ofrece la imagen correspondiente a la situación del observador sino a la visión de alguien ubicado detrás del cuadro, lo que sumado a la frontalidad convertía al Icono en la mirada de Dios.

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De las películas más conocidas de Mamoulian, me faltaba ver Sangre y arena. Me sorprendió de entrada. «¿De dónde conozco a Joe Swerling?», me pregunté mientras leía los créditos iniciales. «Pero si es el mismo guionista de Que el cielo la juzgue«[1], me dijo IMDB más tade, «y hasta cierto punto paisano de Mamoulian: ucraniano aquel, armenio éste». Swerling no sólo fue guionista de esas dos maravillas, sino también de al menos otras dos obras maestras: Man’s Castle (Frank Borzage) y ¡Qué bello es vivir!, además de unas cuantas más de Capra. Una coincidencia tal no se encuentra todos los días (otra biografía que me gustaría leer, en caso de que exista). En Platinum Blonde, una de esas hermosuras pre-Code escrita por Swerling para el Capra del recién llegado sonoro, el protagonista amaga con escribir una obra teatral de locación exótica hasta que Loretta Young, en cuyos ojos se ahogaba hasta Jean Harlow, le dice que mejor escriba sobre lo que conoce. No será otra cosa que la película que nosotros estamos viendo. ¿Qué tiene que ver esto con Sangre y arena? En la de Mamoulian hay un personaje secundario, posteriormente crucificado a la tenebrosa maniera de la Contrarreforma, que no sólo se queja del ritual debido al sufrimiento de los animales: también despotrica contra la multitud ávida del espectáculo. No cuesta adivinar una indirecta a Hollywood cuya autoría podría deberse a Swerling.

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El espectacular cine de Mamoulian es gozosamente libertario, así que el rechazo particular a las corridas, como una muestra del potencial troglodita del espectáculo, le permite a la película concentrarse en ellas como metáforas del lance amoroso. También, dedicarle al toro la que debe de ser una de las más originales y extravagantes subjetivas de aquel Hollywood, a través de un elegante travelling de avance perfectamente incorporado al equilibrio estructural del relato. Cuando el procedimiento se repite con la cámara hacia la cama de Rita Hayworth desde la mirada de Tyrone Power, el hombre que besó a John Ford, ya sabemos quién se llevará puesto a quién.

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La ligereza de tono habitual de Mamoulian, especie de distancia nacida de su sentido del humor, se une a la densidad, peso y volumen sensuales de sus planos. La mayoría de ellos le deben su grandeza a la ilustre tradición figurativa, pero no son pocos los que tienden a la abstracción moderna que la institución narrativa limita para, en los mejores casos, sugerir la potencia de sus posibilidades afinando nuestra percepción, como el encuadre expuesto en el rectángulo por el que los asistentes de los matadores miran el ruedo.

 

Si hasta nos podemos dar el lujo de ignorar a Rita Hayworth y Linda Darnell. La conversación que la segunda sostiene con la Virgen -porque escuchamos literalmente la respuesta del ídolo- las hace partícipes de una misma identidad. Un fundido encadenado posterior ligará a la esposa con la suegra. Cada plano, con su tempo particular, y cada movimiento de cámara, manifiestan una reflexión del relato sobre la propia puesta en escena implícita en la intriga.

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The Gay Desperado empieza como una película de gángsters, pero apenas un minuto y medio después -fabuloso cenital mediante, cuya perspectiva es inmediatamente alterada por un zoom out (¡los zoom in de Love me tonight!)- tenemos que corregir la afirmación y decir que empieza con una película de gangsters, porque ese minuto y medio era, literalmente, una película dentro de la película, que los personajes están mirando en una sala de cine. La puesta en abismo distingue dos espacios: del lado del espectáculo están los estadounidenses y del lado de los espectadores, los mexicanos que miran la película de Hollywood. Como nosotros somos espectadores, pronto estaremos del lado de los mexicanos. Lo notable es que la película de Mamoulian, que es de 1936 pero tiene el espíritu de las realizadas cuando todo el cine era de explotación y no se avergonzaba de ello, o sea antes del código Hays, también lo esté y tome partido en contra -si no de todo Hollywood- de la moral puritana y de varios de los dogmas culturales estadounidenses implícitos o explícitos en el cine que vendría.

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Desde el principio pasa de todo. Un tipo se pone a cantar en la sala para ver si distiende la batahola armada entre los espectadores, y que la película replica haciendo de la puesta en abismo una fiesta, un pogo. Unos bandidos secuestran al cantor, porque al jefe de la banda lo conmueve su voz. Cuando anda fugándose de la justicia no tiene música a mano, así que piensa usarlo de radio portátil. Como el cantor se niega porque quiere vivir de cantar, y en esta farsa todos son simpáticos y tienen códigos menos los policías y mafiosos yanquis, el bandido asalta una estación de radio para darle difusión, convirtiéndose en su productor. El tipo canta un aria de Aída y encanta a personajes y espectadores. El aria entra y sale de la historia durante toda la película y queda ligada a la aparición -en montaje paralelo- de Ida Lupino, una de esas actrices que no responden al paradigma de la diosa sino al de la traviesa, mujeres que no son lo que los hombres han hecho de ella, sino lo que ellas han decidido ser.

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Tres cuartas partes transcurren de noche, como en La marca del Zorro, obra maestra de puro sexo, enredos, tiros, música, romance y alegría. Mamoulian amaba la noche, más aún si era americana. Porque cuanto más falso filmaba, más verdadero resultaba todo. Hay un indio que habla una sola vez, y con acento centro europeo, una magnífica pelea entre la pareja protagonista, que patenta para siempre la frase «conozco a las mujeres», y una coreografía no realista de cuerpos en el plano que el cine de Rivette, el de otros franceses más, y el de varios afrancesados nuestros desligaron de la sujeción narrativa, llevaron a la abstracción virtuosa y terminaron repitiendo hasta un solemne cansancio que es mucho peor que el ridículo. La modernidad sin carnet de Mamoulian, y del cine de explotación, siempre estará más viva que la otra. Es la única que sopla donde quiere.

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La pubertad del héroe o Mamoulian pasa revista al género (variante sofovicheana: «Al fraile se le ve la puntita»). Así como Fred Niblo participó en la configuración del héroe de aventuras eternizado en la niñez, también hizo lo propio con Rodolfo Valentino, prototipo del héroe de alcoba blando, suave y afeminado, más diestro en las aventuras amorosas que en las deportivas. Si Errol Flynn fue el sucesor de Douglas Fairbanks, ya sin la misma monolítica masculinidad de aquel, a Tyrone Power le tocó recoger el guante caído, y lo hizo de la mano de Mamoulian, que en 1940 filma la remake de La marca del Zorro con el más libidinoso revisionismo sexual que pueda imaginarse para la época y el género. Pese a compartir el blanco y negro, todo lo que era nítido y solar en la versión del veinte, dos décadas más tarde se torna claroscuro, suntuoso, decadente. Los toscos contrastes de la primera no compiten con la sinuosa textura que Mamoulian descarga con placentera ironía sobre el rústico personaje paterno decepcionado por el interés del hijo en sedas y encajes. ¡Ah, satánico satén del deseo! No importa que la feminidad de Diego de la Vega sea fingida y que al final se restituya el orden tradicional. Mientas tanto, la representación se revela como la única manera de gambetear la Ley del Padre.

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Entre ambas películas, además, se ha instalado el sonido, y entonces la acción cede lugar a la palabra y, con ella, al doble sentido y el malentendido como leyes de la conversación, el imperativo categórico de los intertítulos a las voces del amor cortés, la banda sonora como mero acompañamiento musical de las imágenes al baile de salón y los disfraces que diluyen la integridad genérica. Ver una y otra película es como pasar de Marte a Saturno con escala, que no llega a ser estadía sino un toco y me voy en Venus. Es ir de la risa franca de Faribanks a la procaz curvatura labial de Power, paralela a la de sus cejas remarcadas por el maquillaje. Si aquel le esquivaba el bulto al matrimonio hasta el último plano de la película, ya desde que empieza esta remake travestida y transformista la cámara de Mamoulian no hace otra cosa que fijarse en el bulto del héroe ajustado por la calza ampulosa (como lo haría poco después Fellini en El jeque blanco) y, exhibiendo el sexo deseado del Zorro, clausura el sueño asexuado del infante difunto Fairbanks. Si su veloz desplazamiento volvía inasible, invisible, inmaterial el cuerpo del Zorro, la cámara deseante de Mamoulian lo para en seco, le clava la mirada y lo somete a su antojo. Preso del ojo ajeno, atado al deseo del otro, el héroe acrobático pierde autonomía de vuelo y cae en picada, atenazado a la carne y los humores del cuerpo. Pero sin perder la sonrisa, ahora húmeda en las sátiras comisuras.

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[1] La película de Stahl es una obra maestra por donde se la mire. Una de las evidencias de ello está en lo que hace con el color. Nuestra protagonista empieza de blanco, distinguida del resto, pero la tensión cromática principal estará dada entre el rosa y el celeste. En el primer vestido que los incluye domina el color de las nenas. A medida que se vaya oscureciendo la trama, y la psicología del personaje, el de los nenes ganará lugar en ella. La pueril asignación de los colores es deliberada. Durante el embarazo de la protagonista, su pariente política y rival amorosa los relacionará con los sexos, y será ese el punto de anclaje pertinente para lecturas subversivas de género. En la patología del personaje de Gene Tierney, como en la maldad de la femme fatale del noir, está la coartada para exponer las limitaciones del rol tradicional de la mujer en otros géneros. Con el correr de los minutos, y la osadía de protagonista y realizadores en la comisión y exposición de los hechos, el rosa derivará en rojo hasta el éxtasis del aborto orgásmico y su posterior celebración playera. Como el rosa también reviste los ambientes falsamente idílicos, ni el final feliz será tranquilizador. Ahora el blanco y el rosa le pertenecen a otra mujer, pero «las mujeres piensan en todo», dice el payaso protagonista, que no por nada se llama Dick.

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2 Respuestas

  1. […] Para colmo, en 1975. El contagioso entrevero de gauchaje y milicada al principio de Moreira dos años antes deja paso al río revuelto de Nazareno que arrastra y hunde al padre y los hermanos del protagonista en medio de la tempestad previa al golpe del 76. No quedan hombres en la familia, pero abundan las mujeres militantes: la madre que les canta las cuarenta a la vecindad -discurso incluso más apropiado a una madre soltera que a una viuda- mientras atraviesa la calle principal con el bebé en brazos y contra el viento que la azota tirándole tierra en la cara, la bruja que avanza -si no en el contraplano, ¡en un contratravelling!- para reunirse con ella y amadrinar el bautismo del nene ante la defección de la cobarde feligresía y el ángel rubio de Griselda, a quien Favio filmó con la misma devoción con que Mamoulian a la Garbo en Reina Cristina. […]

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