Elegía del tiempo libre, por Marcos Rodríguez

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Leyendo el Diario de Raúl Ruiz, encuentro este párrafo:

Ayer en el avión, hojeando Las ideas estéticas de Galileo de Panofsky, me encontré con la siguiente perla: Galileo habría sido incapaz de entender a Kepler, no por falta de perspicacia o penetración, sino por simple prejuicio estético: viviendo en pleno período de irrupción del manierismo, Galileo, que en arte era conservador, amaba el círculo y odiaba la elipsis. Del mismo modo, amaba a Ariosto y odiaba a Tasso (que en la escuela leímos al mismo tiempo y a los que nos confundíamos). Un detalle curioso: Galileo dedicó un año entero su de vida a comentar a Ariosto (y a denigrar a Tasso). Para decir que en otros siglos el tiempo libre era cosa seria.

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Los azares de mi disco rígido (o, más bien, las secuelas de haber visto esa película hermosa llamada Un viaje a través del cine francés, de Bertrand Tavernier) hicieron que finalmente viera Casque d’Or, una maravilla que Jacques Becker dirigió en 1952. Primera conclusión, después de verla: ¡qué bueno que es Becker, la puta que lo parió! Segunda conclusión: nadie filma primeros planos como Becker, ni sabe sacarles tanto. Tercera: no sé cómo ni por qué es tan buena esta película.

Me voy para un lado y para el otro. Lo pienso un poco y pronto descubro que lo que me atrae de la película es la combinación extraña (e impecable) que logra trazar entre una película de gángsters y Un partie de campagne, una unión que nunca me hubiera esperado. Ahí están todos los elementos: el río y los vestidos de época, la banda de criminales y sus códigos carceleros, la mina que se interpone, el inevitable (aunque ayudado) desencadenamiento de hechos determinados por esos códigos de honor y hombría. Hay algo hasta tanguero en Casque d’Or: los arrabales, los cuchilleros, los duelos. Casi como salido, de paso, de un cuento de Borges.

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Pero si bien todos estos elementos hacen fluir una trama perfecta y precisa, en realidad, pienso, no es eso lo que más me atrae de esta película, sino su costado más Renoir, si se quiere. Todo empieza con un río y un día de verano: un grupo alegre de jóvenes está volviendo de remar un rato. Llegan a una posada con mesas al aire libre y ahí nos enteramos (con esos detalles que llenan la película) a través de un diálogo al pasar de que las mujeres bullangueras y felices son putas, y la banda que las pasea es una banda de criminales y cafishos que también salió a pasar, como los señores burgueses, un día domingo al sol. Los une el calor y la hierba. Y la música también, que pronto empieza a sonar, una vez que los carpinteros terminan de arreglar la tarima. Ahí entra Reggiani, ex presidiario, hoy carpintero con un nombre nuevo. Se cruza con un antiguo compañero de celda (uno de los de la banda), este lo invita a tomar una cerveza con los amigos y ahí se cruza con ella, Marie, Casquito de Oro, Simone Signoret. Se cruzan miradas. Hay doble cruzada de miradas con el actual amante/administrador, pero ella lo invita a bailar y ambos escapan de los hilos de la tensión dando unos pasos al costado hacia la pista de baile.

¿Por qué es tan luminosa esta película que termina como termina? Más allá, obviamente, de las enormes cantidades de sol que caen sobre los pelos de Signoret y sus primeros planos. La cosa empieza bien y va de mal en peor. El noble carpintero, que tenía una posición respetable, una novia que le aseguraba trabajo de por vida como el heredero de la carpintería donde trabajaba, hasta un nombre intachable, lo pone todo en riesgo, en un segundo, con un gesto, con apenas algún titubeo, todo por unos minutos de vals al sol. La cosa empieza en el río, pero termina en un lugar mucho más gris. Y, sin embargo, la impresión que nos llevamos de Casque d’Or es la primera, la de plenitud, la que se ve en ese mismo plano final de la película en el que, una vez que todo ya cayó en su lugar, volvemos a encontrar a la pareja que baila el vals con gran ritmo y velocidad, con un solo brazo, bajo el sol espléndido de un lugar en las afueras de París.

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¿No es mucha tragedia y mucho relato de género para unos minutos de estar echados en la hierba? ¿No es mejor, para eso, irnos directo a Un partie de campagne y pasarla bien? La de Renoir es una obra maestra, no hay duda, pero Casque d’Or sabe algo que aquel idilio no. Hay más de una pareja bien vestida en la película de Becker, pero los que importan acá son los que llevan navajas (y más de una) siempre escondidas en algún lado. Roban, sabemos, y hasta se roban entre ellos. Pero incluso ellos tienen un domingo al sol. Y el que había logrado escapar de todo esto, el que dejó atrás su viejo nombre pero no a su viejo amigo, el que tenía una profesión y una forma de ganarse la vida y no parece tener demasiada ambición, hasta ese tiene un valsecito. Y todo eso, lo demás, lo ganado y aprendido, lo sufrido y lo por venir, al final, todo eso importa poco frente a unos minutos de música y sol. De hierba y unos pelos rubios. Esos minutos que no deberían significar nada. Y lo sellan todo.

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