«El romanticismo contiene fuerzas de creación, de exaltación del deseo de individualidad y una resistencia al sistema de los racionalistas, y todo eso puede ser positivo. (…) En cuanto a lo sagrado, contiene toda la ambigüedad de lo religioso. Estoy convencido de que la humanidad no puede vivir sin lo sagrado, sin lo simbólico. (…) Los mitos son absolutamente necesarios a todas las sociedades para no desgarrarse intensamente. Sin embargo, no deben ser vividos como coartadas de lo real; deben ser vividos en el arte, que no es un maestro de errores como se cree. El arte exhibe el error, y entonces, en ese momento ya no es peligroso.»
Roland Barthes, El grano de la voz
«La belleza es frecuente», escribió alguna vez Borges y me cagó la vida, porque hasta el momento en que lo leí no me había dado cuenta, a pesar de que más de una página leída y una mujer mirada me partían la cabeza en pedazos imposibles de ser pegados de nuevo a su lugar de origen, en caso de que lo hubiera (también JLB lo dijo mejor así: “me duele una mujer en todo el cuerpo”). Yo era un adolescente excéntrico por Testigo de Jehová, y extemporáneo por romántico, y puede que lo peor de todo es que siga sin dejar de serlo nunca del todo. Más grave aún es haber encontrado una variación pesadillesca de aquella revelación, o habérmela creído, al lado de la cual empalidece incluso la de Borges: «Lo sublime también es frecuente». Así que la locura golpea diariamente mi puerta con una invitación a Suicidas Anónimos en la mano, mientras Ingrid Caven tararea “La La La (sin land)” a capella en medio de un café parisino, que silencia su vocinglero spleen burgués para escucharla cantar en cámara lenta, desde la película de Téchiné que acabo de ver (Mi estación preferida, 1993). Sobrevivo para decir algo sobre este director descomunal, continuador oblicuo de Claude Sautet (hizo suya la velocidad de la farsa melodramática de César et Rosalie). Como ha elegido y aún sostiene las convenciones del melodrama a los amaneramientos del modernismo, los administradores de la gloria todavía no se la han dado.
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Téchiné tiene 75 años y no para. Filma con una vitalidad que pocos manifiestan, sean jóvenes o viejos, y que se despliega en el ritmo de sus películas. Es uno de los pocos directores en los que la inestabilidad de la cámara funciona sin molestia ni redundancia. En parte porque la duración de sus planos es corta. También porque son orgánicos, una de las más hermosas formas de abstracción narrativa actual. Y porque el género enmarca esos procedimientos, que no disimulan su naturaleza convencional y, gracias a la asunción de ese marco, funcionan sin la obligación de trascenderlo o refutarlo propia del más ampuloso cine “independiente”. Téchiné filma melodramas sociales en pleno siglo 21, como en su momento los italianos, mexicanos y argentinos, pero trasciende el chato realismo progresista contemporáneo porque piensa sus películas en términos cinematográficos para hacérnoslas sentir. Sus asuntos, antes que políticos o literarios, son estéticos. Primero está la pasión vital, luego la puesta en escena apropiada para transmitirla sin neutralizar el impulso, finalmente lo demás. Es el gran cineasta de la violenta velocidad virtual contemporánea, sin más necesidad de trucos que los analógicos del montaje y la relación física entre cámara y cuerpos en movimiento. Un solo plano suyo vale por películas enteras de Olivier Assayas, su discípulo.
La fijación de la imagen de Lejano (2001) que encabeza esta nota, por ejemplo, realza la pasmosa belleza que el movimiento del paneo en ese plano tiende a disimular, porque lo que importa es lo que pasa, en su doble acepción de suceso narrativo y transcurso, incluso imperceptible. Otro chiche de Lejano: la imagen de la estela dejada en el agua por un buque persiste en la pantalla, y el fundido que debía meramente encadenar ese plano al siguiente -el de un chico andando en bicicleta- dura lo suficiente para ser una sobreimpresión, trance al que nos arroja el tema árabe cantado a dos voces. La nausea y el mareo ya no son pura y exclusivamente experiencias posibles de los personajes, sino también percepciones nuestras, inducidas por las libertades con que la puesta en escena desborda no ya las convenciones narrativas clásicas y genéricas, en los que siempre se apoya (pocos siguen filmando tantos y tan buenos melodramas como él), sino ese cine progresista contemporáneo que se limita a filmar cualquiera de los conflictos sociales globalizados como colección de opiniones de sobremesa sin la más mínima ambición formal.
El rasgo moderno de Téchiné puede que sea una exageración de la continuidad clásica: una continuidad arrebatada, en el sentido más precisamente romántico de la palabra que pueda rastrearse. Las ráfagas musicales de sus películas llegan hasta nosotros desde la usina oceánica sonora de Georges Delerue para El desprecio y se extienden a la entera puesta en escena. El movimiento de los cuerpos y el montaje crean una música –también una coreografía- que no cesa siquiera cuando falta en la banda sonora. Su género es el melodrama. Téchiné buscó las formas para seguir filmándolo con códigos audiovisuales contemporáneos. Esa dinámica de la puesta en escena guarda estrecha relación con el movimiento de los personajes en la persecución de sus pasiones, si no perseguidos por ellas. Cuando no corren, caminan rápidamente. El corazón está siempre agitado por las pasiones que modifican la respiración. Téchiné rueda esa agitación, corre detrás de ella. Debido a esos desplazamientos, inquietos porque el corazón de los personajes no deja nunca de latir aceleradamente, tan bien le sienta a sus películas la pantalla ancha. Más que llenarla, Téchiné la recorre.
Una de las más cristalinas encarnaciones de su puesta en escena es la protagonista de La chica del tren (2009), que anda siempre sobre patines. En otras, la forma que mejor se aviene a ese movimiento es la del musical. Muy a menudo, como en Los inocentes (1987) o en Hotel de las Américas (1981), hay bailes que invitan al fundido. Es obvio, porque la palabra melodrama lleva la música en la sangre, como su análisis etimológico demuestra, pero no se manifiesta sola ni preponderantemente a través de canciones y bailes, sino de una organización dinámica sensual generalizada de los procedimientos. En varios planos de Los inocentes, las calles de esa ciudad donde conviven franceses y árabes tienen los colores, deliberadamente atenuados por la elección de una tonalidad pastel, de Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964). Said, una de las parejas de Sandrine Bonnaire, bien pudo haber salido en West Side Story (Robbins y Wise, 1961). La exaltación romántica de las películas de Téchiné no está nunca desprovista de equilibrio, efectivamente comprobable en la estructura o tendencia hacia la armonía en el plano, la escena y la secuencia.
En La chica del tren hay dos historias de amor que pueden pasar desapercibidas en una película atenta a la atracción que ejerce el neonazismo en algunos pibes, al modo en que los medios construyen la noticia y estereotipan el tratamiento del antisemitismo tanto como de cualquier otro asunto, o a los desniveles educativos franceses. «Nada de romances virtuales» le dice Catherine Denueve antes de irse a Michel Blanc, el abogado judío que quiso casarse con ella treinta años antes. Esa historia parece prolongarse en el romance virtual de la hija de ella. Téchiné consigue algunos de los momentos más estimulantes valiéndose de una pantalla de computadora para elaborar encuadres cargados de tensión amorosa, además de darle una textura de imagen digital y colores saturados a buena parte de la película: por momentos puede pensarse en una especie de puntillismo tecnológico. La segmentación del relato con placas que lo dividen en capítulos hacen de ella un artefacto literario conceptual parecido al de la muy superior Los ladrones, que pide tiempo para la reconstrucción antes que desenvolvimiento sensible inmediato: relato y reflexión (¿serán ensayos disfrazados de novela?).
J’embrasse pas (1991) no puede empezar mejor. Philippe Sarde compone para Téchiné como lo hacía para Sautet. Amanece, un pibe deja su pueblo y se va a París. La madre le da plata a escondidas y el padre sigue abriendo el almacén para no tener que despedirse. La única idea que el protagonista es capaz de expresar acerca de la homosexualidad -así como de la actuación o de cualquier otra cosa- proviene de haber visto La jaula de las locas (Edouard Molinaro, 1978). No es motivo de escarnio. Tampoco lo será que revolee su ejemplar de Hamlet al Sena. Téchiné ama a este chico inculto y provinciano como Pasolini a los campesinos y los de la periferia romana. Pero también a casi todos los personajes. A Noiret le dedica dos travellings de acercamiento, uno de ellos con fondo nevado, repentinos como ráfagas. Pocos directores, y actuó para algunos de los mejores, le hicieron un regalo parecido. Quizás porque hace de Roland Barthes, y Barthes sólo se dejó filmar por Téchiné en Las hermanas Brontë (1979)[1].
A Emanuelle Beart le dedica un paneo progresivamente iluminado. La belleza es feroz: un pibe se entrega a la policía en una razzia para estar junto a la puta que ama. Cuando ella no puede evitar mearse en la comisaría, él le sujeta la mano para acompañarla en la humillación y enfrentarla juntos. Un travelling lateral acompaña la forzada aceleración de un cuerpo a punto de ser sometido por una patota. Como sucede cuando la cámara filma las ruedas de un auto en movimiento, la velocidad difumina las figuras. Vértigo de todas sus películas: delicioso procedimiento dedicado a eludir el peso de las pérdidas y quizá también el goce de la catarsis. El protagonista no será el mismo después de eso, pero quién sabe si no del mismo incalculable modo en que ciertas vejaciones afectan a los personajes de las películas de Almodóvar. Una máscara de arena nos confirma la transformación. No es descabellado pensar que años más tarde -diez o quince minutos en la película- se esté bañando en el mar por primera vez sólo para lavarse esa cara sucia desde entonces. Nos gustaría creer que esa playa está en Niza, donde aquella prostituta tan querida pasó su infancia, y que la veremos nuevamente para cantarle a capella su canción preferida una vez más.
El otro lado del éxito (Olivier Assayas, 2014) deriva de Rendez-vous (André Téchiné, 1985), adaptación y deconstrucción libre de Romeo y Julieta. En la de Téchiné, el dramaturgo huraño y misterioso tenía la voz, el cuerpo y la barba de Jean-Louis Trintignant, había una mujer deseada por la cámara sobre una cama, también empezaba con un tren, y con ese tren empezaba la carrera y la vida del personaje de Juliette Binoche, cuyo estrellato declina en la segunda mitad de la película de Assayas junto con el corte de pelo, idéntico al que tenía en la de Téchiné. Lo más estimulante de El otro lado del éxito es una secuencia que empieza cuando Binoche y Kristen Stewart se bañan juntas en el lago (una de negro y otra de blanco) y acaba después que la más joven vuelve de su cita con el fotógrafo. La tensión entre ambas se condensa en esos nueve minutos, que incluyen los celos manifiestos de Binoche en forma de juego; el culo de Stewart -semidesnuda en la cama- para los ojos de Binoche y los nuestros; el regreso en auto de Stewart por la ruta serpenteante que combina reflejos, sobreimpresiones y “Vanishing Point”, de Primal Scream (al personaje de Binoche le corresponde el canon de Pachelbel); y un plano de Binoche escribiendo un nombre que resulta ser un maleficio. Por la vía del terror y el melodrama llegamos por única vez a la posibilidad –indirecta, atenuada y gélida- del misterio. Téchiné, con quien Assayas escribió Rendez-vous y otras películas, sigue filmando lo terrible (político) del melodrama sin los melindres de su aprendiz. Y desde los 80 ya estaban en su cine la velocidad, los desplazamientos y el montaje vertiginosos, así como la circulación global de capitales, el avance tecnológico y su incidencia en las comunicaciones. Los personajes de Téchiné no suelen hablar de estas cosas, pero todo su apuro y su ansiedad, así como la entera puesta en escena, las despliegan sin hacérselas decir, y el efecto poético de esa inconsciencia es insuperable.
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El protagonista de Imperdonables (2011) es un novelista de más o menos 65 años que, ni bien empieza la película, entra a una inmobiliaria, consulta precios, no se decide, cruza palabras imperativas con la vendedora y se va, echado a la lluvia cortés pero irremisiblemente por ella, para volver a tirarse un lance de inmediato. En la siguiente escena los vemos recorrer juntos una casa en las afueras de Venecia. El día es soleado, hay pasto fresco en el jardín que da al gran canal. Del otro lado, los edificios de una ciudad cuyo prestigio no se cierne sobre la película como una imposición turística ni cultural. Mientras van y vienen por los vacíos ambientes, él le dice que la alquila si se casan. A Carole Bouquet le sangra la nariz, sale al jardín, el plano funde a blanco y ella acepta, un par de escenas y vaya a saber cuántos días después, luego de conversar con una amiga que fuera su pareja.
Todo es así de repentino, solar, activo, apresurado. Montaje rítmico, elipsis densas que el relato, dividido en cuatro estaciones durante un par de años, nos impone con falsa naturalidad. En La chica del tren todo se organizaba en función de los patines que la protagonista usaba para moverse por la ciudad. Aquí es el desplazamiento de una lancha lo que dicta la pauta cinética general, además de una serie de persecuciones, caminatas y trotes de los personajes -sobre todo, masculinos- que persiguen por decisión propia o ajena algo que está perdido de antemano. El viejo escritor hace seguir primero a su hija y luego a su esposa, mientras no sabe si podrá escribir de nuevo ni coger con su mujer como antes. El chico contratado por el escritor para seguir a su mujer agarra viaje porque recién salió de la cárcel, no tiene padre, su vieja nunca supo qué cuernos hacer con él, y pronto se enamora de aquello que persigue.
La única que parece no perseguir nada ni a nadie es Carole Bouquet. Cuando se pone una peluca rubia recuerda el juego de desdoblamientos que puso en marcha su carrera en Ese obscuro objeto del deseo (Luis Buñuel, 1977), así como la circulación incesante del deseo en las películas más románticas de Hitchock, y el espíritu burlón con que Brian De Palma las recrea. Su personaje, ex modelo que merodea la vejez más altiva y sobria que nunca, se enamora de ese escritor caprichoso como un chico y todavía potente sin sospechar que los mismos atributos que tan atractivo lo hacen para ella más temprano que tarde la desplazarán a un lugar secundario, pasando a ser un accesorio aunque imprescindible para él. Hombre a la vieja –si no primaria- usanza, vale decir hijo y amante de cuanta mujer se enamora, quiere todo de ella y cuando lo consigue no saber qué más hacer con eso. Entonces construye una ficción ingenua que incluya la posibilidad de perder la realidad inmediata para ganar una sublime, sabiendo de antemano que el riesgo de esa apuesta no puede ser otro que perder todo. Bouquet descubre el juego y se lo sigue sin decírselo, por el puro placer de sentirse deseada y joven un rato más, y para no desenmascarar demasiado cruelmente la declinación vital del escritor que el juego distrae.
La intriga que tales persecuciones sugieren lejos está del thriller, pero muy cerca de la abstracción formal sensible. Como en La mujer de azul (Michel Deville, 1973), en la que un ya maduro Michel Piccoli deja todo, incluso a la mujer que está siempre a su lado, por encontrar a la mujer del título que vio en un estacionamiento cuando salía de compras, los personajes de Imperdonables y las situaciones a las que se ven arrojados componen un mosaico cuyo dibujo total importa tanto o menos que la visión de las uniones porque, en definitiva, la apreciación del conjunto es una cuestión de perspectiva y demora. No surgirá debido a la revelación gradual de información sino por la distancia a la que nos ubiquemos de la superficie en un momento dado. Pese a la disposición sucesiva de toda película, cada escena de la de Téchiné sugiere a nuestra percepción una lógica dinámica de las relaciones afectivas y eso prevalece por sobre la noción de intriga, a la que se echa mano como señuelo o coartada. En Imperdonables no hay nada imperdonable, así como no hay otro misterio que el de la fluctuación de las relaciones y el paso rápido de todo lo deseado.
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[1] La película de Téchiné es un catálogo pictórico de enorme belleza (gracias a Bruno Nuytten, que años después dirigiría esa gran película que es Camille Claudel), pero se extrañan la rusticidad y violencia de la novela. Barthes, que hace de Thackeray, aparece casi al final de la película y de su vida (murió en 1980, un año después del estreno).
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