El que no dispara, vuela: La balada de Buster Scruggs, por Marcos Vieytes

Si a uno le dicen que la última película de los Coen empieza con un cowboy alado y guitarrero pueden pasar dos cosas: o los putea o se suma a la joda. Los puristas, si todavía queda alguno, no podrán reprimir su indignación. Los heterodoxos festejarán. Y a la mayoría le importará tanto como le importan los westerns. Pero resulta que el western no es solamente el género de la supuesta dureza masculina y la épica impertérrita. Al principio del sonoro hubo cowboys guitarreros tan célebres como los que pelaban velozmente la pistola, y a fines de los cincuenta apareció Johnny Guitar, que canta más de lo que dispara, busca la recuperación del tiempo y del amor perdidos, y le cede protagonismo a una mujer con pantalones deseada a su vez por otra que le daría voz al diablo en El exorcista. Jean-Pierre Melville, purista del western que supo ser uno de los grandes poetas del polar, odiaba la arrebatadora belleza de esa maravilla trans de Ray que no se parece a ninguna otra película de cowboys y que para él, pese a filmar a Delon más enamorado aún que Visconti, era una mariconada.

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El spaghetti, como la poesía deforme que es, también tuvo un cowboy alado en esa obra maestra llamada Mi nombre es Nadie, dirigida por Leone con el seudónimo de Tonino Valerii. El tipo realmente existía y dirigió muy buenas películas, así que imagínense lo contento que debió estar mientras uno de los tres grandes Sergios le soplaba la nuca (los otros dos son Corbucci y Sollima). El spaghetti aparece en el primer episodio de la última de los Coen cuando la armónica de un cowboy vestido de negro entra en escena para anunciar que viene a medirse con el instrumento del protagonista, tirador al que no suponíamos infalible después de presentarse como bufón salido de ese conjunto de infelices que supieron ser los tres protagonistas de ¿Dónde estás hermano? A esta altura, sin embargo, lo sabíamos dueño de una puntería inverosímil. El personaje de Tim Blake Nelson, además, es portavoz de los Coen cuando, ni bien comenzada la cosa, nos habla a cámara para discutir el mote de misántropo que les adjudican. Las mismas pavadas que fueron primeras impresiones parciales y perdonables cuando se estrenaron sus primeras películas, veinticinco años después siguen siendo perezosamente repetidas por críticos de todas partes que padecen la misma miopía moralista que les impide apreciar, entre nosotros, las películas de Néstor Frenkel.

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Otro reflejo automático consiste en describir a la última película de los Coen como irregular sólo porque es en episodios. Como si la irregularidad no fuera santo y seña de un arte del montaje como cine. Como si la irregularidad no fuera también una virtud. Como sea, no hay episodio de La balada de Buster Scruggs que no tenga al menos un par de ideas y procedimientos inolvidables, que no responda a una lógica interna efectiva, que no luzca la concisión dramática de formas literarias cortas como las del cuento en sus más compactas expresiones. Al primero, que manifiesta el saber de los Coen sobre la historia del género y la preferencia por los modelos menos apolíneos y prestigiosos, le sigue uno con final inolvidable (como los de casi todos los segmentos que apuestan por un efecto dramático conclusivo) de lacónico lirismo. Tan bueno es que James Franco no resulta insoportable y hasta se ve dotado de una presencia potencialmente mítica. Ese bandido suyo que intenta robar un banco situado en medio de la nada, blanco aparentemente fácil que termina siendo tan inasible y peligroso como los hermanos saben que es el capital, disfrazado de jovato simpático, será otra figura del hombre que nunca estuvo coeniano, llevado y traído por una serie de fatalidades que sólo pueden soportarse gracias a la juguetona voluntad de estos muchachos.

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Sofovich nunca llegó a ser Welles (tampoco se lo propuso), pero Welles –así como los Ophuls, Bergmans y Fellinis de este mundo- lo fue porque no rechazaba su Sofovich interior, como bien lo demuestra el sexualmente chismoso Rosebud de Kane o el Falstaff de Campanadas a medianoche. No hay prácticamente ningún maestro del cine que le haya hecho asco al grotesco, por no hablar de quienes se dedicaron exclusivamente a él. La balada de Buster Scruggs tampoco rechaza sus manifestaciones, que se encarnan al menos superficialmente en el artista del tercer episodio más que en cualquier otro personaje, tronco humano salido de Freaks pero tan digno como aquel tipo sin extremidades que en la película de Browning encendía un cigarrillo con la boca sin asistencia de nadie. Una gallina, bicho que le puso broche de oro a esa obra maestra que tanto espantara a las almas sensibles de 1932 y también a la balada de Herzog para Bruno S., es otro de los animales sin maldad –con el caballo del segundo episodio, el ciervo del cuarto y las comadrejas del quinto- que los Coen tampoco usan para transmitir el afecto habitual con que las mascotas amorosamente domesticadas atenúan nuestra soledad, cuando no se ven obligadas a hacerlo por un sinnúmero de ficciones diseñadas para tal fin (motivo contra el que otra vez Herzog hizo Encuentros en el fin del mundo). La excepción a la regla es “Presidente Pierce”, único animal cuya ridícula apariencia disimula aquello que su nombre declama: el Mal político según los Coen. Y resulta que “Presidente Pierce” es el mejor amigo del hombre. Si alguien realmente quisiera insultarlos más le convendría llamarlos felinos que cínicos -a quienes los buenos ciudadanos solían llamar perros- ni mucho menos “pendejos arrogantes”. Lo que hacen con Liam Neeson, el otro protagonista del tercer episodio, es similar a lo que pasa con el gran Brendan Gleeson en el último: casi no hablan hasta un acto final, o muy cercano al final, respectivamente demoníaco y celestial, terrible y sublime.

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No hace falta creer en una historia para contarla bien, le escucha decir una misionera europea a su ayudante pagano en La posada de la sexta felicidad. Lo mismo le podrían decir los Coen a los puristas del western que lo suponen exclusivamente un dechado de virtudes estéticas y morales estoicas. Poco después escuchamos otra vez al chino de la película de Mark Robson contándole a sus compatriotas que los reyes magos llegaron a Belén y cómo uno de ellos -capitán de barco que se llama Noé y trata bien a los animales- homenajea al niño Jesús. Si la festiva intervención del relato canónico se parece a lo que suelen hacer los Coen con la pureza genérica, o del orden que sea, el quinto episodio de La balada de Buster Scruggs está hecho para demostrar que son capaces de filmar un western más o menos ortodoxo sin ser creyentes de esa supuesta pureza que hemos dado en llamar clasicismo porque el sentido común tiende a la homogeneidad. Pausado y amorosamente moroso como la caravana de peregrinos que parten hacia el Oeste ni bien empieza, los Coen cuentan la relación entre una episcopalista y un metodista como si el primer hombre y la primera mujer estuviesen fundando nuevamente el mundo en un relato evangélico. Los parlamentos de este capítulo y los del último son tan buenos que nos salimos de la vaina por leerlos publicados en papel. Unos están destinados a crear un contexto histórico realista. Los otros se divierten con el verosímil tanto como los de Tarantino. No digo nada del cuarto porque todo el mundo sabe ya que está Tom Waits, y Tom Waits funciona como ábrete sésamo dorado. Tampoco digo nada del último porque hoy por hoy nadie puede decir algo mejor que los personajes de una de los Coen o de Tarantino, salvo esto: los más díscolos pero merecedores herederos de La diligencia fordiana resultaron ser un tano y un par de judíos que le arrancarían más de una puteada a ese grandísimo hijo de irlandeses.

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