Años de lanza y romance: El último perro, por Marcos Vieytes

«Años de lanza y romance, sangre que secó el viento al pasar»

Marcelo Berbel, La Pasto Verde

¿Cuántas más pueden disputarle el título de Gran Película de Súper Acción argentina a El último perro? La puesta en escena de Lucas Demare, que me hace pensar en el ritmo marcado de la típica de D’Arienzo (Horacio Ferrer lo llama “Pichuco del cine” en El libro del tango  porque lo consida «un estilista del cine»), dispone acá de un guión escrito por Sergio Leonardo, también autor de Guacho, una de las tres o cuatro mejores películas del director, que no detiene nunca la acción, haber del que no siempre dispuso. El Ferraniacolor, cuyas características espero que hayan sido estudiadas para que podamos conocer la historia del color cinematográfico argentino, nos clava la mirada en la pantalla como esa lanza que estaquea a una muñeca a la primera de cambio, sinécdoque en llamas de los estragos de un malón. La mujer blanca raptada aparecerá después como el icónico tableaux vivant de Ángel Della Valle, reanimación cinética antes que museo ilustrado. Que una nena sobreviva al primer ataque tiene mucho que ver con el género de una película que dota a lo macho de una variedad de connotaciones que no se reducen al abuso, que tiene al punto de vista de las mujeres como la posta literal de su organización, y que comprende a la comunidad como un colectivo fronterizo donde se juegan las tensiones sexuales.

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Uno de los espacios clave de la película es el atalaya de la posta, donde Demare filma magníficos planos cortos de figuras humanas con fondos panorámicos que avizoran los del spaghetti. A quien primero vemos en lo alto de él no es a un centinela, sino a Nelly Meden con el pelo negro al viento, hombros y pechos apenas cubiertos por la ligera tela clara de las prendas, oteando el horizonte para ver si aparece Nicasio Gauna, el hombre al que desea. Después nadará en un arroyo, y los desnudos de Barrio gris (Mario Soffici, 1954) y El trueno entre las hojas (1957) se combinan con el lirismo de Gene Tierney en los esteros de Way of the gaucho (1952). Gozosamente sexual, Demare esparce imágenes y parlamentos apasionados con la libertad sin consecuencias propia del cine de aventuras. Por mucho que las maneras actorales y la postulación de los conflictos respondan a lo melodramático, la velocidad les quita peso. Donde se enseñorea es en buena parte de los diálogos, adaptados al fabuloso artificio del lenguaje gauchesco. «Se me hace cuento escuchar a m’hijo decir no puedo», es la manera que tiene una madre de azuzar a su bastardo para que se apodere, incluso a la fuerza, de la mujer que quiere. Cantalicio Luna, que es el mozo en cuestión y no todavía el folklorista de la parodia de Les Luthiers “El explicao”, no será capaz de resistirse, pero su infamia no será la violación propuesta por la madre como último recurso, contra la voluntad del padrastro, sino la traición servida en bandeja por un comerciante que parece inspirado por el Sardetti de Juan Moreira. En la que fue su última película, Rosa Catá, es capaz de pronunciar los diálogos más feroz y felizmente desbocados: «Lo lindo que era ser hembra» y «No sos hombre por ningún lado» entre otros. La potencia del deseo que arrasa con toda corrección aparece incluso en boca de la joven protagonista, que carece de la carga autodestructiva pasional de la madre de Cantalicio, pero cuando encuentra, por no decir que adopta, a la nena recién convertida en huérfana por el malón, es incapaz de reprimir lo que siente. «Lindo sería que no hallaran al padre», pronuncia en voz alta antes de morderse la lengua.

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Hugo del Carril también tiene su frase melodramática: «No hay castigo mayor que no verte nunca más.» Lo que la hace memorable es que acaba de quedarse ciego cuando la dice. Su presencia es otra cualidad notable de la película. La suya es algo así como una «intervención especial», pues sólo aparece tres veces. No es el héroe sino el objeto deseado, no canta en la única escena musical de la película, y es el actor que menos tiempo está en pantalla, siendo ya una estrella. Bien pudo haberse debido a la persecución desatada sobre un conspicuo y luminoso peronista como él, en esta película estrenada con la Fusiladora en el poder, pero tampoco desentona con esa medular operación de Hugo del Carril como autor cinematográfico que consiste en opacar el brillo de su alter ego estelar, componer héroes parcos, correrse a un costado para que se luzcan las otras estrellas o los jóvenes actores, o dedicarse únicamente a dirigir. Su aparición en El último perro es espectacular, pero hasta la autoría de la única acción decisiva que lleva a cabo es tan ambigua en términos visuales que debe serle atribuida mediante un parlamento. La primera vez que lo vemos es anunciado antes de que irrumpa tocando un cuerno en lo alto de la diligencia que conduce. Su presencia de mayoral es uno de los grandes usos cinematográficos del atuendo gaucho, como lo será el de Andrade en el Moreira de Favio. En la tercera aparición de su coche tirado por caballos, Demare lo filma al galope desde un vehículo en movimiento. Es uno de los varios y fabulosos travellings de no más de tres segundos, conmovedores por su economía. La brevísima duración promedio de los planos impecablemente empalmados como en las mareas de fuego encadenadas por fundidos, es la causa de que la orquestada banda sonora incidental no sature sino que cumpla con su función épica. Pero además de la música incidental que nada tenía que envidiarle a las compuestas por entonces en Hollywood, el gran Lucio Demare, hermano de Lucas, compone la bellísima «Buscándote«, que Armando Garrido canta acompañado por dos guitarristas (grabó con la orquesta de Lucio), y en un momento de la partitura incidental parece citar la «Milonga triste» de Piana y Manzi.

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En una de esas apariciones, Del Carril toca el cuerno justo antes de partir de la posta y, como el peligro de ser atacados por un malón acaba de ser postulado, una pasajera le recrimina el sonido al mayoral. El parlamento es uno de esos que funciona simultánea y fabulosamente adentro y afuera del relato. La recriminación de la pasajera es perfectamente razonable y pone en escena la cuestión del verosímil. La respuesta no se hace esperar: “No me haga juicio, moza, que el campo está quieto”. Lo que en importa no es saber, en base a conocimientos históricos o geográficos, si el sonido de ese cuerno pudo ser escuchado o no por los indios, si no saber si somos espectadores pasajeros o mayorales, testigos prestos a poner en tela de juicio al conductor del viaje o dispuestos a la aventura. Si uno sofrena la impaciencia temerosa y no le da crédito al reproche, se dará cuenta definitivamente luego, si no lo percibió hasta el momento, que soplar el cuerno es un termómetro del ánimo: el ímpetu aventurero de la película y el amor de la película se expresan a través de su sonido.

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El último perro hace pensar en las últimas películas de Wellman, Dwan o Walsh, filmadas por esos años. A diferencia de Hollywood, el cine argentino no pudo continuar un proyecto nacional y popular forjista como el que Manzi pensó para Artistas Argentinos Asociados, del que Demare fue fundador, o como el que Del Carril llevó a cabo a través del peronismo y a pesar de peronistas como Apold. Cuando su personaje en El último perro conchaba a un pibe que se llama Gabino como aprendiz de mayoral uno se acuerda del tango zarzuela de García Lalanne y García Velloso compuesto para el sainete de este último, que Del Carril cantó con Sabina Olmos en La vida es un tango y probablemente Lucio Demare también cite en la banda sonora, o hasta del propio Del Carril conduciendo la carreta de los artistas itinerantes en La cabalgata del circo. Las cabalgatas de Manuel Romero (1939) y de Mario Soffici (1945) son exponentes de ése cine nacional tempranamente autoconsciente del entretenimiento popular sentido y asumido por ellos, mientras pasaban revista al pasado para crear su propia mitología con leyendas como Florencio Parravicini disparando monólogos desde el escenario y tiros desde la platea. Demare estrena El último perro en el mismo 1956 de su antiperonista Después del silencio, pero todavía hay una escena donde se despliega el antielitismo plebeyo que venía siendo santo y seña del cine argentino incluso antes del peronismo, único movimiento que lo asumió como propio, y que no es lo único que han hecho desaparecer en nuestro país desde 1955 en adelante: unos señores de la Capital se bajan de la diligencia, como en el clásico de Ford que para entonces tenía solamente algo más de quince años de vida, y acusan a los puesteros de indolentes y “desidiosos” básicamente porque no cultivan aquello que tienen pretensiones de comer en ése momento, para terminar insultándolos con un “hijos del… páis” que da ganas de inventariar los varios eufemismos de la puteada en el cine argentino.

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El final es a toda orquesta y a todo color, con un incendio que enciende la pantalla, una bruja en llamas y dos viejas machihembrado el relato. Una de ellas es Gloria Ferrandiz, la profética Madre de Plaza de Mayo de Las aguas bajan turbias. Otro detalle delicioso es el de la iluminación en la escena donde velan a una víctima del malón. Hay otra posterior en exteriores donde la noche americana no funcionó (¿será porque Demare era irremediablemente solar?), pero ésta fue filmada en estudios. Los azules nocturnos se combinan con los ocres de lámparas y soles de noche para construir, cadáver rodeado de velas mediante, un gótico campero, fugaz e involuntario, que ilumina las posibilidades de un cine fantástico autóctono. Como también los árboles de ramas retorcidas y los restos de las reses que aparecen con frecuencia en los planos abiertos de exteriores, solares pero potencialmente macabros, así como el despiadado tratamiento que hacen de despojos humanos, o  el fugaz plano desde abajo del agua de la chica que se escondió del malón en el pozo, que es tan legendario en sí mismo como el comienzo de Tres hombres del río, de Soffici, y cuyo pardo ambiente semicircular en contrapicado me recuerda el silo donde la muerte jugó a truco con el Moreira de Favio. Que una pareja se bese apasionadamente en la misma escena del velatorio y a metros del cuerpo sin vida, y que más adelante sepamos, pese a la interrupción humorística del momento amoroso -y la invalidación implícita de la posible elipsis sexual- llevada adelante por unas de las viejas, que la chica ha quedado embarazada solicita de nuestra parte una fe poética que El último perro retribuye con un sinfín de muy físicos milagros.

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