Selección: José Miccio
1957-1958
En Mar del Plata, los cines siguen en actividad fuera de temporada, y para atraer al público dan tres películas distintas cada día a precios rebajados. Viajo en colectivo, veo una en el Gran Mar de la avenida Colón a las dos de la tarde, otra en el Ópera de la calle Independencia a las cuatro, otra en el cine Belgrano, en la esquina de casa, a las veintidós. Paso todo el tiempo en el cine de lunes a viernes, como si fuera un loco que ha sido privado de películas, un mendigo que quiere sentarse tranquilo en las oscuras salas o un cinemaníaco nómade. Los sábados y domingos no renuevan el programa, así que me quedo en casa. El cine es más rápido que la vida, la literatura es más lenta.
En estas semanas vi:
OSS 117 basada en la novela de espionaje de Jack Bruce; Barrabás de Alf Sjöberg sobre la novela de Pär Lagerkvist: Detrás de un largo muro de Lucas Demare; Un hombre sin suerte de Frank Capra; La fortaleza escondida de Kurosawa; OK Corral de John Sturges: Ugetsu Monogatari de Mizoguchi; El luchador de R. Wise: Los inútiles de Fellini; El arpa birmana de Ichikawa; La princesa que quería vivir de W. Wyler; La ventana indiscreta de Hitchcock; El ciudadano de Wells (sic); La bahía del tigre de J. Lee Thompson; El verdadero fin de la guerra de Kawalerowicz; El hombre quieto de John Ford; Picnic de Joshua Logan; El pequeño fugitivo de Morris Engel; Infierno verde de Nicholas Ray; La condesa descalza de J. Mankiewicz; Un condenado a muerte se escapa de Bresson; Las noches de Cabiria de Fellini; El delator de John Ford.
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A la tarde, al cine con Julio y Jorge, vimos Pasaron las grullas de M. Kalatazov, rusa, tipo Walt Disney pero con soldados que vuelven de la guerra.
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1959-1960
Otra vez me refugio en el mar y en el cine, para no pensar. Ayer Otelo de Welles, hoy Compulsión. Me interno en el mar y miro la ciudad desde lejos, plana y quieta como si fuera una foto. Me dejo llevar, pero no sé hacia dónde.
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También vi, en otro cine, Cenizas y diamantes de A. Wajda. Es sensacional. Terrorista de derecha, nietzscheano, mata “porque la vida sin acción, además de no tener sentido, es aburrida». ¿Por qué lleva siempre anteojos negros?, le preguntan. «Porque mi patria está de luto», contesta.

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Vi en el cine El diario de Anna Frank. En el momento de mayor tensión (el gato juega con un embudo de lata, lo empuja con la trompa a punto de hacerlo caer de la mesa entre los nazis que requisan el departamento, buscando a la familia que está escondida en el subsuelo), estalló -espontáneamente- un matafuego con un ruido brutal y una llamarada. Pánico y gritos, la gente se amontonaba en el pasillo en la oscuridad, pero me mantuve calmo, dispuesto a guardar las formas, como si alguien estuviera filmando la escena.
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1960
Llovió todo el día, pasé la tarde en el archivo. Después hablé por teléfono con Elena y por fin fui a Bellas Artes y me infiltré entre los estudiantes de cine para ver una serie de cortos argentinos. Vimos: Las pequeños seres, de Jorge Michel, El cuaderno de Dino Minitti, Buenos Aires de David J. Kohon, Diario de J. Berendt, Luz, cámara, acción de Rodolfo Kuhn, Moto perpetuo de Osias Wilenski. Los mejores fueron El muro de Torre Nilsson, cierto expresionismo en la iluminación y un relato fragmentado y hermético, y Buenos Aires de Kohon, una especie de documental lirico sobre la ciudad. Estaban presentes Berendt y Kohon, que hablaban de la necesidad de renovar el cine argentino y promover cine de autor.
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Ayer fui a ver los cortos de Resnais –Noche y niebla y Toda la memoria del mundo- en Bellas Artes y me encontré con Julio A., que vino desde Mar del Plata a estudiar cine aquí. Me alegró y me emocionó verlo. Fuimos a comer algo y charlamos hasta tarde. Su intención es avanzar todo lo que pueda en la carrera pero, a la vez, no quiere dejar sola a su madre en Mar del Plata. Julio está rodeado aquí de un grupo de amigos, entre ellos especialmente Oscar Garaycochea, que sigue publicando su revista Contracampo. Julio me habla con mucho entusiasmo de Mabuse, la película de Fritz Lang que yo todavía no he visto.
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Vi Pépé le Moko de Julien Duvivier, se la pasa matando árabes en las calles estrechas y empinadas de la casbah. Lo mejor es la muerte de Pépé (Jean Gabin). Moribundo mira a la muchacha: «Chau, nena», le dice. «Reza por mí».
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Al cine: Noche de circo de I. Bergman. La escena del payaso que habla con su mujer en el espejo.
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Voy al cine de la calle 7 a ver La cabeza contra la pared de Georges Franju. Se cortó la luz. La película se paró en lo mejor. No quise que me devolvieran la entrada porque quería terminar de verla hoy. Todo sucede en un hospicio, caras indescifrables, todo muy sensacional. Pasé dos horas en el hall esperando inútilmente con dos o tres desgraciados como yo, que no tenían nada mejor que hacer. Al final me aburrí y volví a casa. Nunca voy a saber cómo seguía esa película.

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A la tarde y a la noche voy al cine. Vi El relámpago en los ojos de Vilgot Sjöman y también Puerto y Sed de Bergman. El arte cinematográfico se ha instalado en Suecia. Hacen películas muy dramáticas. Estuve seis horas en el cine.
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Al cine: Nido de ratas de E. Kazan. Brando le dice a la muchacha que fue él quien mató a su hermano y en eso suena la sirena de un barco. Primer plano de cara y después las azoteas.
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Escapo al cine, veo La patrulla de la muerte de A. Wajda. Salgo a las nueve de la noche, un poco perdido.
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1965
Vi El desierto rojo de Antonioni, gran película. Narra desde adentro de una mujer alterada, a quien la realidad le aparece amenazadora y hostil. De algún modo parece la historia de Rossana (de Las amigas), como si no se hubiera suicidado y estuviera casada, igualmente capturada por fantasmas diversos. (Un tema. ¿Qué pasa cuando fracasa un suicidio? ¿Cómo sigue la vida?)
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El sirviente de Losey, con guión de Harold Pinter. La amenaza y lo no dicho construyen un clima claustrofóbico. Un cine del absurdo (es decir, con las motivaciones alteradas y las causalidades invertidas), una alegoría kafkiana.
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Veo Crónica de un niño solo de Leonardo Favio. Notable primera película de gran calidad. Un intuitivo que sabe narrar y que ha visto muy buen cine. Me recordó el film de S. Ray.
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Vimos Por la patria, el filme de Losey sobre la Primera Guerra. Un poco molesta a veces la pretensión de “probar una tesis”. Excelentes los últimos diez minutos a partir de la sentencia a muerte del soldado.
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1966
Ayer en el cine un film de James Bond, figura contemporánea esencial que conjuga al aventurero, al dandy y el conquistador romántico. «Un gentleman de la vida», como dice él de sí mismo (chicas, pasión por el juego, buena comida) olvidando -y haciendo olvidar- que se trata de un espía, 007, con derecho a matar y que vive una doble vida. Parece una reencarnación de Superman, pero actualizado al mundo del consumo moderno. El héroe es un consumidor experto y un guerrero secreto que defiende no sólo su estilo de vida, sino también un modo de vida social.

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Día lluvioso, como siempre no me dan ganas de salir cuando no hay sol. Fui a encontrarme con Rodolfo Khun por la propuesta de escribir una de las Historias de jóvenes para la televisión. Después fui al cine y vi Reto al destino, un policial muy bien contado de Robert Wise.
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Anoche volví a ver por cuarta vez Sin aliento de Godard. Me gusta el uso del género, abierto, tangencial, pero básico en la construcción de la intriga. Y me gusta especialmente el uso de las citas, alusiones, discusiones y cortes ligados a saberes diversos que funcionan como contexto de la acción pura. En este sentido Godard es para mí el mejor narrador contemporáneo.
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En el mismo día veo, al comienzo de la tarde, en el Normandie, Diario de una camarera de Buñuel y al anochecer, en el Loire, Pierrot le fou de Godard.
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1968
En un cuaderno del 66 encuentro el registro de un film de Michael Powell (Peeping Tom), con un psicópata que quiere aprehender la realidad con la cámara y termina filmando su propia muerte. Me parece muy ligada a Blow-Up de Antonioni. La idea de la técnica cinematográfica como ojo mágico para captar la realidad personalmente, y lo mismo con la cámara de fotos. Un diario es también una máquina registradora de acontecimientos, de personas y de gestos. Vivir para ver, ésa sería la consigna.
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Hoy en la televisión: Hitchcock. El cine en la pantalla chica, como se dice, cruzado rollo tras rollo por la publicidad se convierte en otra cosa. Parece que hubiera dos narraciones cruzadas, un collage entre un relato muy cuidadoso hecho con imágenes muy pensadas y casi perfectas y, paralelamente, gente feliz que con imágenes demagógicas intenta vender objetos múltiples en breves relatos microscópicos. Este doble juego produce un distanciamiento, disuelve la ilusión que produce el cine en la sala; por otra parte, se ve televisión con las luces prendidas y los que están ahí hablan y se mueven. Algo ha cambiado en la recepción de las imágenes.
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Vi Los carabineros de Godard, una fábula sobre la guerra, cine mudo, un aire a Beckett y a Borges para construir una historia llena de sorpresas, vértigo, barro, magia, etc., Con fotos de todas las cosas del mundo (onda Bouvard et Pécuchet) envueltas en la violencia de la guerra.
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Hoy vi A quemarropa de Boorman, con Lee Marvin, la soledad de los gángsters.

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A la noche, llegada de David, caminata por Corrientes, el clima loco de la ciudad de los viernes a la noche y por fin Accidente de Losey, con guión de Pinter, con todos los snobs de Buenos Aires extasiados en el hall de entrada, mirándose unos a otros.
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Ayer, fugacidad del cine, decepción al rever El hombre del brazo de oro, que fue mítica para mí y se derrumba con el tiempo. Lo mejor, Eleonor Parker, la mujer histérica que finge estar paralítica para retener a Sinatra, notable el valor narrativo del silbato que usa para llamar cuando está sola. Recuerdo la primera vez que la vi en Adrogué, después de leer la novela de Nelson Algren, que me había gustado a pesar de su tono naturalista. El cine envejece más rápido, pero la literatura se olvida más fácilmente.
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A la noche me encuentro con Manuel Puig, siempre infalible en sus elecciones, ve «lo argentino» en el cine de Isabel Sarli y Armando Bo. Encuentra ahí lo que él mismo busca: pasión y política social, todo llevado al límite y al exceso. También ve «lo nacional» en Silvina Bullrich y en el radioteatro, más claramente que en los escritores de izquierda, que deliberadamente tratan de reflejar la realidad.
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Anoche frustrado intento de ver clandestinamente La hora de los hornos. Llovía y todos nos amontonamos en El Foro.
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1969
Ayer encuentro clandestino y sigilosa caminata por San Telmo con Dalmiro Sáenz, Ricardo Carpani, Lorenzo Amengual, etc., hasta entrar en un departamento en el que todos nos amontonamos para ver La hora de los hornos, un muy buen film de Solanas, un documental en la línea del agit-prop de la vanguardia rusa.

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Después al cine, La carga de la Brigada ligera de Tony Richardson. Desdramatizacion, manejo brechtiano de las escenas de masas; héroes románticos, levemente ingenuos y conmovedores, destruidos por el absurdo de su mismo heroísmo.
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Al fin de la tarde encontré confirmadas mis intuiciones en la misteriosa cita con Walsh para ver la primera y segunda parte de La hora de los hornos, que me interesó menos que la vez pasada; en la segunda parte la arbitrariedad ideológica se convierte en el error estético. Solanas ha inventado el peronismo de izquierda.
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Antes, en el cine, El detective de G. Douglas, muy buen film, con Sinatra en el papel de un Marlowe «oficial» que se estrella contra la corrupción. Otra vez un héroe puro, lacónico y eficaz, perdido en un mundo de traidores. Como todos los detectives del género, es misógino, violento, solitario. A la inversa de El estrangulador de Boston, que vi el viernes, ahí se manejan todos los fetiches (psicoanálisis, telepatía, esquizofrenia) para fortalecer el mundo norteamericano en el que los asesinos sociales son enfermos psíquicos frente a los que se levanta la naturaleza pura (y religiosa) de los valores liberales.
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A la noche Doce del patíbulo, excelente film de Robert Aldrich, con buen manejo de la ironía y sobre todo de la violencia, con toques medio fascistas y «adolescentes». Doce hombres elegidos entre los condenados a muerte en la prisión norteamericana realizan una misión suicida: todos son psicóticos y están muy unidos.
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Ayer El graduado de M. Nichols, un personaje a la Salinger, un marginado en una familia de millonarios, devorado por el matriarcado y la sociedad de confort. El mito del adolescente puro triturado por la estructura social, que se defiende con la rebeldía ciega (Teddy Boys, beat generation, los rebeldes sin causa), habitualmente huye hacia la naturaleza (Nick Adams en Hemingway) o se suicida (Quentin Compson en Faulkner).
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Fui mucho al cine, no dejé escapar ninguna película que anduviera por ahí.
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Voy al cine a ver Tony Rome de G. Douglas, con Frank Sinatra. Otra vez el héroe solitario y escéptico que descifra todos los misterios a cambio de una paga en dólares.
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Ayer nuevo encuentro con el admirable film El último suspiro de Jean-Pierre Melville: una elegía al honor, la épica de nuestro tiempo. Los únicos héroes «posibles» son los que niegan el sistema (guerrilleros o delincuentes); en la otra serie están los loosers.
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Ayer vi Bullit, con Steve McQueen: la vida cotidiana de un policía, la densidad, la fatiga. Revisar baúles llenos de ropa, espiar en un hospital, correr y correr detrás de un tipo en un aeropuerto y, en medio de eso, una relación apenas insinuada con una mujer, que está siempre siendo interrumpida (las llamadas telefónicas mientras hacen el amor), da el tono de una vida quebrada, interceptada por la violencia. La realidad «tapa», cubre, esa apertura hacia lo exiting. Mucha desdramatización, clima cargado, tiempo muerto, y en el medio una formidable persecución en auto por las calles de San Francisco.
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Larga caminata con David por la ciudad que terminó en un cine de la calle Corrientes, viendo un desleído documental soviético sobre el fascismo.
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Estoy resfriado, me duele el estómago, terminé la noche con David viendo La condición humana. Nos fuimos a la mitad porque David se movía demasiado en el asiento. No le gusta el cine norteamericano y tampoco el otro…
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Veo Sombras del mal de Orson Welles, cine negro de primera calidad, con Welles inflado para lucir todavía más gordo en el papel del malvado.

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Anoche vimos un film sobre los sucesos de Córdoba de Enrique Juárez: material documental y periodístico de buena calidad, entorpecido por un comentario ingenuo, mal resuelto. Sigo viendo claramente las posibilidades narrativas del estilo periodístico en el cine (cámara ágil, ritmo nervioso, montaje brusco). Además, necesidad de trabajar sobre realidades cotidianas para no mitificar o convertir la historia en un espectáculo, narrar, por ejemplo, una huelga fracasada.
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1970
Fuimos al cine a ver La hora del amor, un excelente film de Truffaut.
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Hoy vi en el Lorraine la versión cinematográfica del Ulises de Joyce hecha por Strick. Al quedar desnudo el argumento, se ve con claridad el peso de la prosa en la novela. Los acontecimientos se diluyen, desvaidos, el film está centrado en Circe, es decir, en el final con Molly Bloom.
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A la tarde veo Weekend de Godard, la adaptación libre de “La autopista del sur” de Cortázar se convierte en una travesía tribal on the road con catástrofes, canibalismos y delirios.
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Voy al cine y veo una retrospectiva de películas argentinas. Deliciosamente amoral de Julio Porter, con guión en colaboración con César Tiempo, con Libertad Leblanc. La madre obsesionada con Gardel va al cine todos los días a verlo cantar en sus viejos films, que se reponen en un cine de Almagro. El padre que se destruye porque quiere acostarse con la hija, a la que le dedica canciones incestuosas.
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1971
Veo Los hermanos Karamazov en cine (director I. Pyryev): la figura de Smerdyakov, que «odia a toda Rusia», y la frase de Iván: “¿Quién no ha querido ver muerto a su padre? (yo también he querido ver muerto a mi padre y también he odiado a mi país).
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A la noche voy al cine y veo el Evangelio según San Mateo de Pasolini. No debe haber historia más bella: de allí salen todas, de Shakespeare a Faulkner. Me impresiona un monólogo incesante siempre dirigido a probar algo: sermones, parábolas, oraciones, discursos, no hay otra palabra. Esto sólo alcanza para darle a la palabra de Cristo una dimensión delirante y obsesiva. Buen recurso para construir un personaje por un lado, todo lo que dice es «significativo» y a la vez esa misma expresividad sirve para construirlo como personaje. Así, él es «portador de un mensaje» y a la vez un personaje alucinado que sólo habla de Dios, del cielo, del infierno, se maneja con sermones, relatos, frente a cualquier acto, pregunta o situación que acontezca ante él. De aquí sus relaciones con don Quijote. Los dos son «ingenuos» porque su palabra es previa, ya está escrita (en los libros de caballerías o en las sagradas escrituras) y los dos son levemente ridículos porque siempre parecen estar hablando de «otra cosa».

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Por fin a la noche vamos al cine con Julia y Ricardo N., excelente versión de Las tribulaciones del estudiante Törless de Musil: la violencia de los futuros oficiales nazis, que son, en la novela, jóvenes internos en un liceo militar, y también hace ver la óptica de un filósofo nietzscheano que busca conciliar la exactitud de las matemáticas y la eficacia práctica. Hermoso final, con Törless expulsado que se va en coche «sintiendo la fragancia que desprende la blusa de su madre».
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Viene Rubén K., el revolucionario profesional, siempre hábil, siempre convincente. Tomamos algo en el Ramos y vamos juntos al cine: Busco mi destino, el mundo de la beat generation, la ruta, el rock, las motos potentes para cruzar el país de este a oeste.
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1972
Voy al cine Lorraine para volver a ver Made in USA de Godard, la sombra de David Goodis. La sala descascarada y fría. La banda de cinefilos -cuatro o cinco- que miran el film con pasión y el resto de los espectadores -unos 20- que miran las imágenes haciendo tiempo. Yo soy una síntesis de las dos conductas.
1973
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Anoche La ópera de dos centavos de Brecht según la versión de Pabst. Los diálogos y leyendas en alemán del film no alcanzan a disminuir el placer de un relato siempre levemente excedido y frenético.
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1974
Hoy a la mañana vi un excelente film de John Huston en el ciclo del auditorio Kraft: Ciudad dorada, el mundo de los boxeadores liquidados y pobres.
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Al cine con Iris: Morir en familia, un policial que hace pensar en una torpe lectura de Faulkner. En el cine se ven con claridad las maneras de un autor al que roban y adaptan sin nombrarlo. Por ejemplo, El hombre equivocado de Hitchcock, versión ilegal de Kafka. Taxi Driver de Scorsese, basada en -o mejor, robada de- Memorias del subsuelo de Dostoievski. La adaptación como plagio.
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1975
A la noche voy al cine con Iris: Barrio chino de Polanski. En realidad, la película parece basada en una novela que Chandler nunca escribió.

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Reencuentro cierta emoción perdida de la ciudad, entreverada con las horas vacías. La bajada de Corrientes, el bar de Santa Fe y Pueyrredón con las paredes enchapadas y las jóvenes muchachas que brillan y toman cerveza. Termino en el cine, viendo un film regular (El bebé de Rosemary) entre otros hombres solos que matan el tedio de la tarde.
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Hoy vi un film de John Huston con Bette Davis, una historia cruel con momentos antológicos: Bette. Davies le roba el marido a su hermana, Bette va a visitarla, la hermana tiene la foto del marido en la cama, está acostada con esa foto. Bette toma la foto y se queda mirándola.
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Ayer dos veces al cine: solo, para zafarme del vacío, vi Los gauchos judíos en el cine de acá enfrente y a la noche, con Iris, Casa de muñecas en la versión de Losey.
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En el cine, «El muerto» de Borges, trasladado -en secreto- por David. Sus virtudes, cierta cualidad en los detalles (busca el apero para dormir). Errores varios, todo demasiado explícito. Se pierde si la posibilidad de un western «trágico».
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Cena en el Pippo, después al cine, un film nacional (Una mujer de Stagnaro) con inusual perfección técnica, narración vacía, combinación del cine comercial más el cine publicitario con aire intelectual, homólogo a los jóvenes best sellers.
1976
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Después fui (una vez más en esta semana) a la Cinemateca, buen filme checoslovaco (El valle de las abejas). Al encenderse las luces encuentro a José Sazbón. Gran alegría. Él, como yo, es un solitario en busca de un refugio en la pantalla y en la oscuridad de un cine. Comemos una pizza en Callao casi Corrientes.
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Veo un extraño film de Coppola en el San Martín: una mujer que viaja con un idiota.
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Pasé estos días en el cine, como hago siempre que quiero huir. Jueves, El inquilino de Polanski. Viernes, El último magnate de Fitzgerald, con guión de Pinter, dirigida por E. Kazan. Sábado, Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel. Domingo, Un día particular de Ettore Scola, y hoy a la noche también iré al cine. Me construyo mis festivales privados.

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Voy al cine a la tarde y a la noche para escapar de mis propias imágenes.
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El plan de revisar viejas librerías. En Dávalos encuentro una antología de ensayos de Lukács y la edición facsimilar del Archivo americano de Pedro de Angelis. En el libro de Lukács, un ensayo muy notable de 1913 sobre el cine. Ya propone ahí la hipótesis según la cual el efecto de realidad de la imagen cinematográfica comienza a resolver la posición tradicional entre ficción y realidad. La ilusión de que todo lo que se ve en el cine es real construye implícitamente una impresión de ambigüedad respecto de lo vivido. Experiencia muy clara de esto es salir del cine a las tres de la tarde y sentir el sol como una visión que parece continuar las luces que se iluminan en la oscuridad del cine. El shock que sufre el espectador al pasar de las sombras de la sala a la luminosidad del día está ligado a la incertidumbre de la que habla Lukács.
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Voy al cine a ver Patton por el excelente guión de Francis Coppola. Escenas cerradas que concluyen con un efecto y se encadenan. El microcine de la calle Lavalle está lleno de hombres solos, una de guerra, clima perverso, aire de levante homosexual. Soldados, marineros, tipos de aspecto maniático. Regreso caminando por Lavalle con la calma de siempre en esos paseos.
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1978
Veo varios films alemanes de Wim Wenders (Alicia en las ciudades, En el transcurso del tiempo, El amigo americano), donde encuentro los viajes, las fugas, la distancia, la literatura norteamericana.
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1980
A mediodía voy al cine en la sala Lugones a ver una historia documental del cine francés; a las seis de la tarde voy al cine Libertador y veo El toque de Bergman; a las nueve de la noche voy al Cosmos con Iris y vemos Muriel de Resnais. (El cine es el diván del pobre, como decía Deleuze).
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Voy a menudo al cine en estos días para olvidar la realidad. Hoy Doce del patíbulo de Robert Aldrich.

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Atentado contra Reagan. La secuencia en la televisión produce un efecto narrativo y ficcional, con un héroe real. La información en los medios es totalmente exhaustiva.
Una hipótesis. Ante toda política que toma la forma de un delirio social, el loco aislado. Influido por el cine (Taxi Driver), se fascina con Jodie Foster (la joven prostituta del film). Le escribe cartas a la actriz que en la película acompaña al psicópata. Nueva versión del Quijote, sus libros de caballería son las películas «duras» y las series de televisión. La imagen de una prostituta de quince años es su Dulcinea. La ficción parece invadir la realidad. En sus cartas escritas en hoteles de la ruta (y que no envía), le dice a la actriz que, si ella le responde, no matará al presidente. Espera de ella sólo una palabra, le dice.
Un día en la vida
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Ya conté alguna vez que viendo el documental Shoah de Claude Lanzmann (un peluquero judío, obligado a pelar a los prisioneros, en la puerta de los baños dónde iban a matar los congas, descubrió a un sobrino en la fila, y al contarlo se largó a llorar, la emoción le quitó el lenguaje) me di cuenta de que hay un momento en que los sentimientos no se pueden expresar y que la gente, entonces, deja de contar y sencillamente llora.
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En la avenida Santa Fe hizo detener el auto frente al cine Atlas, a la altura de Ayacucho, a la vuelta del estudio, pero prefirió no ir allí a dejar sus cosas, y entró en la sala y se sentó a ver Pulp Fiction de Tarantino, que se había estrenado la semana anterior, y sus amigos más jóvenes estaban encantados por el descubrimiento de una peli, como dicen, hecha por un cinéfilo que renovaba el séptimo arte. A Renzi sólo las películas le permitían dejar de pensar en las clases o en las conferencias que había dictado y lo dejaban siempre acelerado, sin poder parar de pensar, ideas sueltas, reflexiones insistentes, cosas que podría haber dicho y no dijo, ¿se las había olvidado? Daba clases con algunas notas y referencias escritas en una hoja de papel blanco tamaño carta, un cuadro sinóptico de los temas que pensaba exponer, pero nunca podía consultar, en general improvisaba tratando de mantener el interés del público, sin bajar la vista para ver las notas, porque rápidamente perdía la concentración, de modo que una clase lo dejaba paralizado al salir y no podía dejar de dar vueltas sobre los mismos temas, salvo que se metiera en el aura oscura del cinematografo, que lo llevaba a otra dimensión, el cine es el diván del pobre, ¿quién había dicho eso?, ¿era Sartre?, no era Sartre, el nombre del filósofo francés se le escapaba, se le iba…
Le gustaba el título, remitía a las revistas de bajo precio, hechas con pulpa de papel, sobre todo Black-Mask, dónde habían publicado sus relatos Hammett, Chandler, Goodis; recordó, mientras pasaban en la pantalla la publicidad comercial y la cola de la próxima película, al «Capitán» Joseph T. Shaw, que estaba a cargo de esa pulp magazine y que no había escrito nunca una línea pero fue el verdadero creador del género policial duro. Las luces de la sala se habían prendido y luego se habían apagado, creando las expectativas del oscuro ritual imaginario que iba a empezar, y Renzi se descubrió viendo la frase que estaba pensando, como si estuviera escrita ante sus ojos: «Y esto es, sin duda, lo que reconoce Hammett al dedicarle a Shaw Cosecha roja, su primera novela».
La película no tenía mucho que ver con la historia del género, no era una remake al estilo de Chinatown, más bien estaba en una serie nueva, el neo-noir, o polar, no se trataba de encuadrarla en el género, pensaba con el área izquierda del cerebro Renzi, mientras que con la zona derecha se enganchaba con la película y sentía la violencia de la acción con emociones varias. Sorpresa, satisfacción, serenidad y también seriedad. Los diálogos, por ejemplo, eran muy buenos, pensaría luego, al salir del cine, conversando con Carola, su mujer, con la que se encontraría en el Babieca, en la esquina de Riobamba, ella no iba a haber películas de moda y menos historias fabricadas por Hollywood para producir efectos universales en un público que tenía una edad mental, emocional y sexual, diría ella más tarde comentando la película en la cena, de doce años o catorce años, para quienes el cine norteamericano estaba hecho desde que la tele, y ahora internet y los teléfonos celulares, les quitaban audiencia a las películas, para no hablar de los conciertos de rock y sus efectos lumínicos, con bengalas, estallidos y muñequitos disfrazados de músicos contraculturales. Ella sonreiría, imbatible y hermosa, tomando bitter con Coca-Cola en el bar donde se habían citado cuando Emilio hubiera salido del cine. «No voy por principios a ver ninguna película que no esté prohibida para menores de dieciocho años. Pronto van a prohibir para menores de veintidós años las películas de Godard, de Cassavettes, de Tarkovski y de Antonioni». Era cierto, coincidiría Emilio, que en el cine, en las retrospectivas de Ozu o de Bergman, se encontraban en el hall del San Martín con veteranos como ellos, viejos amigos, gente grande que pertenecía a una cultura olvidada.
Pero Emilio estaba enganchado con la película, lo mejor hasta ahora era el manejo de los diálogos, que casi se le escapaban, aunque los seguía perfectamente en inglés y se saltaba los subtítulos, no le daba tiempo de leerlos porque las conversaciones fluían, en la película de Tarantino, a tal velocidad, con tanta gracia, y eran tan inventivos y brillantes que por ahora, a los veinte minutos de película, era lo que más lo había impresionado. No eran diálogos que explicaran la acción, más bien se partía de una situación narrativa muy intensa y extrema -por ejemplo, dos sicarios iban a matar a varios cómplices desleales a los que masacrarían- en una acción de violencia límite. Mientras, los diálogos fluían libremente y ellos, los dos matones, seguían conversando al ir en el auto al lugar, y luego, al entrar en el edificio y subir en ascensor, llamar a la puerta y entrar al departamento y matarlos a todos, mantenían una conversación sobre las hamburguesas e indicaban su nombre y sus ingredientes en un diálogo rápido, muy divertido.
Si la situación dramática está bien planteada, el diálogo es secundario, funciona como una música de fondo, no tiene función directa y es tan libre como se le ocurra al guionista delirado que asocia sin ninguna restricción, porque la acción es tan poderosa que no necesita del lenguaje. Un film preverbal, pero muy hablado, con diálogos continuos y brillantes que no tienen función narrativa y por eso son tan bellos e inolvidables. La técnica del diálogo viene de Hemingway, dictaminaría más tarde Renzi, dando su versión -no su interpretación, como aclararía con énfasis- de la película Pulp Fiction hablando con sus amigos en la cena, la tensión narrativa es tan fuerte que lo que se dice no importa, no interfiere en la acción, y por eso el lenguaje es muy poético y libre. Todo viene de The Killers, donde dos gángsters que van a matar a un sueco en un bar hablan de la comida que se ofrece en el lugar en el que esperan a la víctima y todo el relato gira sobre los distintos platos posibles pero en una atmósfera tan extrema que los dichos sobre la panceta con huevos fritos tienen una carga de peligro que nada puede superar. La técnica de la amenaza, pensó Renzi en el cine, mientras veía cómo masacraron, siguiendo con sus chistes y juegos de palabras, a los condenados que habían robado o retenido una valija con heroína.

La motivación era frontal y directa, nada psicológica ni social, violencia pura sin sentimientos y sin razón, eso también era el género policial, lo que llamaba a veces Renzi la ficción paranoica; en la película todos los personajes estaban en algún momento en peligro y eran condenados a muerte por el poderoso y gordo mafioso negro que funcionaba como una especie de divinidad mortífera y todopoderosa. O sea que la motivación era muy débil y muy clara, todas las pequeñas historias que constituían el film, como un collage de escenas aisladas, estaban manejadas por el espíritu maligno y arbitrario del casi invisible y poderoso dueño del micromundo del crimen. Por ejemplo, el boxeador que se negaba a dejarse vencer y arreglar la pelea, como le había pedido el mafioso para subir las apuestas, era perseguido por un asesino eficaz y malévolo y la historia se disparaba hacia una escena sadomasoquista extrema en la que el gángster negro, que perseguía para matar al boxeador, era sometido y violado por un policía, era humillado y sodomizado en una sencilla acción secundaria del film.
La mujer del jefe era llevada y acompañada por un joven asesino a sueldo que, por orden y disposición del capo, tenía que entretenerla y divertirla, lo que daba lugar a una secuencia formidable y muy retro en un bar americano donde se bailaba bajo la gravitación de Elvis Presley, representado o repetido por un doble que lo imitaba cantando desde un escenario circular, mientras las mesas eran servidas por cantineras que hacían de -y eran iguales a- Marilyn Monroe. Ese juego de réplicas pop se cerraba en la escena final con un robo a un restaurante al paso, que en verdad se ligaba a la primera escena de la película, donde una pareja en ese mismo restaurante planeaba el robo que se realizaría -con resultados paradojales- en la escena final de la película, cuando uno se daba cuenta de que el tiempo en la película estaba fragmentado y no seguía un orden lineal. La conversión religiosa de un matón despiadado que cita de memoria la Biblia antes de ejecutar a sus víctimas, pensaba Renzi mientras salía del cine, es típica del cine norteamericano, que siempre encuentra una salida místico-evangélico-psicótica para explicar -o dar a entender- las razones o las motivaciones de los asesinos seriales y de la violencia individual extrema que se repite en sus películas, en sus series de televisión y en su realidad política. Un impulso religioso, pensó en la calle, ésa es la base de la tragedia americana. La noche estaba fresca y una vez más el cine lo había ayudado a volver a la realidad y salir de sus pensamientos y sus ideas fijas.
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Incluso se detuvo en el andén para dejarle unos francos de propina a una muchacha hindú que tocaba la cítara, sentada en el piso, haciendo música oriental. De pronto, Renzi volvió sobre sus pasos para detenerse un momento ante la bella joven y dejarle unos francos más en la caja de madera que ella tenía a su lado en el suelo. De ese modo vio pasar dos trenes frente a él que no quiso tomar para seguir escuchando la melodía cautivante de la cítara que le recordó vivamente la banda sonora de Ravi Shankar en la película El tercer hombre de Carol Reed, del mismo modo en que una sensación de urgencia lo había llevado a comprar las flores que sostenía en su mano izquierda, porque era zurdo.
Días sin fecha
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David Simon, el creador de la serie The Wire, es un gran narrador social. Incorpora a la intriga policial los hechos del presente (la economía de ajuste de Bush, la manipulación de las campañas políticas, la legalización de la droga). En el capítulo piloto de Treme, su nueva serie de televisión que vi la otra noche, el marco es Nueva Orleans después del Katrina: nunca los desastres son naturales, ésa es la posición de Simon.

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En Chelsea, encontré un videoclub, Film Noir, especializado en películas policiales. El dueño es bastante simpático; lo llaman Dutch porque es hijo de holandeses. Tiene algunas joyas inhallables, por ejemplo Detour de Edgar Ulmer, una película extraordinaria, filmada en una semana, casi sin plata; largos primeros planos de un viaje en auto, conversaciones en off, luces en la noche. Cuenta la historia de un hombre desesperado que hace autostop y se pierde en los desvíos del camino. Parece una versión psicótica de On the Road de Kerouac. Todo lo que encuentra por azar en la ruta es destructivo y mortal.
En realidad estoy buscando Sección desaparecidos del director francés Pierre Chenal, basada en la novela de David Goodis y filmada en Buenos Aires en los años cuarenta. Un film mítico que nadie ha visto. El holandés me aseguró que puede localizarlo pero tengo que darle tiempo, cree que hay una copia en uno de los hangares piratas de Lima, Polvos Azules: allí se encuentran las réplicas de todas las películas que se han filmado en el mundo.
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Miré un rato de televisión, los Lakers vencieron a los Celtics, Obama sonreía con su aire artificial, un auto se hundía en el mar en un aviso de Toyota, en un canal estaban proyectando Possessed de Curtis Bernhardt, otra de mis películas favoritas. Joan Crawford aparece en medio de la noche en un barrio de Los Ángeles y deambula por las calles extrañamente iluminadas. Creo que me adormecí, porque me despertó el teléfono y alguien que conocía mi nombre y me llamaba profesor, con demasiada insistencia, se ofreció a venderme cocaína.
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Pasamos un par de días viendo -con intervalos- las nueve horas del film de Kluge sobre El capital de Marx. En verdad es un ensayo narrativo sobre las fantasmagorías del capital, sobre su capacidad de creación de nuevas realidades. Por un lado retoma la potencia corrosiva del Manifiesto comunista (la forma del manifiesto como erupción de una nueva visión crítica). Por otro lado renueva la discusión sobre el concepto de fetichismo de la mercancía y analiza el carácter ilusorio de lo real en la sociedad capitalista. Muy buena la utilización de los letreros, las consignas escritas y los carteles como imágenes verbales, en la línea del constructivismo ruso. Una lección de pedagogía política y de arte didáctico donde conviven el montaje y los proyectos de Einsenstein, el capítulo del catecismo del Ulises de Joyce y los poemas de Brecht. Una nueva dramaturgia histórica en la época de la tecnología avanzada.
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Andrés Di Tella vino al Princeton Documentary Festival y aprovecha para filmar mientras desocupo la oficina, devuelvo libros en la biblioteca, descuelgo los cuadros, vacío los cajones, archivo papeles. Tengo en él a mi Gran Hermano personal.

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Vamos a ver el documental de W. Herzog La cueva de los sueños olvidados, sobre las pinturas rupestres encontradas en las Cuevas de Chauvet-Pont d’Arc, al sudeste de Francia. Las imágenes tienen cerca de 40.000 años y pueden considerarse el principio de la representación figurativa en el arte. Una de las laderas rocosas de la cueva, la que da al río Ardèche, colapsó y tapó la entrada y preservó las figuras como en una cápsula de tiempo durante miles de años. Las pinturas y dibujos de la cueva tienen la calidad de una Capilla Sixtina del paleolítico. Hay en las paredes un bestiario de animales poderosos y, en un ala, un extraordinario grupo de caballos cuyas cabezas son de una ligereza y de una belleza sorprendentes. Dibujada en la pendiente de una roca hay una mujer con las piernas abiertas que está unida a un bisonte. Como señala Herzog, esa figura parece un eco distante de la serie de bocetos de Picasso Minotaure et femme. «De alguna manera son como trazos de sueños olvidados que han aparecido luego en el arte moderno». La experiencia del film es inolvidable y perturbadora. Lo que llamamos arte estuvo dado desde el principio en toda su perfección. Las pinturas de la cueva parecen una comprobación de las hipótesis de Aby Warburg: no hay evolución y progreso en la historia de las imágenes. Las formas pueden compararse unas con otras, sin mediaciones, en una constelación abierta de estilos de representación que son comunes más allá de los siglos de diferencia. Al ver las figuras pensé en la teoría del espíritu como creador de formas simbólicas de Ernst Cassirer, pensador hoy un poco olvidado pero muy leído en la época en la que yo estudiaba en la Facultad. Hay que recordar que Cassirer trabajó varios años en la biblioteca de Warburg y fue de hecho «el filósofo de la casa». Su influencia es muy clara en el libro de Panofsky La perspectiva como forma simbólica. La iconografía había comenzado a reemplazar al autor y a la cronología en el análisis conceptual del arte. Cierto platonismo kantiano será siempre bienvenido en el estudio de las formas y los procedimientos de construcción artísticos.
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Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi (volumen 1: Años de formación, volumen 2: Los días felices, volumen III: Un día en la vida), Anagrama, Barcelona, 2015-2016