Como el Pichuco de Ferrer, Petzold “camina derecho por atriles torcidos”. Sin que sepamos cómo, los legos en matemática somos llevados a la más límpida oscuridad por cada uno de los teoremas que Petzold postula a partir de sus operaciones con el cine de género entendido como proveedor de mitos primordiales. Polizeiruf 110 es una serie policial de la televisión alemana que parece tener al menos cincuenta años. A juzgar por los numerosos telefilmes que hay en la red, es probable que su formato no haya sido el habitual en capítulos cortos al que las series nos tiene acostumbrados, sino el del largometraje. Cómodo con las trilogías, entre 2015 y 2018 Petzold filmó una para el histórico programa. Como sucede con Kiyoshi Kurosawa, no se advierten diferencias insalvables entre sus películas para televisión y cine: en todas se trata de no pasar por allí como turistas. Kreise, Wolfe y Tatorte le permiten incluso explorar más abiertamente que nunca el terror y la comedia, romántica y hasta screwball en alguna que otra charla. Kreise puede que sea su más literal película de cámara gracias al fascinante interrogatorio y los numerosos trayectos en auto que insumen la mayor parte de su duración. De parejas, su cine está lleno. De compañeros oficiales como la mujer y el hombre –ya en sus cincuentas- policías de esta trilogía, no. De modo que, además de la resolución de los casos que le dan autonomía argumental a cada película, asumimos el arco dramático elíptico y abierto de la relación entre los protagonistas, además de la complicidad afín a los dúos, de Quijote y Sancho a los sistematizados por las buddy movies.
Que una bestia racional como Petzold se avenga a correr con el muleto de lo terrible que es el monstruo sin matarlo durante la biopsia, a contrapelo del cine de terror contemporáneo respetable, lo enaltece. También nos prepara para su negativo brutal, ya sea biológico o existencial. Lo expuesto al comienzo de Wolfe -segunda de la trilogía- con minuciosidad forense pero con la potencia preliminar al análisis intacta, extiende sus efectos hacia el pasado y el futuro (la primera y tercera películas), contaminándolo todo retro y prospectivamente. Como un virus, corroe el sentido mismo del policial que Petzold habita circunstancialmente: ¿qué nos queda, cuando hay crimen pero no asesino? Hacia y desde dicho vacío -«los ojos del gato» de Wolfe– se proyecta Polizeiruf 110: lo familiar del género mismo –un departamento, una mascota, un auto, un compañero de trabajo, el lugar común romántico (el monstruo) racionalizado, y el gesto cinematográfico modernista (la autopsia) reintegrado al espectáculo- como potencialidad siniestra. Petzold pertenece a una generación de directores que incorpora literalmente la mirada del cine, cadáver exquisito que no deja de mirar con sus párpados devorados y sus cuencas vacías a quienes lo velan más allá de sepelios express, hasta desvelarlos para siempre.
Que la mujer policía de la pareja protagonista se dedique a la enseñanza de una adecuada interpretación de las escenas del crimen, que pertenecen menos al orden jurídico que al teatral, materializa el valor de la crítica en la puesta en escena. Al menos una elipsis entre escenas sin plano de establecimiento de la segunda incorpora el montaje a la planificación: al fomentar la confusión entre realidad y representación, establece su contigüidad y, más aún, la de los personajes involucrados en ambas. La vecindad -por no decir naturaleza compartida- entre víctimas y victimarios es afín a todo el cine de Petzold (e incluye al que mira) y la puesta en escena cierne su iluminadora sombra sobre el modo en que el noir filmó al sistema económico y también al lugar de las mujeres en él, revalidando la ambivalencia de los arquetipos abiertamente polarizados (la femme fatale, pero también toda clase de héroes y villanos) según las convenciones y disponiéndolos en un entramado referencial y dramático suficientemente preciso y expresivo como para que la ficción afirme su pleno derecho de revelar la coyuntura histórica de su contexto de producción y recepción. No otra cosa hizo el cine clásico y sigue haciéndolo el cine de todo aquel que aprende, cultiva y practica el arte de narrar. No alcanza con un master de guión: primero –y sobre todo- hay que mirar hasta quemarse los ojos y Ver. La ficción (que simula quebrar la cuarta pared) es la posta, dice Petzold cuando el protagonista de Kreise mira a (la) cámara (que graba y reproduce un interrogatorio).
Todas las víctimas de la trilogía son mujeres. Los asesinos, hombres. Pero nadie es inocente en el sentido ingenuo generalizador del término, aunque sí culpables de esas muertes y sólo de esas. En todos los casos, las víctimas gozaban del poder suficiente para humillar a los victimarios. Y por inteligentes y profesionales que sean los investigadores, entre los hechos y sus interpretaciones siempre se interpone parcial o totalmente la subjetividad de ambos, entrelazada como pantalla que vela el acceso a la totalidad del caso. Ninguno de los crímenes será resuelto por ambos. En dos de ellos es el propio criminal quien lo revela y en el restante, un subalterno en la jerarquía laboral tanto como en la sentimental establecida entre las películas y nosotros. Perito manipulador, Petzold hace con nuestros corazones –y nuestra conciencia- lo que las víctimas con sus potenciales victimarios. Su perversión hace del cine el lugar donde podemos concretar nuestras fantasías y desahogar los vicios sólo reservados en la realidad para quienes tienen el privilegio de controlar el sistema (el subsidio estatal no le cubre los puchos ni el alcohol al soldado que vuelve de Afganistán y protagoniza Jericó). Entre tantos que filman como fiscales, Petzold es uno de los más convincentes defensores de un cine disfuncional a la Ley. Si es estuvimos atentos a la puesta en escena, sabemos desde el principio de Kreise quién es el asesino pero intentamos negarlo -u absolverlo- durante tod la película. No solamente porque es un artista sino porque estrangular a un caniche también podría verse como un episodio de la lucha de clases.
Petzold imparte justicia en un medio artístico que le permite legislar sus propias leyes. Es un diseñador de modelos cinematográficos que juega con los preexistentes –narrativos y no narrativos- así como con los ideológicos y políticos. Cuando un personaje de Kreise reflexiona sobre el circuito cerrado sin intersecciones (para evitar clisés finalmente inevitables pero sí manipulables) de su maqueta ferroviaria, Petzold pone literalmente en escena dos clases de relato –y dos relatos de clase- que también son dos modelos interpretativos del cine, herramientas teóricas parciales que corren el riesgo del rigor mortis en cuanto su postulación sea asumida como totalidad cerrada e inamovible. Ese es el verdadero crimen que a Petzold le importa en Kreise y en todo su cine, redimiendo a Farocki al contratarlo como guionista de Hitchock o de Lang. El cine seguirá siendo Dios o quedará en manos de curas laicos (los actuales se dedican a la cancelación).
La dinámica de atracciones y rechazos que mueve a víctimas y victimarios se extiende a la pareja de investigadores protagonistas tanto como a nuestra relación con ellos. El efecto es tan fascinante como el del deseo que nos acerca y aleja del objeto cuando éste se manifiesta. La cámara de Petzold no es un ojo neutro sino un intermediario: celestina que persigue su propio interés libidinal. En Intervista, Fellini se filma a sí mismo diciendo que su relación con los productores se basa en “una saludable desconfianza recíproca”. Petzold la suscribiría para definir la suya con los dispositivos, que prolonga en nosotros. Mientras el detective interroga a un sospechoso del primer asesinato, que cuenta su historia de amor y desengaño bajo el ojo de una cámara policial, desliza contraseñas verbales que sólo su compañera y nosotros podemos atesorar -operación intelectual sensible- hasta que en un momento nos mira directamente de reojo. Cada vez que el hombre mira indirectamente a cámara en la trilogía es una mirada de fascinación hacia Ella. Cada vez que la mujer mira, sin perder jamás una cierta distancia, oscila entre la perplejidad disimulada ante dicha fascinación y el cálculo acerca de ese voluble poder que le ha sido conferido sin siquiera haberlo solicitado. Petzold es uno de los últimos grandes directores masculinos, con todo el peligro que ello implica en el presente, pero nunca hay dos sin tres en el plano-contraplano de Kreise, así como tampoco hay subjetiva exclusivamente propia ni intimidad que no se vea intervenida -no necesariamente amenazada- desde afuera y desde adentro.
Sherlock falible y adicta como Holmes, la protagonista carga con el peso de la admiración de su compañero y, como las tres víctimas mujeres de los casos investigados en cada una de las películas, también con la potestad de aniquilar o desintegrar a los hombres, y con el riesgo de sus reacciones ante ello. La historia de amor entre los detectives, que progresa a lo largo de la trilogía, es la construcción de la escena del crimen posible que entraña toda relación. Les lleva dos películas completas de la trilog{ía llegar juntarse, y la tercera empieza ya con el proceso de separación. Salteados el sexo –o su sinécdoque, el beso que nunca veremos- y la convivencia, asistiremos al espectáculo mellado de observar qué hacen las partes con los restos de lo que quiso ser uno y vuelve a ser dos. Lejos de rechazar la intoxicación amorosa o cinéfila, Petzold dispone la dosificación del veneno como Paul Thomas Anderson en El hilo fantasma para mejor prolongar sus efectos.
La de Hans o Juan (“Dios es misericordioso”) y Constanza (“constante, firme”), los investigadores de la trilogía, es una de las grandes historias de amor jamás (des)contadas. Si coquetea con la tragedia es porque nuestra condición consciente hace de ella una matriz relatora ineludible, pero como “la tristeza también pude volverte boludo”, según dice uno de los protagonistas, el Petzold de Tatorte abreva en los juegos de mentes de la comedia –de rematrimonio en este caso, sin pasar por la iglesia ni por el registro civil- para sobrevivir. Cualquiera que tenga un corazón lo sabe: no hay relación amorosa sin complicidad ni complicidad sin delito, aunque el de los amantes no sea otro que distinguirse del resto en su conjura. Uno de los cuatro hechizos de los protagonistas –en la primera película hablan de maleficios- es el lenguaje. Los otros tres son el trabajo que es vocación, las canciones y las películas (identificadas con los actores –Depardieu, Newman, Montand, Delon- y no con los directores), puentes que les permiten salvar abismos -incluso entre sí- fatales para los demás: no saber aún o no escuchar a tiempo es una de las causas de la muerte más desoladora de la trilogía, aunque también sea la aniquilación de una transferencia. El montaje letrístico de Petzold escande imágenes, parlamentos y hits. Como en las letras de una canción, los diálogos desarrollan el relato y a la vez son acontecimiento poético, lo que bien puede ser un modelo de su cine: escalera funcional (orden dramático incluso reversible o simultáneo, como en Transit, pero legible) y aleph (portal poético) agazapado.