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La bota de un milico aplasta a una ranita al pasar, interrumpiendo el hechizo del abrazo entre los amantes posterior al polvo, en uno de los grandes planos bazinianos prácticamente inadvertidos del cine argentino. La guardia provincial de la que forman parte Chirino y los autonomistas se presenta ante Marañón con una orden del tribunal electoral para intervenir el distrito tras haber derrotado la revuelta de Mitre y encarcelado a su líder. Marañón no quiere entregar a Moreira cuando traen detenido al Cuerudo, deus ex machina que salvaguarda la integridad paternalista del político como hombre de palabra, no la del mitrismo como fuerza política. Interrogado por el capitán de la guardia y por uno de los doctores, que juegan al policía malo y el policía bueno, el Cuerudo cede para sobrevivir a la tortura, que Favio filma expresiva pero sintéticamente, sin moverse de la casa señorial y de las caras de la víctima y de los victimarios. El capitán golpea, el doctor psicopatea –“¿por qué se hace estropear?”- y vemos todo el proceso a través de los primeros planos de Edgardo Suárez, que pasa del dolor a la sonrisa en un segundo, hasta el momento de la verdad.
Favio condensa en una escena la disyuntiva celiniana de El soplón (Le doulos, Jean-Pierre Melville): “Mentir o morir”. Quien elija salvar el cuerpo bien puede perder el alma, pero incluso quien se vea sometido a esa disyunción –porque tal quiebre ocurre solamente cuando un tercero ya perdido pero dominante pone al sujeto en dicho trance- será comprendido por el relato de Favio. Cuando el Cuerudo delata a Moreira el micrófono se apaga y por corte pasamos del primer plano a un plano general de los personajes filmados desde otra habitación, porque justo antes escuchamos de su boca: “No nací para alcahuete”. Y, tras unos segundos de silencio eternos: “Me da vergüenza”, como si todavía fuera un chico. Por judaica agorería que haya sido el monicaco colgado del árbol un rato antes, cuando el Cuerudo aún gozaba, no vende a Moreira por dinero alguno. Delata, pero no es “el” traidor. Si para Arlt la delación era el bíblico pecado imperdonable porque el primer traicionado de la traición no es el otro sino la integridad del mismísimo traidor, el único “pecado de muerte” para Favio “es explotar a los pobres” y son los doctores –monstruos de la traición a todo- los verdaderos culpables. Si hasta el Diablo será digno de piedad en Nazareno Cruz y el lobo, ¿cómo no va a respetar Favio la vergüenza de ese hombre en un instante tan decisivo que es el primero de la película en el que nos enteramos de su nombre: Segundo Irrazábal, alias El Cuerudo, “negro ´e mierda” pa’ los cumpas, únicos capaces de transmutar el insulto en caricia verbal.
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El efecto de esa vergüenza que todo lo corrompe instigada por los doctores es inmediato. El leal Andrade pasará del sueño a la muerte o al desmayo, el cráneo abierto por un culatazo en la cara sin demora ni perspectiva de la guardia provincial que copa el puterío. El cenital nos ahorra el sufrimiento de quien unió su destino al de Moreira para que el martirio sea sólo de Él. Despabilado por el alboroto, nuestro héroe traba la puerta de su pieza. Laura se desespera adentro: “No quiero morir, no quiero morir”. El cuarto de paredes blanqueadas a la cal con un diminuto ventiluz es claustrofóbico, el asedio es absoluto. Sólo se puede salir a través de la puerta que da al pasillo infestado de milicos indistinguibles como hormigas, todavía indivisibles para nosotros y para Moreira pero no inauditos. Sordos movimientos y martilleo de pistolas amenazan en la voz baja de los cobardes hasta que la jerarquía hace que uno alce la suya:
- ¡Moreira!
- ¿Qué hay?
- ¡Entreguesé, Moreira!
- ¿A quién me voy a entregar, carajo?
- A la policía de Buenos Aires.
La entrega designa algo mucho mayor que un procedimiento policial o jurídico. Llegado a este punto no hay negociación posible, como no sea la de las partes consigo mismas o, más bien, la del perseguido –el Solo- con su conciencia. Moreira empieza a dar vueltas en el cubículo como león enjaulado y la película con él: cenitales, nadires, travellings y desenfoques alrededor de la cara de Bebán, que expresa sin palabras los vaivenes del alma: el miedo admitido frente a la Muerte, que no sabe perder y se lo viene a llevar nomás con sol se le dibuja en los ojos. El héroe de Favio es más héroe que el impertérrito héroe anglosajón porque ni el porrón de ginebra le ahuyenta el miedo del todo y sin embargo hace lo que tiene que hacer:
- ¡No tiren que voy a sacar a la mujer! ¡No tiren que voy a sacar a la mujer!
Su salida nos deja ver por primera vez y largamente el pasillo oscurecido de siluetas en plano general hasta que la puerta vuelve a abrirse sin cambio de plano y el pistolón de Moreira lo ilumina con un fogonazo. La cámara vuelve a la pieza donde Moreira nos mira con la camisa abierta y la espalda apoyada en la puerta. No hay contracampo ni cualquier otra clase de plano posible. El único contraste es el de la oscuridad exterior de los perseguidores y la gloriosa luminosidad interior del perseguido. Decide abrir otra vez para disparar y la respuesta astilla el marco de la puerta y su mejilla izquierda, casi al lado del ojo, dibujándole la cresta colorada del gallo ciego. A medida que se da vuelta hacia nosotros empieza a sonar el último tema de la película. La suerte está echada significa, en este caso, que su decisión está tomada, que nuestra adhesión a Moreira, con contradicciones y todo, no tiene fisuras, y que empieza su ascenso a la inmortalidad. Ningún director argentino, salvo el mismo Favio en Nazareno Cruz y el lobo y en Perón, sinfonía del sentimiento, filmó finales tan fabulosamente épicos.
El bombo coincide con el movimiento respiratorio y cardíaco del pecho descubierto de Bebán, mientras el órgano asciende desde el segundo plano sonoro para darle el marco sagrado al puterío que acabará siendo catedral con las voces del coro. El ventiluz al que Moreira se acerca para respirar el pedacito de cielo al que aspira es vitraux popular donde la vida, pasión y muerte de Polín se consuma. El paneo en dirección contraria al movimiento de su cuerpo lo labra en luz con palabras que ahora degusta, la cara sonriente y el alma en suspenso:
- Con este sol, con este… sol.
Se cuelga del enrejado en cruz –“todo está consumado”- antes de darse vuelta y grita:
- ¡¡¡Aquí está Juan Moreira mierda!!!
Lo que sigue es el minuto más largo de la historia del cine. Es la eternidad, el ápice del tiempo sin linealidad donde la duración ha sido trascendida. No hay exactamente loop, como lo hubo en la corrida de Polín y como lo habrá en el descubrimiento de Griselda, pero sí su expansión, porque al menos tres cortes –por montaje o iluminación- prolongan este paraíso de los valientes en el que Moreira se carga –en el entrevero alza literalmente a un milico sobre los hombros- a la partida, además de cargar sobre sus espaldas todos los males de la Argentina y del mundo: ritual de sacrificio que el coral eleva a comunitario donde en vez de ofrecer la otra mejilla se marca a filo y fuego la de los compatriotas empleados por la oligarquía. Moreira no acepta morir emboscado en la noche falsa del encierro en una celda sino a cielo abierto. Su cara al sol avanza por el patio, que es teatro cósmico, la piel y la barba salpicadas de sangre, sudor y lágrimas, la dentadura brillante de potro con los ijares desgarrados por llegar a campo abierto sin mirar atrás siquiera una vez porque el agazapado no es héroe de Favio ni de nadie («Siempre el coraje es mejor, la esperanza nunca es vana»). Otro minuto más con tres cortes, el último de los cuales nos dona la reliquia de un hilo de saliva que es agua bendita, eterniza su peregrinación. Encaramado al borde superior del muro de ladrillos, Aniceto elevado por una misión incomprendida pero encomendada, aceptada y cumplida, el cuchillo que lleva entre los dientes cae sólo cuando el alarido de Chirino le clava la bayoneta en el costado después de un zoom que grita lo que el héroe no, porque Favio hasta les negará a los victimarios la paz del último suspiro, el reluciente bronce oficial. Moreira se da vuelta, apunta a la cámara y le dispara a Chirino, que rueda fuera del encuadre para dejarle la potestad del plano, que le pertenece enteramente. Todo se borra menos su figura, congelada para siempre en el ícono anamórfico. Mentira piadosa que no es falsedad sino invención vital, creencia lúcida más verdadera que todo realismo, a Juan Moreira se la mira en contrapicado y con las palmas de las manos unidas en el éxtasis de la plegaria.