Giro d’Italia (primera etapa), por José Miccio

El extranjero (1967) es un Visconti con flojera. Lo mejor es el empalme entre el zoom que va hacia la cara de Anna Karina y el zoom que va hacia la cara de Fernandel en la película que Anna Karina mira con Mastroianni. Es la más obvia declaración que conozco sobre los lazos entre el cine culto y el cine popular, que en los años sesenta y setenta son especialmente notables y habilitan el hermoso ir y venir entre la modernidad que hoy aparece en los manuales y el exploit sin el que ya no hay cinefilia. En el spaghetti, el giallo y el poliziottesco gobernaba el descaro, un anticlasicismo festivo tan distinto del pasado como de su contemporáneo cine moderno, al que películas como las de Bazzoni, Argento, Sollima y Fulci no pertenecen pero con el que guardan sin embargo relaciones históricas profundas. Visconti es una cosa. Bava otra. Ninguna idea del cine que imagine objeciones a su gloria indudable y simultánea merece atención, y menos que menos respeto. La fusta e il corpo y Vaghe stelle del’Orsa son melodramas sórdidos y sublimes. Si la cinefilia todavía tiene sentido es por su voluntad de pasar por sobre los check points que pretenden controlar los movimientos, declarar qué es correcto y qué no, y por la pelea que puede dar contra la colonización del cine por la Cultura.

Hay que estar al mismo tiempo acá y allá.

Hay que moverse rápido.

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Mauro Bolognini era un loco de los espejos. La corruzione tiene una escena ultramanierista, esa entre la mujer y el pibe en el camarote del barco, en la que es difícil determinar la cantidad de reflejos que se suceden y superponen. En Un bellissimo novembre es posible perderse entre las imágenes duplicadas, como si para Bolognini fuera inconcebible un plano que no aloje también un pliegue. El bello Antonio (1960) es la mejor de sus películas. El de apertura y el de cierre (fenomenal) son planos de espejo. En el primero, en la cama, una mujer le pide a Antonio algo que Antonio no puede darle. En el otro, Antonio escucha por teléfono la voz de su amigo que lo felicita porque es un hombre como todos, ahora que la sirvienta va a tener un hijo suyo. Mastroianni está genial en el rol del joven hermoso e impotente. La lágrima que corre por su cara en este plano de cierre, que funde lentamente con una pared sobre la que se imprime la palabra Fin, es una de las más hermosas lágrimas tímidas de la historia del cine. Antonio es como el idiota: una superficie que refleja todas las miserias de la sociedad en la que vive y las vuelve sobre sí mismas.

Lo fascinante del personaje está en su opacidad psicológica. La impotencia no es una cuestión clínica ni mucho menos una alegoría. Es una cuestión estética. La consecuencia de una admiración tan absoluta por la belleza que termina por interrumpir la sexualidad. Antonio solo acepta los besos como expresión del amor. La Cardinale se lo dice una vez: “No parás de besarme”. Esta sensibilidad decadente lo convierte en un espejo que devuelve a las instituciones el borde de sus imágenes. Antonio pierde simultáneamente los lazos familiares y religiosos. Obliga al padre a demostrarse a sí mismo su hombría y al cura a explicar que en el matrimonio el sexo es sagrado. Convertida la iglesia en defensora de la carne, y convertidas las familias en empresas que miden en el matrimonio las ventajas o las pérdidas económicas, Antonio queda solo con su sagrado esteticismo. El impotente revela las miserias del mundo sin participar de ellas hasta que las miserias del mundo le imponen su soberanía. Por eso al final, cuando los hilos sociales le tejen una figura aceptable, Antonio llora. Tiene una familia y un naranjal. El ángel –esa es la palabra que pronuncia cuando ve la foto de la Cardinale– ya no existe. Lo digo así por si no consigo ser claro: El bello Antonio es una obra maestra.

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Giancarlo Giannini y Mariangela Melato en Travolti da un insolito destino nell’azzurro mare d’agosto (Lina Wertmuller, 1974). Lo que vale para el amor vale también para el cine.

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Grazie zia (Salvatore Samperi, 1968) es un intento rayado por ir más lejos que I pugni in tasca. El protagonista (Lou Castel, por supuesto) se llama Alvise. Es hijo de un industrial, se hace pasar por inválido y lee Diabolik, el comic de las hermanas Giussani que Bava llevó al cine ese mismo año. Su tía (Lisa Gastoni) es médica y puede que pronto se case con su pareja de hace quince años (Gabriele Ferzetti), elegantísimo hombre de buen pasar y buen pasado, un rico de izquierda que estuvo en la Resistencia, comenta una nota de Umberto Eco en L’espresso y tiene en su pieza una foto de Stalin y un cartel que conmemora los veinte años de la Liberación. En resumen: un comunista de lo que pronto se llamará Compromiso Histórico.

Alvise le ofrece a todos los modelos y a todos los futuros la más brutal de las contestaciones. Es un paño negro volcado sobre cualqier idea que no lleve a la muerte. Su padre quiere que se cure para que pueda hacerse cargo de las fábricas (genial la escena en la que desde el auto mira la zona industrial y dice “Esta es mía, esta no”, como si deshojara una margarita). Su tía quiere que se cure para cambiar el mundo o algo así. Pero la resistencia de Alvise es total: le contrapone al lucro y a la buena voluntad la fuerza enloquecida de la negación absoluta. En una escena tira los libros de la biblioteca (Moravia, Bassani y D’Annunzio, es decir, todo el arco ideológico de la literatura italiana) para poner en su lugar las historietas del ladrón que roba porque se le canta. Alvise es Diabolik.

Fuera del mundo productivo, del reformismo y de todo lo que huela a progreso, Alvise no tiene para ofrecer más que juegos negros. La última media hora, de pura enajenación, es extraordinaria. Ferreri se debe haber cagado de risa. Bellocchio se debe haber asustado. Primero queda al margen el hombre serio. Después hasta las dos viejas criadas se las toman. Quedan solos tía y sobrino. «Juguemos a la eutanasia”, propone él en el momento más hermosamente infame de la película, como si quisiera pelearle al matricidio de Bellocchio la medalla de oro en herejía. Un detalle simpático: en I pugni in tasca Ale muere en medio de un ataque de epilepsia. Alvise muere riendo.

En medio de tanta mueca, caen también las grandes causas de aquellos años. Hay una escena en la que el comunista Ferzetti entrevista a un campesino afectado por la misma inundación que arrasó Florencia. El pobre tipo se queja porque el gobierno no le presta atención a lo que pasó en las zonas rurales. Se trata de un testimonio de la actividad progresista y burocrática de Ferzetti (ni pelota le da al campesino, se la pasa dándole indicaciones al camarógrafo), y por supuesto de un problema social. Pero Samperi no está interesado en nada que tenga que ver con el ámbito de las construcciones colectivas. Su foco está en el flaco de la silla de ruedas y en la transformación de la tía, completamente entregada a un vínculo que (por más que ella lo busque) tampoco tiene relación con el sexo.

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Para alguien políticamente involucrado Grazie zia debe haber sido motivo de desprecio infinito. Mucho más que I pugni in tasca, cuya rabia intentó ser comprendida y canalizada en estructuras conocidas, en parte porque su humor, si bien sacrílego, no es tan demencial como el de Samperi. Alvise le asigna a su tío tres rótulos que cualquier joven del 68 podría haberles atribuido a los padrecitos del PCI: oportunismo político, intelectualismo pequeño burgués y populismo llorón. Pero en lugar de una izquierda nueva, otra vez revolucionaria, o de un modo de vida alternativo, lo que tiene para dar es disolución y la risa más negra que uno pueda imaginar. En Grazie zia la canción comprometida se vuelve pop de Auschwitz, la Liberación es la muerte y Vietnam sirve para otro juego cruel, con las noticias de la radio sirviendo a un registro de víctimas y a una guerra de maqueta y soldaditos. La escena en la que la rubia bailotea mientras canta sobre una chica que murió en el campo de exterminio con otros cientos, y sobre el viento y el humo, hasta que Alvise le muerde una teta, es una de las amoralidades más bellas que dio el cine. Como si Rita Pavone se hubiera brotado y nadie se hubiera dado cuenta del todo.

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Treno Popolare (Raffaello Matarazzo, 1933) es una película extraordinaria, de plenitud cinematográfica, en su momento fascista. Un caso como el de Los 47 Ronin, por dar solo un ejemplo, pero menos fulero porque lo que celebra es un proyecto de descanso popular, no la honra que significa entregar la vida al emperador. Trata de una jornada de romanos en Orvieto. La ida, la estadía y el retorno. Matarazzo monta un bostezo con la boca de un túnel y toma apuntes como si fuera un comediante del mudo o un precursor de Tati. Lo más hermoso es la libertad con que la película se mueve, cómo ubica los gags, pasa de un picnic a un triángulo amoroso en bicicleta, se queda con el río y el campo, usa una agenda para definir el carácter formal de un personaje y la divertida ligereza de otro, que le quita dos hojas para armar vasos. La música de Rota incorpora los sonidos del tren. Los escenarios son naturales.

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En estado de excitación.

Revolver (Sergio Sollima, 1973) es una obra maestra. Oliver Reed y Favio Testi están geniales. Uno es cana, el otro chorro. Andan juntos porque la esposa del primero fue secuestrada y el rescate es el ladrón. De a poco, Sollima construye un vínculo entre sus personajes que podría convertirse en amistad si no fuera por un montón de motivos y fundamentalmente por uno, que los incluye a todos: porque el mundo es una reverenda mierda. Reed no le da la mano a Testi cuando Testi se la extiende, pero más de una vez lo toca. Le acaricia la cabeza, le golpea cariñosamente el pecho o el brazo. El problema es que para estar del mismo lado los dos tienen que negar la sociedad y correr el riesgo que tamaña negación supone. El chorro puede. El cana no. Queda bien claro en el final: lo que el policía defiende con el revólver no es tanto la seguridad de los ciudadanos como un sistema criminal que actúa al mismo tiempo dentro y fuera de la ley, según su apuro y conveniencia.

Detrás de cada personaje hay otro. Uno mueve los hilos que un segundo le deja mover, y así hasta vaya uno a saber dónde. Los sicarios sicilianos, el cantante pop, el responsable visible del secuestro, la policía, los jueces, las petroleras. Como en el ajedrez de Borges, ya no se sabe qué dios detrás del dios mueve las piezas. Pero Revolver no trata de una especulación metafísica sino del orden social. Como le dice a Reed el tipo que mantiene a su esposa en cautiverio: “No podés parar el engranaje”. Es una de las lineas de diálogo más terribles que recuerdo. Hay que buscar en Ferreri, en Scorsese o en Pialat un parlamento así. «La tristeza durará siempre» (de A nuestros amores). «Estamos todos cagados» (de Taxi Driver). «Como la vida» (de La gran comilona, a propósito de un pollo vacío). Pero el nihilismo de Sollima me parece todavía más rotundo. No está cargado de opinión ni restringido a las áreas donde el nihilismo es prestigioso. Se desprende de las acciones, de las corridas, los tiros y los diálogos veloces, de historias simples y personajes definidos con pocos trazos. Tiene la fortaleza y la protección de los géneros. Aristarain lo supo siempre. Don Siegel también. El policial lo sabe tanto o más que quienes lo practican, porque toda una historia lo preparó para ello.

Sollima (que filmó varias películas notables) consigue con Revolver lo máximo que un cineasta de espíritu popular puede conseguir: una historia de códigos fuertes y un fresco sobre el poder, sin pedirle a lo segundo que redima lo primero, como si tal cosa fuera necesaria, como si el cine no fuera una persecución de autos y un tipo que llora porque se le murió un amigo. Qué pena que cada día se filmen menos películas así, tan duras y emocionantes. Supongo que se debe a muchos motivos que se me escapan. Pero uno es este: porque la cinefilia entregó sus banderas a la universidad y los festivales y se volvió seria, pacata e insegura. La defección cinéfila: de eso habría que hablar. De lo timorato que se volvió todo, y de cómo nadie quiere quedar afuera del engranaje. En una palabra: de la obediencia.

Una última cosa. El juego de plano y contraplano con el que Sollima resuelve su poliladron es tan glorioso que hace pensar que en Vivir su vida Godard se la pasó esquivándolo no porque fuera moderno y desafiante sino porque no sabía cómo hacerlo.

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Otra maravilla. Caltiki, il mostro immortale (Riccardo Freda / Mario Bava, 1959) trata de los mayas, de un cometa, de la radiación y de un monstruo eterno e informe que se mueve como la gelatina de The Blob, todo pegado por el engrudo fascinante de la ficción barata. La película es italiana, los personajes hablan en inglés y las acciones transcurren en México, donde las mestizas son mujeres que se maquillan mucho y la libertad de prensa alcanza también a los sustantivos. Rigor no es plano fijo y temas importantes. Rigor es Caltiki.

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Volví a ver Padre padrone (Paolo y VIttorio Taviani, 1977). Es mejor de lo que recordaba, y eso que la recordaba como una obra maestra. Empieza en un mundo rural avaro, bruto y sin esperanzas, dentro del cual el mando no se contesta y la vida se reduce a sobrevivir, y termina ahí mismo, cuando todo es distinto, pero no porque la justicia haya redimido la Historia sino porque el más extraordinario de los viajes le permitió al campesino entender su vida y la vida del pueblo. Ese viaje se llama conocimiento, y los Taviani lo vuelven sensible con la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, cuyo uso me hizo acordar al que Ferrara le da al Otoño de Vivaldi en su fabulosa El rey de Nueva York.

Un año antes de Padre padrone Bellocchio filmó Marcia trionfale. Las películas (solo esto tienen en común) tratan entre otras cosas del servicio militar y la vida en el ejército. Para el protagonista de Bellocchio todo en las barracas es opresión, como en la escuela de En el nombre del padre y en la familia siempre. Para el campesino de los Taviani ningún esfuerzo puede ser peor que el trabajo del campo y ninguna autoridad más abusiva que la del padre. Es en el servicio militar que conoce a Cesare, su Virgilio, un tipo joven y generoso (Nanni Moretti, un año después de Io sono un autarchico) que pone en su vida los libros, el latín y el italiano. Cesare es la figura contraria al padre. Su amistad le permite al campesino (Gavino se llama) oponer libertad a obediencia y cambio a repetición.

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La historia del campesino que se convierte en lingüista recuerda ese momento de La terra trema en el que uno de los pescadores dice sobre otro: «Desde que hizo el servicio militar en el continente no soporta la injusticia, no ve las cosas como antes, piensa diferente». En las barracas Cesare le devuelve a Gavino la escritura que el padre le arrancó en la primera escena, cuando lo saca de la escuela para llevarlo al campo. Solo entonces puede sonar Dvorak, porque solo entonces hay mundo nuevo. No sé cuántas películas hay que dibujen una parábola iluminista como esta sin recurrir a predicadores laicos (es decir, sin hundirse para siempre) y sin desconocer la riqueza infinita de la oralidad, el dialecto, los muebles y la música campesina. La Cerdeña de los Taviani es feroz pero merece más que una Historia que la lleve hacia adelante no importa cómo y que meta su mundo en museos y libros de antropología.

Una de las virtudes mayores de Padre padrone es lo que se me ocurre llamar su brechtismo sensual, una redundancia que por algún hechizo dejamos de percibir como tal desde hace tiempo. Cerdeña es una geografía y unas relaciones sociales que los Taviani describen con esmero y notable agudeza. Carestía y opresión: lo que hay es eso. De nada sirve odiar al padre patrón si ese odio no se traduce en un entendimiento de las condiciones que lo hacen existir. Todo esto es Brecht de manual. Pero al mismo tiempo que historizan cada uno de los elementos del pueblo sardo (la tierra, el árbol, la cabra, la familia), los Taviani celebran de manera casi mística su existencia. Hay algo sagrado en este mundo histórico, una armonía interrumpida porque la miseria les quita a humanos, animales, plantas y cosas la plenitud de la que vienen o a la que aspiran. Que no haya égloga no es un triunfo de la Historia. Es la expresión de su pesadilla. También eso está en Brecht, pero no en el manual que circula sin sus obras.

Doce años después (que parecen muchos más) Nanni Moretti dirá en Palombella rossa que las palabras son importantes. Había tenido el gusto de decirlo ya en una de las más grandes películas de la historia del cine. Porque eso es Padre padrone.

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Pronto, segunda etapa.

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