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El plano más curioso de El 5 de Talleres (Adrián Biniez, 2014) recorre los salamines que cuelgan en una fiambrería y se destaca del resto por su falta de justificación. Poco después el protagonista pone un negocio de picadas a domicilio, aclarando su función sin agotar su felicidad. Moreira vuelve al rancho en donde dejó a su familia antes de irse a las tolderías y su cara queda enmarcado por una ristra de ajo y dos chorizos colorados, anticipando la iconografía pop/ular religiosa de artistas como Gilda, que aparecía rodeada de flores en imágenes que ya eran en sí mismas altares como los del Gauchito Gil y tantos otros santos no oficiales a los que se les suele ofrendar alimentos y bebidas. Pero no hay negocio posible, salvo el comercio de sí mismo como mano de obra política, para un rebelde como Moreira que no le hace asco al ajo y le hinca el diente a los chacinados para mitigar la «hambruna» padecida entre los indios. Lo que sigue es el sueño del cuerpo saciado y el compás de espera en soledad del (anti)héroe antes de la asunción definitiva de su destino «rodador» (el Moreira de Favio también es la road movie de una Argentina a punto de ser asfaltada). Junto con la caída del sol, «ese poncho de los pobres», Moreira entra en la noche y, a través de cuatro viñetas encadenas por fundidos y de un nuevo reencuadre por medio del cual Favio limita la extensión pampeana recomponiéndola, vemos ponerse a los dos.
La sola compañía del perro acariciado segundos antes, tan vigilante como el cuzco del Moreira de Gutiérrez, guardará su descanso hasta que lo sobresalte la sensación de una presencia. No sabemos si ha estado soñando, pero una de las líneas del diálogo sostenido con el viejo que lo espera mate en mano -«Se me hizo viva la finada»- nos deja creer que sí. La melodía en loop de una flauta, acompañada por el punteo repetitivo de la guitarra, coincide con la que Luis de Pablo compuso para El espíritu de la colmena, estrenada siete meses después. Como Erice en su también terrosa película, Favio filma soledades campo afuera y pensamientos que son estados de ánimo, en definitiva inefables. Tanto los primeros planos con el mate en la boca y la mirada fuera de campo, como las expresiones aparentemente contradictorias -«no, si»- o inconclusas -«en fin»- donde podemos leer los puntos suspensivos, revelan modulaciones del espíritu. Cuando el viejo le recomiende cuidarse porque «Dios anda medio distraído», entendemos que en el escenario de la película circulan hombres y dioses con pareja entidad, porque la creencia juega un papel tan objetivo como la realidad física. Si hasta el reencuentro con su esposa está presidido por una imagen de la Virgen e incluye una modalidad de saludo y reconocimiento tan cristiana como el Ave María: «Señor, ¡ay Señor!».
De nuevo Moreira y su mujer ocupan la izquierda y la derecha del plano respectivamente, patrón espacial que es también un ritmo de composición, forma que comporta sentido por su regularidad y vuelve obsoleta toda interpretación. Doce años antes Walter Vidarte -protagonista de El dependiente en 1969- había ocupado el lugar de Rodolfo Beban en una escena de El romance de un gaucho (Rubén W. Cavalloti, 1961) con idéntica disposición de la pareja en el plano. Finalmente Moreira vuelve a ver a su hijo, que aparece otra vez dormido si no inerte, prefigurando su sombría santidad futura en el peso muerto de su cuerpo cuando lo toma entre los brazos, lo acaricia como al perro, apoya las manos sobre la cabeza del chico como las había puesto sobre la suya al despedirse, agarra un mechón de pelo como si fuera una mata de pasto, sonríe con lágrimas en los ojos. En esas tres escenas tenemos la primera carcajada de Moreira, el primer mate -«para asentar la campaña»- y el único beso de la película. En la novela de Gutiérrez también hay uno solo, pero no entre Moreira y su mujer: «Es imposible pintar con palabras la emoción de Julián y Moreira al hallarse frente a frente. Aquellos dos hombres valientes, con un corazón endurecido al azote de la suerte, se abrazaron estrechamente; una lágrima se vio titilar en sus entornados párpados, y se besaron en la boca como dos amantes, sellando con aquel beso apasionado la amistad leal y sincera que se habían profesado desde pequeños».
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Muy a menudo se habla de las «set pieces» de Brian De Palma, grandes secuencias que brillan por sí mismas gracias al despliegue de procedimientos. La primera de Juan Moreira coincide con la aparición de Julián Andrade. No se pasa de bando como Cruz en Martín Fierro, pero se unirá a Moreira hasta el fin. En la novela de Gutiérrez no pelea junto a él, pero es el hombre que lo ha besado al modo de Juan, el apóstol amado de Cristo, antes que al de Judas, y el único que visita la tumba donde el perro de Moreira monta guardia. En la película de Favio es un compañero de andanzas tan fiel como el lazo que une a los personajes de las buddy movies. Jorge Villalba ya había acompañado a Beban un año antes en Juan Manuel de Rosas (Manuel Antín, 1972) y volverá a hacerlo dos años después en Los orilleros (Ricardo Luna, 1975). Desde que Andrade entra en la película es el representante por excelencia del espectador, función entrevista por Gutiérrez en la novela: «Le prometo dejarlo pelear solo y no meterme en nada, pero yo quiero verlo pelear». Moreira, «ese hombre de una vista que da calor», es visto antes y mejor que nadie por Andrade: «Por la vida, tan cortita y linda», propone alzando su vaso, y yo recuerdo una variante sentenciosa de esa fórmula que conocí gracias a un oficial carpintero de San Fernando a quien se la había enseñado su abuela: «Así es la vida, cortita y jodida». Será el primero de los dos brindis que comparten en la secuencia. Uno, aceptado, sella la indestructible relación entre ambos. El rechazo del otro motiva la muerte del Macho Córdoba, cuya ronda de bebidas para toda la concurrencia no es regalo sino imposición extorsiva, compra de votos (cuando el hijo de Hugo del Carril le pregunte a su padre en La calesita a quién votar justo antes de que éste muera rumbo al comicio, el protagonista no le da nombre alguno, pese a que tiene decidido su voto: “A quien mande la conciencia” es toda su respuesta).
Cómo no iba a morir el puntero mitrista si su brindis fue «por la justicia», causa de todos los males de Moreira según el personaje, pero también según Gutiérrez. Aunque Favio elimina la referencia antirrosista de la novela, deja intacto el diagnóstico: no hay mal en el gaucho sino en la administración de la ley por los poderes en ejercicio. El lugar donde Andrade le echa el ojo a Moreira y pasa todo esto no es cualquier lugar sino un puterío, pero las mujeres todavía no son más que acompañantes, manchas desenfocadas en el plano dominado por el encuentro de hombres a cuchillo o trago mediante. A Favio tampoco le importa situarnos convencionalmente en el espacio. El plano de establecimiento es cenital y una serie de zooms, cortes, travellings y paneos lo transforman en algo «a la vez histórico e inventado», como Fellini describía la poética de Hollywood en Intervista. Ni bien Moreira acepta la conversación propuesta por Andrade, exclama: «¡Qué cerrado es este infierno!», y la cámara gira varias veces sobre su eje a una velocidad que desdibuja todo, recordando el entrevero inicial de la película, que era represión de los gauchos a manos de la autoridad. Ese lugar es ya La Estrella, burdel donde finalmente habrán de matarlo. Por más que esta vez salga ileso y comiencen oficialmente sus aventuras, tanto como su identificación política por defecto, se puede afirmar que ya nunca saldrá de allí. La aparición de Andrade es de tal importancia que rompe el patrón de ubicación del protagonista en el plano, ahora corrido hacia la derecha. Moreira dice de dónde viene -Matanza- y el paraje suena a destino, mucho más cuando caemos en la cuenta de que entre nosotros también se le solía llamar «pago» al lugar de origen. Entonces se hace presente la concentración sensual y filosófica de un castellano gauchesco acaso sabrosamente intervenido por Jury:
-Me ha dao por andar. Esas cosas… – agrega Moreira.
-El andar engolosina.
-Tal vez.
-A mí me ocurrió así. ¿Más ande ir tan lejos que no me lleve a mi mismo? Que de mis males, yo soy el pior.
-Yo ando medio desmemoriao de mis virtudes, pero no tanto como para pensar que de mis males yo sea el pior. Aunque…
La pausa es fatal. Y también, signo de puntuación evidente en el cambio de dirección de la mirada, que introduce un corte sin necesidad de montaje al interior de un plano que filma el pensamiento, por no decir el alma. Moreira desvía la vista y la afirmación de sí mismo frente a la sentencia del otro, más reflexiva que culpógena, tambalea. Andrade ya es la voz de la conciencia de Moreira, como se hará evidente en su comportamiento frente al encargo de asesinar a Marañón, pero todavía es un extraño y lo dicho no deja de ser audaz. En la novela de Gutiérrez, como en los cuentos de Borges, los enfrentamientos cuerpo a cuerpo -ese «pelear por lujo»- suelen ser continuaciones del juego verbal. Con Moreira mirándonos a nosotros en el lugar de Andrade, por un segundo notamos que la suerte de la relación es una cuestión retórica, que nuestra integridad corre peligro y que la subjetiva pone a prueba nuestro coraje pese al resguardo de la pantalla.
(Continuará…)